martes, 26 de junio de 2012

A Las Fuentes del Cristianismo: Mejor Dicho a la Biblia - Apologetica


biblias y miles de comentarios
 
Tipo de Archivo: PDF | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
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FUENTES Y ARROYOS
«Esto dice el Señor: Paraos en los caminos, y ved, y preguntad sobre las sendas antiguas, cuál sea el camino bueno, y andad por él; y hallaréis refrigerio para vuestras almas» (Jeremías 6:16).
Supongamos  que  la  ciencia  médica  nos  ordenara,  para  librarnos  de  alguna  enfermedad  grave,  la permanencia  en  uno  de  esos  parajes  privilegiados  por  la  naturaleza  con  una  fuente  de  aguas medicinales.
¿Nos  conformaríamos  con  ir  a  bebería  de  algún  arroyuelo  procedente  del  manantial,  después  de haber estado  expuesta  al  polvo  e  inmundicia  de  un  cauce  abierto?  ¿No  es  más  probable  que  querríamos  ir  al origen mismo, al lugar preciso de donde brota la esperanza de nuestra salud: de las entrañas mismas de la tierra? De otra manera no tendríamos garantía de que nuestro esfuerzo va a ser coronado por el éxito.
He  aquí  la  imagen  de  la  religión.  Unicamente  acudiendo  a  las  Fuentes  del  Cristianismo  podemos alcanzar  la  seguridad  de  que  nuestra  fe  es  lo  que  debe  ser  según  Dios,  y  no  marchamos  por  un camino equivocado en asunto de tantísima importancia.
¡Fuera indiferencia!
Es  lamentabilísimo  el  poco  interés  que  hay  en  nuestros  días  por  las  investigaciones  de  carácter religioso. El pueblo se interesa por conocer los secretos de las artes, de las ciencias y las reglas y principios de  los  modernos  juegos,  pero  no  estudia  los  fundamentos  de  la  religión  de  un  modo  inteligente.  En  este supremo asunto se le ha enseñado a no preguntar por temor de caer en herejía, y realmente ha caído en el extremo opuesto, el del indiferentismo religioso.
A excepción de algunas almas piadosas en cada parroquia, la generalidad no piensa en la religión más que para  los actos oficiales, y millares de católicos, así como también muchos millares de protestantes, en ciertos países, no debieran llevar el nombre de cristianos, porque no creen en los dogmas de su iglesia. No quieren distinguirse como militantes de alguna secta, pero blasonan de que ellos toman de la religión lo que les  parece;  y  el  resultado  de  este  credo,  flojo  e  inseguro,  es  la  más  desastrosa  indiferencia, rayana  en  la incredulidad.
Los deseos de un buen católico
Afortunadamente, y sobre todo después de las mejoras introducidas por el Concilio Vaticano II, existe hoy  día  un  buen  número  de  católicos  que  se  preocupa  por  las  esencias  de  su  religión,  personas  cuyas aspiraciones  y  deseos  espirituales  no  son  satisfechos,  originando  dudas  que  no  se  atreven  a  abrigar por temor a caer en herejía. Haciendo el asunto personal: ¿No es verdad, amigo lector, que quisieras tener una seguridad  absoluta  de  cuál  será  tu  destino  al  abandonar  este  mundo,  apartando  de  tu  vista  el terrible espectro del purgatorio, acerca del cual tienes fundadas dudas?
Quisieras  ver  el  cielo  más  cerca.  Por  esto  te  alegras  cuando  encuentras  algún  buen  trozo  del Evangelio  en  las  hojas  parroquiales,  o  cuando  el  sacerdote  predica  un  buen  sermón  en  lengua vulgar.
Quisieras que el Concilio Vaticano II se hubiera pronunciado de un modo más claro y más avanzado acerca de muchos puntos débiles o dudosos de la Iglesia Católica, a fin de poder tapar la boca de los que echan en cara a la Iglesia enseñanzas de tipo medieval, que comprendes son una rémora para la fe en el siglo XX; pero no te atreves a separarte de la religión que te enseñaron tus padres, pues reconoces que hay deberes para con Dios que te conviene cumplir.
Todos  faltamos  muchas  veces  a  la  ley  divina,  y  ¿quién  se  atreverá  a  rehusar  la  ayuda  que  ofrece la religión en asuntos del alma?
Además, nunca te ha convencido la incredulidad, pues es imposible negar la existencia de Dios ante un universo ordenado con sabiduría.
Por eso, aunque veas lagunas en la religión católica, la aceptas sin vacilaciones. Es la que lleva el sello apostólico, es la que Cristo fundó, es la que te enseñaron los padres. ¿Dónde hallarías otra mejor?
Ciertamente,  lector  querido,  no  vamos  a  buscar  para  salvarnos  la  religión  budista,  como  algunos pretenden, cuando tenemos el cristianismo en casa; y esas lagunas que ves en el cristianismo no provienen de su divino origen, como vamos a demostrarlo en seguida, sino del polvo y barro del camino que la religión cristiana viene arrastrando en el transcurso de los siglos.
Lo probable es que el lector no se ha dado cuenta todavía de la gran cantidad de estos elementos que entran en el arroyo que se llama Iglesia Católica Romana.
Un examen necesario
Estamos  seguros  de  que  el  lector  no  confiaría  su  fortuna  o  ahorros,  caso  que  los  tuviera,  a  algún banco  de  cuya  solvencia  no  estuviera  bien  seguro;  y,  aun  después  de  esto,  continuaría  vigilando  las operaciones de dicha entidad para asegurarse de que ningún peligro amenaza sus intereses. Y  en  cuanto  al asunto  de  la  salvación  del  alma,  ¿no  debemos  examinar  seriamente  si  la  fe  que profesamos es la que Dios quiere, y la que puede llevarnos con toda seguridad a la felicidad eterna?
La doctrina de Cristo, sus milagros, su resurrección de entre los muertos y la sinceridad de los santos apóstoles,  sellada  con  su  sangre,  son  cosas  bastante  bien  garantizadas  por  la  Historia  y  la experiencia cristiana para que nadie pueda negarlas.
La Iglesia primitiva y otras iglesias
Es cierto que Cristo estableció su Iglesia sobre el fundamento de los apóstoles, pero tienes que llegar a darte cuenta —si no te la estás dando ya a medida que lees el Nuevo Testamento— que aquélla no era la Iglesia Romana, sino una Iglesia muy diferente de ésta, en muchos sentidos y aspectos. Aquella Iglesia Apostólica  podía  llevar con razón  el título  de Católica  o Universal, porque agrupó  en sus principios a todos los verdaderos cristianos, pero tras una enconada disputa acerca de la supremacía de los obispos, se formaron diversas ramas del cristianismo, agrupándose unas iglesias alrededor del obispo de Roma;  otras,  alrededor del  patriarca  de  Constantinopla,  y  otras  quedaron  independientes  de  una  y  otra jurisdicción.
Hacer depender la salvación del alma de la adhesión personal a una u otra de estas ramas es el colmo del partidismo y del absurdo. No hay ni una palabra de Cristo que autorice semejante principio. La salvación y perdición del alma, en el Evangelio, se hace depender, no de la adhesión exterior a una iglesia, que nada cuesta, sino de la doctrina que domina la conciencia y la vida.
Cualquier desviación de las enseñanzas recibidas por revelación divina es un pecado grave, del que no sólo  las  autoridades  religiosas,  sino  cada  creyente,  somos  responsables,  desde  el  momento  que  nos percatamos de ello.
Por esto, la unidad de la Iglesia es y será imposible en tanto exista alguna desviación de las doctrinas de Cristo; pues el cristiano sincero sacrifica todos los reparos de conveniencia y de tradición ante la pureza de la fe.
Cómo tuvo lugar la transformación del cristianismo
Dos grandes fuerzas obraron en la elaboración del tipo de cristianismo católico-romano. Primeramente, las doctrinas purísimas y evangélicas predicadas por el Divino Maestro y sus apóstoles durante las primeras décadas de nuestra Era.
En segundo lugar, la religión sacerdotal pagana.
Esta  mezcla  se  hizo  poco  a  poco,  siendo  la  principal  causa  de  ello  la  introducción  en  la  Iglesia  de multitudes convertidas sólo de nombre por seguir la corriente del siglo. Estas, echando de menos el fausto y costumbres de sus iglesias paganas, influyeron en la introducción de ritos y ceremonias de su culto a las que se dio un giro y aplicación cristianas. Y lo peor es que no sólo sufrieron merma en el transcurso de los siglos la espiritualidad y sencillez del culto cristiano, sino que la misma doctrina experimentó un cambio trascendental con la invención de nuevos dogmas, como los que en nuestra misma época fueron proclamados después de siglos de discusión entre las más  destacadas  personalidades  del  Catolicismo  Romano.  Tales  dogmas  son  por  lo  general favorables  a  los intereses materiales de la Iglesia, pero muy perjudiciales a la pureza de la fe, al crédito de la religión y a la salvación de las almas.
Vamos a considerar algunas de las doctrinas nuevas o modificadas, señalando:
1° Lo que la Iglesia enseña en la actualidad.
2° Lo que dice el Evangelio respecto al mismo asunto.
3°  Lo  que  los  santos  padres  de  la  Iglesia  creyeron  y  predicaron  referente  a  las  mismas  doctrinas.  El testimonio de los santos padres es abundantísimo, pero no podemos dar sino unas pocas citas para no hacer interminable esta obrita.
Aunque para nosotros lo decisivo en materia de  fe son las enseñanzas de  la Sagrada Escritura, y  no nos apoyamos en testimonio de hombres que pueden equivocarse, por más piadosos que sean, es en gran manera interesante ver lo que creían aquellos santos varones de los primeros siglos para confirmarnos en la fe que debemos poseer.
La  contradicción  a  una  creencia  o  doctrina  de  parte  de  cristianos  fieles  de  los  primeros  siglos  es prueba bastante clara de que tal doctrina no pertenecía al legado común apostólico, aunque otros padres la apoyen  y  defiendan,  ya  que  ciertos  errores  se  originaron  bastante  temprano  en  la  Iglesia;  pero, por  lo general,  no  tuvieron  tales  errores  la  aceptación  universal  de  las  grandes  verdades  de  la  fe,  como,  por ejemplo,  la muerte redentora de Cristo,  la resurrección del Señor, su ascensión a los Cielos, y la esperanza de su segunda venida; sobre tales cosas no había discusión entre los cristianos. Tal consentimiento común, apoyando  la  enseñanza  clara  del  Nuevo  Testamento,  es  lo  que  los  cristianos evangélicos  buscamos  para reconocer como auténtica y digna de crédito cualquier doctrina de nuestra fe.
                                                                  
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