miércoles, 4 de febrero de 2015

El triste desánimo de un alma conocedora de la gracia: A un hombre le abruma le abate el peso de una gran carga

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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                                       La tranquilidad del obrero fiel

¿Por qué te abates, oh alma mía,
y por qué te turbas dentro de mí?
Espera en Dios; porque aún he de alabarle,
salvación mía y Dios mío.
(Salmo 42:11)

En estos versículos se nos habla del triste desánimo de un alma conocedora de la gracia, así como de los remedios que han de aplicarse y utilizarse para contrarrestarlo. El desánimo se describe con dos expresiones que hacen referencia a dos analogías: “Te abates”, “te turbas”. Igual que a un hombre le abruma o le abate el peso de una gran carga, así también tú, “oh alma mía —dice David—, te abates”; e igual que el mar está muy turbado cuando hay tormenta, así también tú, oh alma mía, “te turbas dentro de mí”. Los remedios que utiliza contra esos casos de desánimo son dos: Reprenderse y amonestarse uno mismo. En primer lugar, se reprocha su propia inseguridad y falta de confianza en Dios: “¿Por qué te abates, oh alma mía, y por qué te turbas dentro de mí?”. Se reprocha y se reprende a sí mismo por ello. En segundo lugar, se amonesta a sí mismo y se insta a aguardar a Dios y depositar su esperanza en Él: “Espera en Dios”. ¿Por qué? Primero, porque aún he de ser librado: “Porque aún he de alabarle”. Segundo, porque la salvación le pertenece solamente a Dios: Él es “salvación mía” o “salud mía”. Tercero, porque Dios tiene comunión conmigo y yo con Él; Él es mi Dios: “Dios mío”.

Comenzaré por la primera parte del versículo, en la que podemos observar estas tres cosas:
En primer lugar, que existe una paz interior y una serenidad del alma que normalmente caracteriza a los santos que constituyen el pueblo de Dios. Esto está implícito.
En segundo lugar, que es posible que esa paz sufra una interrupción y que el pueblo de Dios llegue a estar muy desanimado, abatido y turbado.

En tercer lugar, que los santos del pueblo de Dios no tienen motivos para desanimarse, independientemente de su situación. ¿Por qué te abates, y por qué te turbas de este modo dentro de mí? No hay motivo alguno para ello.

Consideraré estos asuntos por orden, y por el momento hablaré solamente acerca del primero, que es el siguiente:
Existe una paz interior y una serenidad del alma que normalmente caracterizan a los santos del pueblo de Dios.

Por eso dice David en este versículo: “¿Por qué te abates […] y por qué te turbas dentro de mí?”. Parece, pues, que ese no era su estado habitual —su pulso no latía siempre tan rápido como lo hacía ahora que estaba desanimado—, sino que normalmente tenía paz y serenidad “dentro de [sí]”. Por eso digo que existe una paz interior y una serenidad del alma que normalmente caracteriza a los santos del pueblo de Dios. Normalmente visten de blanco; así es como aparecen en Apocalipsis 7:13–14: “Estos que están vestidos de ropas blancas, ¿quiénes son […]?”. Son aquellos que “han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero”. Este libro del Apocalipsis se fija mucho en las costumbres judías, y los judíos tenían un vestido de luto y otro para ocasiones de gozo. El de luto era un vestido negro; por esa razón, cuando se describe a un hombre afligido, se le describe con un vestido negro; así lo encontramos en el siguiente Salmo, el 43, en el versículo 2: “¿Por qué andaré enlutado […]?”. La palabra utilizada en hebreo significa “negro”: “¿Por qué andaré [de negro] por la opresión del enemigo?”. El vestido negro era el vestido de luto. Y el blanco era el vestido de gozo; por eso se dice en Eclesiastés 9:8: “En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte ungüento sobre tu cabeza”. Debo reconocer que esta expresión a veces hace referencia a la pureza y santidad de una persona, como en el Apocalipsis (3:4): “Tienes unas pocas personas en Sardis que no han manchado sus vestiduras; y andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignas”. Pero normalmente se refiere al gozo y la dicha de nuestro estado; en Apocalipsis 7, pues, se describe a los santos vestidos de blanco, no solo por su pureza y su limpieza, sino también por su gozo. Digo, pues, que normalmente los santos que constituyen el pueblo de Dios van de blanco; tienen paz y reposo “dentro de [sí]”. “Mucha paz tienen los que aman tu ley —dice el Salmista—, y no hay para ellos tropiezo” (Salmo 119:165). Y Romanos 2:10 dice: “Pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego”. Al margen de lo que un hombre sea, si es piadoso y hace el bien, recibirá gloria, honra y paz; tendrá una paz no solamente exterior, sino interior.

Y, ciertamente, ¿cómo podría ser de otro modo? Pues los santos del pueblo de Dios andan con Dios, conversan con Dios, tienen una relación con Dios. Si lees Job 22:21, encontrarás que esa relación trae consigo reposo y paz: “Vuelve ahora en amistad con él, y tendrás paz”. Los santos del pueblo de Dios son —por así decirlo— amigos especiales de Dios, y por consiguiente tienen paz, pues andan con Dios y tienen comunión con Él. Tienen comunión con el Padre, que es el Dios de toda consolación; tienen comunión con el Hijo, que es el Príncipe de Paz; tienen comunión con el Espíritu, que es el Consolador. Tienen comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu en y por el Evangelio, que es la Palabra de Paz, el Evangelio de la Paz. Los santos que constituyen el pueblo de Dios, por tanto, normalmente tienen paz interior.
Pero, para comprender esto más plenamente, te ruego que pienses en la manera como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —con quienes tienen comunión los santos del pueblo de Dios— se han comprometido a favor de esa paz.

1. El Padre se ha comprometido a darles paz. Se ha comprometido por su prerrogativa, su mandato, su promesa, el precio pagado por Cristo y los castigos de los santos.

Se ha comprometido por su prerrogativa. Sabemos que los reyes y los príncipes cumplen con sus prerrogativas. Y esta es la gran prerrogativa de Dios el Padre, proporcionar paz, una paz interior; “Produciré fruto de labios: Paz, paz” (Isaías 57:19). Y a Dios se le llama el Dios de paz, el Dios de consolación; no el Dios de indignación, ni el Dios de guerra, sino el Dios de paz. Esta es la gran prerrogativa de Dios: Proporcionar paz a su pueblo.

También se ha comprometido por su mandato. Y, por consiguiente, si lees Isaías 40:1–2, encontrarás que Dios les ordena a los profetas y a los ministros que prediquen la consolación: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle a voces que su lucha ha terminado, que su iniquidad ha sido quitada, que ha recibido de la mano del SEÑOR el doble por todos sus pecados” (LBLA). Supongamos que un hombre sufre una aflicción muy grave, o una tentación muy grande: Dios nos ha ordenado que le consolemos, y que lo hagamos dos veces: “Consolad, consolad”; no una vez, sino dos: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios”. Pero hay algunos consoladores que en realidad son como los consoladores de Job, como los amigos de Job, que hablan palabras muy duras a las pobres almas atribuladas. A tales personas, Dios les dice en el versículo 2: “Hablad al corazón”; es decir: “Hablad con palabras suaves y dulces, hablad al corazón de Jerusalén”. “Oh —dirán algunos—, pero es que mi tentación es tan grande que no me es posible escuchar a aquellos que vienen a consolarme”. Fíjate bien en lo que se dice a continuación: “Hablad al corazón de Jerusalén y decidle a voces […]”; eleva tu voz y habla a voces si una pobre alma está atribulada y es tentada de tal forma que no le es fácil escuchar; los que sois ministros, elevad vuestra voz y hablad a voces; no meramente al corazón, sino a voces; elevad la voz y gritad.

Bien, ¿pero qué es lo que han de decir y hablar a voces? Hay tres cosas que consolarán a una pobre alma atribulada, y son cosas que han de decirse con palabras. Se le debe decir, en primer lugar, “que su lucha ha terminado”: la aflicción y la tentación han llegado a su fin y ya no existirán nunca más. En segundo lugar, “que su iniquidad ha sido quitada”: su pecado ha sido perdonado total y gratuitamente. En tercer lugar, “que ha recibido de la mano del SEÑOR el doble por todos sus pecados”. Dios ya no tiene nada contra ella: ninguna queja, ninguna disputa, ningún otro castigo que infligirle; ya ha sufrido suficiente castigo por su iniquidad. De manera que el Señor ha ordenado a sus ministros que prediquen la paz y el consuelo; y aquello que Dios nos ha ordenado que hablemos, Él se ha comprometido a llevarlo a cabo. Como digo, pues, el Padre está comprometido por su mandato.

También se ha comprometido por su promesa. Y así, si lees el Salmo 29, verás lo que el Señor ha prometido en el versículo 11: “Jehová dará poder a su pueblo; Jehová bendecirá a su pueblo con paz”. Esta es la promesa: “Jehová bendecirá a su pueblo con paz”. Y más aun, si lees Isaías 26, allí encontrarás que el Señor ha prometido mantener la paz de su pueblo, como dice el versículo 3: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera”. Eso es lo que hallarás en tu Biblia, pero en hebreo dice lo siguiente: “Tú guardarás paz, paz”; menciona la paz dos veces. “Tú guardarás paz, paz para aquel cuyo pensamiento en ti persevera”. De modo que el Señor no solo se ha comprometido a darle paz a su pueblo, sino que, además, por su promesa, se ha comprometido a mantener esa paz.

Más aún: el Señor se ha comprometido pagando un precio. Cristo ha comprado la paz de su pueblo; y lo que Cristo ha comprado para ellos, Dios el Padre se ha comprometido a dárselo. Lee la descripción de la compra en Efesios 2:13–15: “Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz”. Y después dice: “Y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades. Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos, y a los que estaban cerca”. De manera que aquí vemos que la compra la ha efectuado Jesucristo: esa paz interior y esa serenidad del alma son la compra de Cristo; y lo que Cristo, el Hijo, ha comprado, Dios el Padre se ha comprometido a darlo.

El Padre también se ha comprometido a dar paz a su pueblo por medio de todos los castigos que este recibe. Por eso en Isaías 40, que ya he mencionado antes, el Señor nos ordena que consolemos a su pueblo y le hablemos al corazón por este motivo: “Que ha recibido de la mano del SEÑOR el doble por todos sus pecados”; es decir, porque había recibido la totalidad del castigo. Así pues, mi opinión es que Dios el Padre, debido a su prerrogativa, a su mandato, a su promesa, al precio pagado por Cristo y a los castigos que se le imponen a su pueblo, se ha comprometido a dar paz a sus hijos.

2. Pero ahora avancemos un paso más y veamos que, al igual que el Padre, el Hijo también se ha comprometido a dar paz —paz interior y serenidad del alma— a sus siervos.
El Hijo está comprometido por las cualidades y los dones que recibió de Dios, su Padre, para tal fin y propósito. “El Espíritu de Jehová […] está sobre mí —dice Él—, porque me ungió Jehová”. ¿Y para qué? Para “consolar a todos los enlutados” (Isaías 61:1–2). Ese es uno de los fines. 

Pero te ruego que busques Isaías 50 y te fijes en el versículo 4: “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios”. Está claro que son palabras de Cristo, como podrás comprobar si sencillamente lees lo que se dice a continuación: “Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni me volví atrás. Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos”. Así pues, estas son palabras de Cristo. Bien, ¿qué es lo que Cristo dice en ellas? Nos dice que ha recibido lengua de sabios para consolar a aquellos que están atribulados y cuyas conciencias están afligidas, y para ayudar a las pobres almas cansadas. ¿Por qué dice que ha recibido lengua de sabios? “Jehová el Señor me dio lengua de sabios”. Todas las personas desean escuchar a alguien sabio; y la cosa más importante que se puede aprender en este mundo es cómo hablar en el momento adecuado palabras de consuelo a quienes están cansados. Esa es la parte principal de la preparación para el ministerio; Cristo dice: “Jehová el Señor me dio lengua de sabios”. Ah, pero no todos los sabios tienen la sabiduría de hablar en el momento adecuado. Fíjate bien en lo que dice entonces: “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado”. ¿Pero tiene Jesucristo la habilidad necesaria para esta obra de consolar a los afligidos? Sí: Él “despertará mañana tras mañana”. Igual que un maestro se levanta temprano para enseñar a su grupo de estudiantes, Dios el Padre ha estado enseñándole esa gran habilidad a Cristo desde toda la eternidad: mañana tras mañana despertará; mañana tras mañana despertará mi oído para que yo oiga como los sabios. “Esta es la lección —dice Cristo— que he estado aprendiendo de mi Padre mañana tras mañana desde la eternidad”; esa es la gran enseñanza que había adquirido. De manera que, gracias a ese don que ha recibido del Padre, Cristo tiene el compromiso de darle paz a su pueblo; pues ha recibido lengua de sabios para ese fin y propósito: “Para saber hablar palabras al cansado”.

También está comprometido por su propio carácter; su dulce, amoroso y tierno carácter. Él es un león, ciertamente, de la tribu de Judá, pero no ese león rugiente que anda alrededor buscando a quién devorar. Él es un Rey, ciertamente, pero viene humildemente, cabalgando sobre un asno. “No [grita], ni [alza] su voz […] en las calles” (Isaías 42:2). Cuando nuestro Señor y Salvador Jesucristo dejó este mundo, les dijo a sus discípulos: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da” (Juan 14:27). Y en cuanto resucitó de entre los muertos y se encontró con sus discípulos, ¿qué fue lo primero que les dijo? Estando todos reunidos, llegó y les dijo: “Paz a vosotros” (Juan 20:19). El último mensaje que les dio al dejarlos es el mismo que el primero que ahora utiliza cuando los vuelve a ver.
—Oh, pero, Señor, hemos pecado gravemente desde la última vez que te vimos.
—Así es; no obstante: “Paz a vosotros”.
—Oh, pero, Señor, aquí está Pedro entre nosotros, que te ha negado desde la última vez que nos viste.
—Así es, lo sé muy bien; no obstante: “Paz a vosotros”.
Paz cuando marchó y paz cuando regresó: ese es su lenguaje, y ese sigue siendo su carácter. Así, pues, está comprometido.

También se ha comprometido a darle paz a su pueblo por su oficio. Como sabemos, el Apóstol le llama “nuestro gran sumo sacerdote”. Una de las tareas del sumo sacerdote en el Antiguo Testamento era bendecir al pueblo; y cuando lo hacía, ¿qué decía? Ni más ni menos que: “Jehová te bendiga […] y ponga en ti paz” (Números 6:24–26). Entonces, si Jesucristo es nuestro gran sumo sacerdote y el oficio del sumo sacerdote consiste en bendecir y dar paz, se deduce que Cristo, debido también a su oficio, tiene el compromiso de darle paz a su pueblo. Toma estas tres cosas juntas —que Cristo, el Hijo de Dios, está comprometido a dar paz por sus dones recibidos del Padre, por su propio carácter y por su oficio— y verás claramente que Jesucristo tiene un gran compromiso de darles paz a sus siervos.

3. Al igual que el Padre y el Hijo, el Espíritu Santo también está comprometido con la paz y serenidad de los santos que forman parte del pueblo de Dios. Pues —si lo puedo decir así reverentemente— Él es, por así decirlo, el gran Albacea de Jesucristo. Cuando Cristo murió, hizo su testamento y les dejó una herencia a sus discípulos: “Mi paz os doy”; y luego envió el Consolador, el Espíritu, desde el Cielo, con el propósito de producir paz en sus almas.

Más aún, el Espíritu Santo no es meramente ese Albacea que se asegura del cumplimiento de la voluntad de Cristo, sino que también es, en cierto sentido, nuestro abogado. Es cierto que no tenemos más que un abogado, que es Cristo; pero yo digo que tenemos, en cierto sentido, dos abogados: uno arriba, en los cielos, y otro que mora en nosotros. Cuando un hombre piadoso peca, Satanás le acusa en el Cielo, y por eso dice Juan: “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). Pero cuando un hombre piadoso peca, Satanás también le acusa a él directamente. Y por eso dice el Apóstol: “Tenemos [el] Espíritu […] dentro de nosotros mismos [el cual] intercede por nosotros” (Romanos 8:23, 26). Y nuestro Salvador, Cristo, dice: “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador” (Juan 14:16); eso es lo que leemos aquí, pero esa palabra es la misma que en otros lugares se traduce como “abogado”. “Yo rogaré al Padre, y os dará otro abogado”. Más aún: el Espíritu del Señor también es nuestro testigo: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16). Y cuando el Espíritu le da testimonio al espíritu de un hombre de que es hijo de Dios, entonces ese hombre tiene paz y serenidad. De modo que, si consideras todos estos compromisos —que el Padre está comprometido, que el Hijo está comprometido y que el Espíritu está comprometido a proporcionarles paz y serenidad a los hijos de Dios—, ¿no es cierto que no te queda más remedio que aceptar esta cuestión y esta doctrina y decir que existe, sin duda, una paz interior y una serenidad del alma que normalmente caracteriza al pueblo de Dios?

Sin embargo, nuestra experiencia muchas veces parece indicar lo contrario, pues hay muchas personas que son parte del pueblo de Dios y no tienen paz ni serenidad dentro de sí, sino que están llenas de dudas y temores en cuanto a su estado eterno.

La segunda doctrina se refiere, por tanto, a ese estado: ¿Es posible que esta paz sufra una interrupción?

Algunos ni siquiera han tenido paz un solo día. “Oh —dirá alguno—, llevo mucho tiempo con esta aflicción y esta tribulación: dos, cuatro, seis años, y aún no he tenido paz ni serenidad dentro de mí. Así que, o bien esta doctrina no es cierta, o yo no soy cristiano”.

Puede que te digas todo eso; y sin embargo, esta doctrina sigue siendo cierta. Las reglas generales siempre tienen alguna excepción. Aunque el vestido de los santos suela ser blanco, en algunos casos aquí y allá visten de negro, y visten así durante mucho tiempo. Pero para que nadie tropiece en esta cuestión, me gustaría que considerásemos juntos algunas puntualizaciones.

1. Debes saber que hay una paz fundamental que tienen los santos del pueblo de Dios y hay otra paz adicional. Hay una paz fundamental que nace y fluye de forma natural de su justificación —“Justificados […] por la fe, tenemos paz para con Dios” (Romanos 5:1)— y una paz adicional que nace de la percepción que tienen de su justificación. Es posible que un hijo de Dios pierda durante mucho tiempo la segunda de ellas, pero nunca perderá la primera. Igual que una mujer que tiene un marido rico y derecho a compartir sus posesiones, al marchar de viaje y ser atracada por ladrones que le roban todo el dinero que lleva consigo puede, no obstante, decir: “Me han quitado el dinero que llevaba, pero no me pueden quitar mi derecho a compartir las posesiones de mi marido; ese derecho no lo he perdido”, así también los santos pueden perder, en ocasiones, el dinero que llevan consigo, pueden perder la paz que proviene de la percepción de haber sido justificados; pero la paz que nace y procede de la justificación en sí —la primera paz— no la perderán jamás. La paz es el derecho que tiene la Iglesia a compartir las posesiones de su Esposo, y esa paz no la perderá nunca.

2. Debes saber que hay una gran diferencia entre la paz, el consuelo y el gozo. Un hombre puede tener paz pero no consuelo; otro puede tener consuelo pero sin gozo: una cosa está por encima de la otra; una de ellas pertenece a un nivel superior al de la otra. Igual que ahora mismo puede ser de día y, sin embargo, no brillar el Sol —o puede que el Sol brille, pero no como al mediodía—, es posible que alguien que meramente se apoye en Dios tenga paz sin mucho consuelo; también es posible que alguien tenga consuelo sin mucho gozo. Pero lo que ocurre es que muchas pobres almas piensan que, puesto que no tienen gozo, tampoco tienen consuelo; y puesto que no tienen mucho consuelo, tampoco tienen paz. Esfuérzate por conocer la diferencia entre estas cosas.

3. Debes saber que hay una paz frente a lo que se ha sido y otra frente a lo que se desearía ser. Un hombre piadoso que es débil en su fe, cuando piensa en lo que desearía ser y en lo que le gustaría tener, no encuentra reposo ni serenidad; pero ahora bien, acércate a ese mismo hombre y dile: Acuérdate de la mala vida que llevabas antes; eras un borracho, o un hombre inmoral; dime una cosa: ¿te gustaría volver a ese estado?. —Oh, no —dirá él entonces—; no querría encontrarme en ese estado por nada del mundo. Así pues, el alma tiene paz frente a lo que ha sido, aunque no tenga paz y serenidad frente a lo que desearía ser.

4. Debes saber que hay una paz secreta, latente, y otra paz evidente, despierta: paz en la semilla y paz en la flor. Muchos hombres malvados, en este tiempo presente, viven rodeados de comodidades; pero cuando llega la aflicción y el día de la muerte, entonces se preocupan, les atribula su pecado. ¿Por qué? Porque el pecado y la culpa ya estaban en sus corazones, pero eran cosas latentes, mientras que ahora están despiertas. Lo mismo le ocurre al hombre piadoso con su paz: es posible que en este tiempo presente esté abrumado por muchos problemas; pero cuando llega la aflicción y la hora de la muerte, entonces tiene paz y consuelo. ¿Por qué? Porque eran cosas que ya estaban en él antes, pero estaban en el fondo de su ser y él no lo sabía; no era consciente de su existencia.

 A ese cristiano débil, lleno de temor en este tiempo presente, dile: Mira a aquel borracho, a aquel blasfemador, a aquel hombre inmoral: ¿querrías que ese fuera tu estado? ¿Te gustaría que el estado de ese hombre fuera el tuyo?

—Oh, no —dirá él—; no querría encontrarme en semejante estado por nada del mundo.
¿Y por qué dirá tal cosa, sino porque hay paz y serenidad en el fondo de su ser, aunque él no sea consciente de ello? Es cierto que los santos se afligen, pero dolent et de dolore gaudent (“se afligen, y se regocijan de poder afligirse”): se sienten mal por su pecado, pero encuentran reposo y serenidad en el hecho de poder sentirse mal por él; no tienen paz debido a su pecado, pero tienen paz por el hecho de que no pueden tener paz debido a su pecado. Pues pregúntale a alguno de ellos: 

¿Te preocupa estar preocupado? Tu pecado te aflige en cierta medida; ¿te preocupa estar afligido?

—No —te responderá—, me alegra estar afligido por mi pecado, y bien sabe el Señor que lo que me duele es que no me aflija más; en el hecho de sentirme mal encuentro sosiego y paz.
Unos encuentran paz de forma directa y otros de forma indirecta; unos tienen paz más pronto y otros más tarde. Pero considera todas estas distinciones y descubrirás que no hay cristiano alguno de quien no se pueda decir, en alguno de estos aspectos y hasta cierto punto, que tiene paz dentro de sí. Pero suponiendo que así sea, ¿cuál es la esencia de esta doctrina?

 ¿Qué se deduce y se concluye de ella?
Esta es su esencia: ¡Aquí tenemos el bendito estado en que se encuentran los santos que forman parte del pueblo de Dios! ¿No es una bendición tener paz interior, serenidad, paz y reposo interiores? Si tienes paz interior —aunque carezcas de paz exterior—, podrás soportar todas tus cargas: “El espíritu del hombre puede soportar su enfermedad, pero el espíritu quebrantado, ¿quién lo puede sobrellevar?” (Proverbios 18:14 LBLA). Algunos soportan calenturas y fiebres; otros soportan cálculos y cólicos, dolores y tormentos; pero el espíritu quebrantado, “¿quién lo puede sobrellevar?”. “El espíritu del hombre puede soportar su enfermedad” solamente si tiene paz dentro de sí; si su corazón está limpio, por así decirlo, y tiene paz dentro de sí, será capaz de sobrellevar todas sus cargas. Ya sabemos en qué tiempos nos ha tocado vivir; no podemos estar seguros de que haya paz durante todo un día; puede aparecer una nube repentinamente durante la noche y que todas nuestras comodidades se vayan al traste; ¡cuán bueno es, pues, tener paz interior, tener sosiego y serenidad interiores! Si tengo paz dentro de mí, puedo sentir alivio ahora mismo frente a cualquier calamidad. ¿Y qué importa que mis amigos me causen problemas?; sigo teniendo paz interior. ¿Qué importa que se me reproche alguna cosa?; sigo teniendo paz interior. Estoy verdaderamente empapado, mis ropas están mojadas; pero mi piel no lo está, por dentro estoy seco: tengo paz dentro de mí. “Bienaventurados —dice nuestro Salvador— los que lloran, porque ellos recibirán consolación” (Mateo 5:4). ¿No nos está diciendo que aquellos que recibirán consolación ya son bienaventurados en este tiempo presente? ¡Qué gran bendición, pues, la de quienes reciben consolación y ya tienen paz y serenidad!

Esta doctrina parece irle bien tanto a los impíos como a los piadosos. Así le sucedió una vez a cierto noble alemán, de tal manera que aquello supuso el comienzo de lo que sería su conversión y su vuelta a Dios. Hablo del marqués Galeacius Caracciolus. Era un papista y un blasfemo; pero en cierta ocasión, escuchando predicar a Pedro Mártir (como solía hacer), oyó esta analogía: “Cuando ves desde lejos a hombres que brincan, saltan y bailan, piensas que están locos; pero cuando te acercas a ellos y oyes su música, ya no te parece extraño, sino que lo que te extraña es que antes te pareciera extraño. Del mismo modo —siguió diciendo Pedro Mártir—, cuando observas a los cristianos desde lejos y los ves esforzándose por cumplir las ordenanzas, acudiendo a los medios de gracia con frecuencia y regocijándose en los designios de Dios, piensas que están locos y vas por ahí diciendo que están locos; pero si te acercas a un grupo de cristianos y percibes la música que tienen dentro de sí, ya no dices que están locos, sino que más bien te extraña que antes te pareciera extraño”. Fue entonces, al oír esta analogía, cuando el marqués, muy impresionado por ella, empezó a considerar su estado, y fue aquello lo que dio lugar a su conversión. No añadiré nada más. Tú que eres impío, oye la música que los santos tienen dentro de sí, la paz y la serenidad que normalmente tienen dentro de sí, aunque haya alguna excepción de vez en cuando. No obstante, por lo general, ¡qué música tienen en su interior! ¡Oh!, ¿quién no desearía ser piadoso?

Pero esta doctrina también te va bien a ti que eres piadoso. Y exige tu gratitud, tu alabanza al Señor por la paz y la serenidad que tienes. Has de alabar a Dios por tu paz exterior, en especial si es una paz que sigue a un período de guerra. Y en especial si la guerra fue una guerra civil y sentiste el peso de su dolor; en ese caso has de alabar a Dios por la paz. Tú que eres piadoso y tienes paz, que has tenido una guerra dentro de ti, una guerra civil en tu propio ser, y has sentido el dolor de una conciencia atormentada pero ahora tienes paz, ¿no has de estar agradecido? ¿No alabarás al Señor, quien te ha dado esa paz y ese reposo?

Desde luego —dirá alguno—, admito que todo aquel que tiene reposo, paz y serenidad dentro de sí debe estar muy agradecido; pero hay una cosa que dificulta mi gratitud y me impide alabar al Señor por la paz y la serenidad que tengo, y es el temor que siento de que mi paz no sea real; pues hay muchos que tienen una paz fingida y falsa, y temo que la mía también sea así y por eso no puedo alabar al Señor ni estar agradecido por ella.

Te doy la razón respecto a que existe una paz fingida y falsa, que es la que tienen los inicuos, y que puede parecer paz interior. Si leemos Deuteronomio 29:18–19, eso es precisamente lo que encontramos: “No sea que haya entre vosotros varón […] que al oír las palabras de esta maldición, […] se bendiga en su corazón, diciendo: Tendré paz, aunque ande en la dureza de mi corazón, a fin de que con la embriaguez quite la sed”. Así que un hombre puede calmar su sed de una forma maldita como es la embriaguez y, sin embargo, tener paz y decir en su corazón: Todo me irá bien. Indudablemente, existe una paz que proviene de la seguridad y existe una paz y un reposo que provienen del sueño, así como de la salud. Un hombre aquejado por muchos males y dolores no los siente mientras duerme; pero el motivo por que no los siente no es que tenga salud, sino porque está dormido. De igual forma, un hombre puede estar libre del problema de sentir molestias y dolores dentro de sí por estar dormido o por disfrutar de buena salud. Pero existe también una paz que es el fruto del Espíritu Santo, como leemos en Gálatas 5:22: “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz […]”. Indudablemente, hay una paz falsa y otra auténtica. 

¿Pero diremos que todo nuestro dinero es falso porque haya algunas monedas falsas en circulación?

Para ayudar un poco con esto, diré algo acerca de la diferencia entre la paz auténtica y la falsa, algo muy breve: la auténtica paz salvadora es hija de la gracia y madre de la gracia. Hay una paz que nace de la comprensión de la bondad común de Dios, que es la paz común. Y hay una paz especial que nace de la comprensión del favor especial y la libre gracia de Dios; la verdadera paz es hija de esa gracia, pero al mismo tiempo engendra la gracia innata, o los actos de misericordia. Quizá debiera decir que es su “aya”, pues el Apóstol dice: “La paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará [o ‘protegerá’] vuestros corazones y vuestros pensamientos” (Filipenses 4:7). Esta paz salvadora es protectora de todas nuestras virtudes. Al igual que la paz falsa es protectora de nuestros pecados, la paz verdadera es protectora de todas nuestras virtudes.

La auténtica paz salvadora es la paz que es fruto de la fe. “Justificados […] por la fe, tenemos paz” (Romanos 5:1). “Dios […] os llene de […] paz en el creer”, dice el Apóstol (Romanos 15:13). La auténtica paz salvadora se obtiene mediante la fe y es fruto de la fe. La paz falsa es la que nace con nosotros y no se interrumpe nunca —siendo, por tanto, hija únicamente de la Naturaleza—, o bien producto de la conciencia natural o la que resulta de la acción del paso del tiempo por la tribulación de una persona.

La auténtica paz salvadora puede vivir viendo el pecado. La paz falsa no puede soportar la visión del pecado. Cuanto más ve su pecado un hombre piadoso —a menos que esté siendo tentado—, más paz tiene; cuanto más ve su pecado un hombre inicuo, menos paz tiene: toda su paz deriva del encubrimiento de su pecado.

A la auténtica paz salvadora le gusta ser examinada y está dispuesta a serlo; le gusta ser puesta a prueba. Pero la paz falsa no puede soportar tal examen; huye de la luz; a la paz falsa no le gusta ser puesta a prueba.

La auténtica paz salvadora es la que proviene de la boca de Dios: “Escucharé lo que hablará Jehová Dios; porque hablará paz”, dice el Salmista (Salmo 85:8). Cuando Dios habla paz, lo hace dirigiéndose a un alma que está siendo tentada o que acaba de serlo. Cuando Dios habla paz, lo hace con mano poderosa, dando una paz que ninguna criatura del mundo puede dar. Cuando Dios habla paz, es una paz totalmente indescriptible: la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento; que no puede expresarse con palabras. Ahora bien, un hombre inicuo puede tener paz, y mucha, así como serenidad dentro de sí, pero no es Dios quien la habla; pues no le fue hablada a dicho hombre cuando estaba siendo tentado, ni después de haberlo sido; no fue hablada con mano poderosa e irresistible; es la paz que resulta de la acción del paso del tiempo sobre la tribulación. Los placeres y satisfacciones del mundo también pueden engendrar esa paz; no es una paz totalmente indescriptible, ni una paz que sobrepasa todo entendimiento, sino una paz simple, que se puede expresar fácilmente. Pero, por lo que se refiere a ti, cristiano que presentas esa objeción y tienes ese temor y esos escrúpulos en tu corazón, pasaré ahora a hablar a tu alma. Ya sabes cuál era tu antigua tribulación; la recuerdas. Pero ahora tienes paz y reposo dentro de ti. Te pido que me respondas, que me digas sencillamente si esto es así o no. Imagínate que, cuando te encontrabas en aquella tribulación, yo —u otro ministro u otros diez o cien que tú escogieras— se hubieran acercado a ti con una promesa tras otra. ¿Habríamos podido consolarte con nuestras palabras?
Oh, no —responderás—; si el Señor no me hubiera consolado con sus palabras, todos los ministros del mundo no habrían tenido suficiente poder para consolar a mi alma; pero el Señor, ciertamente, lo hizo.
Entonces, yo te pregunto:
—¿No estás dispuesto a dejar que tu paz sea examinada? ¿No estás dispuesto a dejar que tu paz, tu paz interior, sea puesta a prueba?
—Sí, desearía con toda mi alma que mi paz fuese puesta a prueba; y verdaderamente, no podría esperar que mi paz fuese real si no estuviera dispuesto a dejar que fuese examinada.
Bien, pero ahora te haré otra pregunta:
—¿No encuentras que tienes paz aun viendo tus pecados? ¿Y que cuanto más ves tus pecados cargados en la espalda de Cristo, más paz tienes?
—Sí.
—¿Y no ves también que tu paz vino a ti mediante la fe? ¿Y que vino a ti al ver a Cristo y aferrarte a la promesa? ¿Y que vino a ti cuando confiaste en la libre gracia?
—Sí, he de decir que así fue. Si no hubiera tenido una promesa a la que confiar mi alma, si no hubiera conocido la libre gracia y no hubiera visto al Señor Jesús, nunca habría tenido paz en mi pobre alma; pero el Señor sabe que es así como alcancé la paz.
—Bien, en ese caso, ten ánimo, hombre o mujer: te digo, en el nombre del Señor, que tu paz y tu serenidad son reales. Ya sé que es peligroso ser indulgentes con las personas y hablar de paz cuando quizá no se debería; pero yo afirmo que, si tal es el estado de tu alma, a pesar de todos tus pecados y temores, te puedo decir en el nombre del Señor que tu paz es real; ve en paz, y que el Dios de paz aplaste a Satanás bajo tus pies.
—Pero es que yo —dirá alguna otra persona— me temo que mi paz, mi paz interior, no sea real; porque no dura, no es continua”.

La segunda doctrina responde a esa objeción, pues dice que es posible que la paz de un hombre piadoso sufra interrupciones.

—Pero aún hay algo —dirás— que me preocupa y me hace temer que mi paz y mi serenidad no sean reales, y es que las obtuve de un modo fácil y rápido. Veo lo que les ha sucedido en el pasado —y sigue sucediendo hoy— a otros miembros del pueblo de Dios, que han estado mucho tiempo afligidos y dolidos, y su tribulación ha durado largos años antes de tener paz; pero en mi caso no fue así, pues obtuve paz y serenidad de un modo fácil y rápido, y por eso hasta temo que en realidad el Señor nunca haya hablado paz a mi corazón.
¿Dices que esto sucedió “de un modo fácil”? ¿Cómo que “fácil”? ¿Acaso has robado tu paz? ¿O han comprado otros su propia paz? Pues dices que otros han estado muy afligidos y atribulados y que han sufrido mucho dolor en su corazón. Pero dime una cosa, te lo ruego: Aquellos que han pasado por toda esa tribulación, ¿adquirieron o compraron con ella su paz de manos de Cristo? ¿O les dio Cristo aquella paz y aquel consuelo gratuitamente?
—¡Comprarla no —dirás—, claro que no!: jamás la adquirieron ni la compraron, sino que Cristo se la dio gratuitamente.

Pues entonces, si Cristo se la dio gratuitamente después de una gran tribulación, ¿por qué no te la iba a poder dar a ti después de una tribulación menor? He leído en el Evangelio, como también tú habrás leído, una parábola acerca de dos hombres que fueron a trabajar a una viña —uno por la mañana temprano, soportando el calor del día, y otro al final del día— y ambos recibieron un denario. Cuando habían cobrado su salario, el que había estado allí desde la mañana murmuró diciendo: “He estado aquí todo el día y he soportado el calor del día, y no tengo más que un denario; y este otro, que vino al final del día, también tiene un denario, como yo”. El hombre que había estado trabajando allí desde la mañana y soportando el calor del día murmuró, pero el que había llegado al final del día no murmuró ni dijo: “Sin duda, mi denario carece de valor, pues he recibido uno igual que el hombre que ha soportado el calor del día”. Si alguien debería quejarse, serían aquellas personas que han soportado el calor del día, las que han estado muy atribuladas. ¿Pero te ha tomado el Señor y te ha dado un denario, la misma paz que a aquel que soportó el calor del día, y vas a quejarte diciendo: “Evidentemente, mi denario es falso y mi paz carece de valor, porque no he soportado ni padecido tanta tribulación como otros”? Como sabrás, algunos niños nacen en este mundo con más dolor y otros con menos; ¿debería el niño que nace con menos dolor decir: “Soy un hijo bastardo, porque no he nacido con tanto dolor como otros”? Cuando Cristo es formado en las almas de hombres y mujeres, algunas son regeneradas y nacen de nuevo con más dolor y otras son regeneradas y nacen de nuevo con menos; ¿debería quien nace con menos dolor decir: “Soy un bastardo, y no un hijo legítimo, porque mi regeneración no ocurrió con tanto dolor como las de otros? Ya sabes cómo sucedió en el caso de Zaqueo. Cristo fue a su casa y en aquel mismo día le dijo: “Hoy ha venido la salvación a esta casa” (Lucas 19:9). Zaqueo obtuvo seguridad de salvación el primer día. En cambio, cuando Pablo se convirtió, pasó tres días atribulado, ciego. Entonces, ¿debería decir Zaqueo: “Sin duda, mi conversión no fue real, pues yo no estuve ciego tres días ni sufrí tanta tribulación como Pablo”? No, por supuesto que no. Y tampoco puedes tú decir que tu paz es falsa porque no has tenido tanta tribulación como otros. No debes medirte con la regla de otros. 

Dios actúa de formas diversas con su pueblo, tanto en lo que se refiere a la paz como en lo que se refiere a la gracia. Por tanto, te digo esto: fíjate en tu paz. ¿Tienes paz y serenidad de alma? Entonces, bendice y alaba al Señor por esa paz; es más: no alabes al Señor solamente por tu paz y tu serenidad, sino alábale por haberlas recibido de un modo tan dulce, por libre gracia. Si algo debería preocuparte, es haberle dado a la gracia de Dios el apodo de “escasa” o “falsa”. Cristo la llama “libre”, y tú la llamas “falsa”. Oh, sé humilde en esto y alaba al Señor por lo poco o mucho de serenidad y paz que te haya dado.

Pero otro dirá: Nada de esto soluciona mi caso, pues yo no tengo paz ni serenidad en mi alma por las que estar agradecido; hay algunos que ciertamente tienen paz y serenidad, e indudablemente deberían estar muy agradecidos por ello, pero mi pobre alma lleva mucho tiempo afligida y atribulada, y hasta ahora nunca he tenido la seguridad del amor de Dios en Cristo: yo no tengo esa paz y esa serenidad dentro de mí. ¿Qué he de hacer para conseguirlas? ¿O qué debería hacer una pobre alma para obtener y retener esa paz y esa serenidad interiores?

Ya sabes lo que dice el Salmista: “Escucharé lo que hablará Jehová Dios; porque hablará paz a su pueblo” (Salmo 85:8). No está en mi mano, ni en la de ninguna pobre criatura, el hablarte paz: solamente el Señor puede hablarle paz a tu alma. Y el Señor habla paz por medio de una ordenanza.

¿Pero qué es lo que dice el Señor? ¿Qué dice el Señor en su Palabra mediante un medio de gracia que pueda hacer que tú, que hasta ahora no has tenido descanso, consigas esa paz interior y esa serenidad del alma?

1. El Señor desea que consideres la muerte y los sufrimientos de Jesucristo, y la plenitud del pago de la deuda efectuado por Él, y que medites mucho en ellos. 
Entra en el sepulcro de Cristo. La sangre de Cristo es la esencia de la fe, y la fe produce paz. La incredulidad es un pecado muy doloroso, y la fe es una virtud que la mitiga y la silencia. “Justificados […] por la fe, tenemos paz” (Romanos 5:1). Cuanto más veas el incondicional e infinito amor de Dios, más sosiego y serenidad tendrá tu corazón. ¿Y dónde verás el amor de Dios sino en la muerte de Cristo? Al ver a Cristo en la Cruz, estás viendo el amor divino triunfante. Toda paz interior auténtica nace de la visión de la paz lograda de forma externa; ¿dónde encontrarás tal cosa si no es en la muerte de Cristo? Y por eso dice el profeta que “el castigo de nuestra paz fue sobre él” (Isaías 53:5). En el Salmo 41 tenemos una promesa de gran bendición para todo aquel que piensa en los pobres: “Bienaventurado el que piensa en el pobre” (v. 1). ¿Quién es ese “pobre”? Tarnovius nos dice, comentando el versículo 10, que es Cristo en sus sufrimientos, pues —según explica— este Salmo es un Salmo acerca de Cristo: “Aun el hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar” (v. 9). Estas son palabras de Cristo; es Cristo quien habla en este Salmo; y ese “pobre” en quien hay que pensar es Cristo en sus sufrimientos. No voy a debatir aquí la realidad de esa interpretación; pero, si es cierta, en este versículo hay una promesa de bendición que el Señor le hizo a todo aquel que piensa con sabiduría en la muerte y los sufrimientos de Cristo. ¿Y dónde se encuentra y en qué consiste esa bendición? “En el día malo lo librará Jehová” (v. 1). “En el día de aflicción”, como dice Símaco. Ahora bien, un día de tentación, de dudas y de grandes temores es un “día malo” y un “día de aflicción”; de semejante día librará Dios a quien medite sabiamente en la muerte de Cristo. Si pudiéramos ver el corazón de Cristo, no dudaríamos más. En su muerte puedes ver su corazón; en su sangre puedes ver su corazón. Ya sabes lo que dice el profeta Isaías: “SEÑOR, tú establecerás paz para nosotros, ya que también todas nuestras obras tú las hiciste por nosotros” (Isaías 26:12 LBLA). ¿Y dónde encontramos que Dios ha hecho todas nuestras obras por nosotros sino en el sepulcro y en la muerte de Cristo?

2. No solamente debes ir al sepulcro de Cristo y estudiar su muerte, sino que debes acudir a Cristo mismo para obtener la paz.  
Él, el gran Pacificador, ha recibido la comisión de solventar todas las disputas que haya tanto fuera como dentro de nosotros. Ya conoces sus palabras: “Jehová el Señor me dio lengua de sabios —dijo Él—, para saber hablar palabras al cansado” (Isaías 50:4). Acude, pues, a Cristo y apela a ese compromiso suyo, diciéndole: “Señor, por esta razón recibiste la lengua de los sabios: para que supieras hablar palabras al cansado. Y yo, oh Señor, soy una de esas almas cansadas, por la carga de mis tentaciones y de mi tribulación interior; así pues, Señor, háblale a esta pobre, herida y cansada alma”. Acude, por tanto, de este modo a Cristo.

Pero, al presentarle estos ruegos a Cristo, asegúrate de que te acercas a Él con integridad. Cuídate de no desear la paz meramente por el consuelo de tenerla, sino como algo que ayudará a la gracia que ya has recibido: “Gracia y gloria dará Jehová. No quitará el bien a los que andan en integridad” (Salmo 84:11). Los creyentes buscan la paz por el bien de la gracia que ya han recibido, pero los impíos y los hipócritas buscan la gracia por el bien de la paz que desean. Cuando presentes tus ruegos pidiendo paz, asegúrate de que te acercas a Cristo con integridad y cuídate de no desear la paz solamente por el consuelo de tenerla, sino como algo que ayudará a la gracia que ya has recibido.

Y cuando te acerques a Cristo para pedirle paz, lleva contigo la promesa; acude a Él apelando a una promesa. Acude a Cristo y espérale con paciencia; espérale solamente a Él, y permanece a su lado. Algunos dicen estar esperando a Dios, pero no permanecen a su lado. Dejan de orar si ven que no reciben consuelo inmediatamente. Pero tú, al presentarle tus ruegos a Cristo, espera en Él con paciencia; y en el supuesto de que la paz y el consuelo no lleguen de forma inmediata, aparta de tu mente por algún tiempo la cuestión de si estás o no estás “en Cristo” (2 Corintios 5:17), si eres o no eres hijo de Dios. El gran problema es pensar: “Oh, temo no ser hijo de Dios; si tan solo supiera que soy hijo de Dios, tendría paz”. Por tanto, si la paz y el consuelo no llegan de forma inmediata, aparta de tu mente por algún tiempo esa cuestión, y en su debido momento Cristo responderá también a esa pregunta; por ahora, espera en Él y permanece en su camino.

Pero algunos dirán: “¿No debería humillarnos el cometer un pecado? ¿Y no es la humillación un buen medio de obtener paz interior?”. Por tanto, lleva contigo, en toda tu humillación, a Cristo. Cuando vayas a lamentar tu pecado, comienza en lo alto, con Cristo; no pienses comenzar siempre por abajo, con el pecado, para después ascender hasta Cristo. En vez de eso, comienza en lo alto, con Cristo, para así, mediante tu humillación, caer de rodillas a causa del pecado. Quizá digas: “Ah, pero es que yo preferiría humillarme antes de acercarme a Cristo”. Pero dime una cosa, te lo ruego: ¿puedes humillarte y no ver tu pecado? ¿Y dónde puedes ver una imagen del pecado más claramente que en la muerte de Cristo? ¿Hay algo en el mundo que pueda mostrarte el horror, la fealdad y la maldición del pecado mejor que la muerte de Cristo? Si comienzas con Cristo, seguro que descenderás hasta tu pecado y serás humillado por él; pero si comienzas con el pecado, no es seguro que vayas a ascender hasta Cristo. Hay muchas pobres almas que un día dijeron: “Primero me humillaré por mi pecado y luego acudiré a Cristo”, pero se enmarañaron tanto en las cuestiones legalistas que nunca acudieron a Cristo. 

Además, si te humillas antes de acudir a Cristo, no tendrás mucha paz y consuelo en tu humillación; mientras que si, en primer lugar, acudes a Cristo y luego lo llevas contigo a tu humillación, entonces obtendrás mucho consuelo y paz. ¿Quieres, pues, ser humillado de modo que obtengas paz? Asegúrate de llevar contigo a Cristo cuando lo hagas; no comiences siempre con el pecado para ascender hasta Cristo, sino comienza con Cristo para caer humillado por el pecado.

Esfuérzate por mortificar tus pasiones y aunar tu voluntad a la de Dios. Las pasiones son para el alma humana lo que los vientos son para el mar. Mientras el viento encrespa el mar, este no tiene descanso ni calma; ¿y cuál es la razón de que no haya más serenidad y descanso en nuestros corazones sino que aún no hemos renunciado a nuestra voluntad en favor de la de Dios? Es nuestra voluntad lo que trastorna nuestra paz; solo tienes que mortificar tu voluntad y someterla a la de Dios, y entonces podrás decir: “Señor, desearía tener paz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Así pues, Señor, cuando tú quieras y del modo que tú quieras, no se cumpla mi voluntad, sino la tuya”. Haz esto y recibirás descanso al instante.

¿Quieres tener paz, consuelo y serenidad en tu alma? Ten cuidado cuando camines en compañía de personas con dudas; ten cuidado cuando camines con aquellos que están llenos de temores y recelos. Igual que un borracho hace que otro le imite, un blasfemador engendra otro, un enemigo de la piedad atrae a otro y un adúltero hace que otro lo sea también, así un cristiano con dudas produce otro. Tú que eres débil y estás acosado por las dudas, deberías ir a apoyarte en aquel que es fuerte y tiene una seguridad plena; y tú que tienes seguridad, deberías ofrecerle tu hombro a aquel que es débil y decirle: “Ven, apóyate en mí, yo te ayudaré”. Ya sabemos lo que sucede con la hiedra y la vid: la hiedra se apoya sobre el roble, y la vid sobre los postes o sobre la pared de una casa; la hiedra y la vid no se apoyan la una sobre la otra; si la hiedra y la vid se acercasen la una a la otra y se apoyasen la una sobre la otra, ¡menudo enredo se produciría! Ambas caerían al suelo. Pero la hiedra se apoya sobre el roble y la vid sobre los postes o sobre la pared de una casa. Así también, un cristiano débil debería acercarse a un cristiano fuerte y apoyarse en él; pero si un cristiano con dudas se apoya en otro cristiano con dudas, ambos se derrumbarán. Una vez leí que cierta mujer que padecía grandes tentaciones, al encontrarse con otra a la que le ocurría lo mismo, le dijo: “Temo que vaya a ser condenada”.
—Yo también tengo ese temor —dijo la otra.
—Oh, pero es que yo —volvió a decir la primera— no solamente lo temo, sino que estoy segura de ello; voy a ser condenada, sin duda.
—Ay —replicó la otra—, mi estado es aún peor, pues yo ya estoy condenada.
¡Menuda comunión! ¿Es esto de edificación alguna? ¿Quieres tú, pues, consuelo y paz? Tú que eres débil, ve y apóyate en aquel que es fuerte y tiene una seguridad plena; y tú que tienes seguridad, no le niegues tu hombro a aquel que es débil y está acosado por las dudas.
Y, para terminar, ¿quieres tener paz y serenidad interior en tu alma? Entonces, siempre que el Señor empiece siquiera a hablarle un poco de paz a tu corazón, ten cuidado de no rechazarla; en vez de eso, sácale provecho y deja que avive tu fe. Alaba a Dios por cada sonrisa y regocíjate aun por las cosas más pequeñas. Si recibes del Cielo, por así decirlo, una pequeña moneda, guárdala, así como todas las demás muestras de amor. La paz es una cosa delicada. ¿Está el Señor empezando a hablar paz a tu corazón? Deja que esa paz avive tu fe y entonces Cristo te dará más.
 
Ya sabes lo que le sucedió a Natanael; cuando creyó las palabras de Cristo, este le dijo: “¿Porque te dije: Te vi debajo de la higuera, crees? Cosas mayores que estas verás […]. De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre” (Juan 1:50–51). Del mismo modo, Cristo el Señor le dirá a un alma atribulada: “Te he hablado unas palabras y te he dado un poco de paz; ¿por esas palabras que te he hablado, crees? Cosas mayores que estas verás, y te daré paz en abundancia”. Lee Isaías 48:18 y allí encontrarás al Señor diciendo precisamente eso: “¡Oh, si hubieras atendido a mis mandamientos! Fuera entonces tu paz como un río, y tu justicia como las ondas del mar”. Si las personas —al hablar el Señor y pedirles que crean— le atienden, su paz es como un río. ¿Y cuándo les pide Dios de forma especial que crean? Cuando pronuncia una palabra y cuando les da un poco de paz; es entonces cuando Dios les pide que crean: “Volveos a mí ahora, y creed ahora”, dice el Señor. Ya sabes lo que le sucedió a Elías; cuando estaban esperando que lloviera —y habían estado esperándolo mucho tiempo—, envió a su criado a que mirara hacia el mar, para ver si venía la lluvia. Mientras tanto, Elías se postró sobre su rostro y oró. Su criado fue, pero no vio señal alguna de lluvia; volvió otra vez, y tampoco vio señal de lluvia; pero la séptima vez divisó una nube, del tamaño de la palma de una mano, así que volvió adonde estaba su señor y le dijo que había visto una nube del tamaño de la palma de la mano de un hombre. Entonces Elías concluyó: “Levantémonos y marchemos, oigo el ruido de muchas aguas”. Yo te digo, por tanto, a ti que te has postrado sobre tu rostro pero has estado muy desanimado, que a pesar de esto, si has orado y llega un pequeño alivio (aunque sea del tamaño de la palma de una mano), tu conclusión ha de ser: “Sin duda viene más lluvia. Así pues, oh alma mía, ¿por qué te abates? ¿Y por qué te turbas dentro de mí? Ten confianza en Dios, y espérale. Oigo una gran lluvia que se acerca”. 

A veces, cuando Cristo nuestro Salvador habla paz, al principio solo dice unas pocas palabras; y si se saca provecho de ellas, entonces dice más. Ya sabes lo que le sucedió a María. Fue al sepulcro y preguntó por su Señor; les dijo a los ángeles: “Se han llevado a mi Señor”, y los ángeles le hablaron, pero no pudieron consolarla. Pero luego llegó Cristo nuestro Salvador y le habló, y entonces tuvo ella consuelo. ¿Pero qué le dijo Cristo? Solo una palabra: “¡María!”. De manera que, cuando alguien está atribulado, el Señor a veces se acerca y no dice más que una palabra; toma una promesa y graba en su alma tan solo una palabra de ella, y el corazón de aquella persona responde: “¡Raboni! ¡Señor mío!” (Juan 20:13, 16). ¿Te ha hablado, pues, el Señor, siquiera una palabra? Entonces, aunque solo sea una palabra, deja que avive tu fe y atiende, porque aún ha de hablar más plena y claramente; lo único que tienes que hacer cuando te hable es escucharle: atiéndele diligentemente y saca provecho de sus palabras, y entonces tu paz será como un río y tu justicia como el océano.
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