miércoles, 18 de marzo de 2015

Dios afirma que Job era perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal. ¿Cómo justificamos tal tragedia si es inocente?

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6



 
 
Tipo de Archivo: PDF | Tamaño: MBytes | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
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                                      ¿Por qué sufren los justos?


Comencemos analizando al sufrido Job. El patriarca pierde repentinamente todo lo que tiene y, encima de eso, sufre una grave enfermedad que por poco lo consume. Tan terrible pena requiere una causa. Job, opinaríamos, tiene que haber hecho algo horrible para merecer tan increíble juicio. Ante tal conclusión, nos sorprende la observación del propio Dios que afirma que Job era hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal. ¿Cómo justificamos tal tragedia si es inocente?
Leyendo la historia con atención descubrimos que Job es la víctima inocente de un encuentro entre Dios y Satanás. Es como Dios descorriera la cortina y nos muestra la verdadera guerra espiritual que se libra en los cielos. Los protagonistas son Él y sus buenos ángeles. Los contrincantes son Satanás y sus huestes malignas. Job —como a veces nosotros— es una simple víctima de la guerra celestial, que ni tiene noción de lo que ocurre. El espectáculo nos obliga a preguntar: ¿Cómo puede Dios ser justo y permitir tal cosa? Veamos.
Satanás se acerca al trono de Dios acusando a Job de servirle por interés —debido a todas las bendiciones que Él da a los que le siguen. Y arguye que si Dios le quitara esas ricas bendiciones, Job le daría la espalda, al punto de blasfemar su glorioso nombre. Alarmados, vemos que Dios le da a Satanás el permiso para hacer lo que quiera con el indefenso Job, con la sola limitación de no quitarle la vida al pobre hombre.
De inmediato Satanás muestra su diabólico carácter. En un solo día desata sobre Job un desastre tras otro.
Primero, los sabeos matan a todos los sirvientes de Job a filo de espada. Luego, con un inclemente fuego misterioso acaba con todas sus riquezas, quemando a sus ovejas, ganado y camellos. Termina desplazando sobre los hijos de él un furioso torbellino sin que ninguno pudiera salvarse. La crueldad no tiene fin. Nótese cómo le llega la información a Job. Los mensajeros, uno tras otro, le informan las noticias devastadoras al pobre hombre —tanto como para darle un infarto al corazón instantáneo.
Como siempre, sin embargo, Satanás sale perdiendo. Dios está tan confiado en Job que permite todo ese inmerecido dolor. Sabe que Job lo seguirá amando y confiando en Él. En vez de blasfemias, de la boca del patriarca salen las dulces y ricas palabras:

    Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito
(Job 1:21).

Satanás, sin embargo, no se da por vencido. Se le ocurre otra perversa idea —¡el hombre da todo por su salud! Con tal saña, peor que un monstruo, le pide permiso a Dios para quitarle la salud a Job. Lo enferma con lo que algunos médicos creen haber sido una combinación de lepra y elefantiasis. Así lo vemos lleno de úlceras, rascándose con un tiesto, buscando alivio en un nido de cenizas. Movidos por repugnancia ante tal sufrimiento, nos sorprende la respuesta de Job:

    ¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?
(Job 2:10)

Es lógico que exclamemos: ¿Cómo puede Dios permitir eso? ¿Cómo puede consentir el sufrimiento tan oprobioso de uno de sus fieles? Es una escena dantesca. No queremos ver más. Deseamos que se cierre la cortina de una por todas.
Alguien podría alegar: «Pero, el culpable no fue Dios, ¡fue Satanás!» Leamos con mucho cuidado lo que el Altísimo declara sobre el caso: Y Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal, y que todavía retiene su integridad, aun cuando tú [el diablo] me incitaste [a mí] contra él para que [yo Dios] lo arruinara sin causa? (Job 2:3)
Si en algo nos ayuda el libro de Job es precisamente a ver que, por ser Creador, Dios en su soberanía puede permitir lo que crea mejor para cualquiera de sus hijos (véase Job 42:1–6). Es al estudiar el libro completo que nos percatamos de que en Dios no hay acción perdida —todas las cosas ayudan a bien (Romanos 8:28), como declara Pablo. El sufrimiento de Job es útil para purificar su alma, para que conozca las imperfecciones de su corazón, para profundizar su conocimiento acerca de Dios. Lo que en apariencias es malo, Dios lo torna en bien, mostrándonos el corazón y el carácter del bondadoso y amoroso Padre celestial. La escena final nos muestra a un Job doblemente bendecido. A la vez Satanás termina derrotado por completo, con sus estrategias vencidas por la fidelidad y lealtad de un indefenso seguidor de Dios.
Ante los actos misteriosos del Creador, ¿qué somos nosotros para cuestionar sus acciones? Este es el gran argumento de Pablo ante los romanos:

    ¿Quién eres tú, para que alterques con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo formó: Por qué me has hecho así? ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra?
(Romanos 9:20, 21)

Y hablando de Pablo, recordemos lo que este gran y fiel apóstol sufrió por su fidelidad a Dios. Dijo:

    He recibido cuarenta azotes menos uno. Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado como náufrago en alta mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez
(2 Corintios 11:24–27).

Nada en ese dolor se debe a algún pecado personal, al contrario, es debido a su amor por Jesucristo.
Vayamos a los evangelios. Vemos allí a otro hombre. Él es el puro, santo, Hijo de Dios. Aunque no tiene mancha, nótese cómo lo describe el evangelista del Antiguo Testamento, Isaías:

    Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos. Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca
(Isaías 53:3–7).

¿Habrá existido persona en toda la historia más inmerecedora de sufrimiento? San Pablo da la siguiente explicación del padecimiento de Jesucristo:

    Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos
(Hebreos 2:9, 10).

Si Job no pecó cuando fue obligado a sufrir tan terriblemente; si a Pablo, el santo apóstol, Dios lo sometió a una vida dolorosa; si el propio Jesús, el hombre sin pecado, tuvo tanta aflicción, ¿quiénes somos nosotros para pensar que a un hijo de Dios no le es justo sufrir en este mundo? Pero me adelanto. Esperemos el momento apropiado para llegar a conclusiones. Hay otro tema que debemos tratar primero.


¿Por qué prosperan los malos?

Parece que quienes más gozan, los que más disfrutan de la vida, los que más avanzan y prosperan son la gente más pecadora. De eso precisamente se quejaba el salmista:

    ¿Hasta cuándo los impíos, hasta cuándo, oh Jehová, se gozarán los impíos? ¿Hasta cuándo pronunciarán, hablarán cosas duras, y se vanagloriarán todos los que hacen iniquidad? A tu pueblo, oh Jehová, quebrantan, y a tu heredad afligen. A la viuda y al extranjero matan, y a los huérfanos quitan la vida. Y dijeron: No verá Jehová, ni entenderá el Dios de Jacob
(Salmos 94:1–7).

Obvio es el éxito de los degenerados del mundo. Observemos la historia de Genghis Khan, Napoleon, Musolini, Hitler, Stalín —y, si quiere, incluya a Fidel Castro. Todos fueron culpables de innumerables, horrorosas e inhumanas atrocidades. Sin embargo, por años disfrutaron de poder, riquezas, honor y gloria. Cierto es que desde Al Capone al presente, la prensa ha contado la vida de hombres y mujeres que han sido homicidas, adúlteros, ladrones, violadores, violentos, crueles y abusadores. Han vivido como reyes sin sufrir aparentemente castigo por sus delitos. ¿Cómo se explica eso si, como comúnmente se piensa, el castigo de Dios cae sobre los que pecan? ¿Dónde ha estado la justicia divina en estos casos?
No hay por qué preocuparse. Pablo indica: Los pecados de algunos hombres son ya evidentes, yendo delante de ellos al juicio; mas a otros, sus pecados le siguen (1 Timoteo 5:24, Biblia de las Américas). Dios, no obstante, es paciente. En ocasiones castiga a los malvados al instante (como en el caso del diluvio, o de Sodoma y Gomorra, o de Ananías y Safira). Otras veces espera hasta después de la muerte de ellos, para hacerlo en el terrible juicio final, en aquel día cuando pedirán a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros y escóndenos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero (Apocalipsis 6:16).
De lo siguiente no hay duda: el castigo de todo pecador es cierto y seguro, ¡sea ahora o después! Si la señal de que uno obra mal fuese un castigo inmediato, todos estaríamos en ataúdes y dos metros bajo la tierra. La furia de la ira de Dios nos habría consumido. Ningún hombre es inocente de pecado. Solo porque Dios es paciente y misericordioso es que cualquiera disfruta larga vida.
Por tanto, es irrazonable concluir que las causas del dolor que alguien sufre se debe a algún pecado, sea oculto o manifiesto. En esta vida no se sufre necesariamente las consecuencias de los pecados. En la mayoría de los casos el castigo espera hasta el gran juicio final.
Dios, por su propia condición, determinará lo que desea hacer con el mundo y con la humanidad que quebranta sus leyes. Con esto concuerda toda la Escritura: para que se sepa desde el nacimiento del sol, y hasta donde se pone, que no hay más que yo; yo Jehová, y ninguno más que yo, que formo la luz y creo las tinieblas, que hago la paz y creo la adversidad. Yo Jehová soy el que hago todo esto (Isaías 45:6, 7). Leemos también: ¿Habrá algún mal en la ciudad, el cual Jehová no haya hecho? (Amós 3:6). Además, se nos dice: Porque he aquí, el que forma los montes, y crea el viento, y anuncia al hombre su pensamiento; el que hace de las tinieblas mañana, y pasa sobre las alturas de la tierra; Jehová Dios de los ejércitos es su nombre (Amós 4:13). Y añade: Buscad al que hace las Pléyades y el Orión, y vuelve las tinieblas en mañana, y hace oscurecer el día como noche; el que llama a las aguas del mar, y las derrama sobre la faz de la tierra; Jehová es su nombre (Amós 5:8). Y concluye otro profeta: He aquí que yo hice al herrero que sopla las ascuas en el fuego, y que saca la herramienta para su obra; y yo he creado al destruidor para destruir (Isaías 54:16).

 
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