sábado, 8 de agosto de 2015

Aquí viene tu Salvador; he aquí su recompensa con Él, y delante de Él su obra. Y les llamarán Pueblo Santo, Redimidos de Jehová; y a ti te llamarán Ciudad Deseada, no desamparada

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6



 
Tipo de Archivo: PDF | Tamaño: MBytes | Idioma: Spanish | Categoría: Capacitación Ministerial
Información 


LOS GUARDAS DE LAS CIUDADES Y LAS NACIONES
Sobre tus muros, oh Jerusalén, he puesto guardas; todo el día y toda la noche no callarán jamás. Los que os acordáis de Jehová, no reposéis, ni le deis tregua, hasta que restablezca a Jerusalén, y la ponga por alabanza en la tierra[…] He aquí que Jehová hizo oír hasta lo último de la tierra: Decid a la hija de Sion: He aquí viene tu Salvador; he aquí su recompensa con Él, y delante de Él su obra. Y les llamarán Pueblo Santo, Redimidos de Jehová; y a ti te llamarán Ciudad Deseada, no desamparada (Isaías 62:6, 11–12).
Sobre las ciudades y las naciones pesan maldiciones por causa del pecado, pero Dios ha puesto guardas sobre ellas. Es a estos guardas a quienes ha encomendado las llaves de sus puertas, para que por ellas entre la bendición. Al mismo tiempo, les ha dado el poder para penetrar, en el nombre de Jesucristo y por su delegación, en el mundo de las tinieblas y matar a la víbora en su propio nido.
Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos (Mateo 16:19).
Los guardas de las ciudades son los pastores y los intercesores. Por eso, la unidad pastoral es vitalmente importante para el cabal cumplimiento de la Gran Comisión y de la misión que como tales tienen estos ministros. No tendremos éxito en nuestra misión si los llamados a un ministerio especial no estamos conscientes de la responsabilidad que tenemos en nuestra ciudad y en nuestra nación.

Es triste reconocer que hay una competencia malsana en el ministerio, a tal punto que ya se ha hecho costumbre que diferentes obreros cristianos entren a una ciudad sin la invitación, el apoyo ni el respaldo de aquellos hombres y mujeres llamados por Dios y establecidos como guardas de esa ciudad. Muchos de estos ministerios hacen y deshacen por su cuenta, los unos por no tomar en cuenta a los otros para contar con su respaldo y los otros por no respaldar el ministerio de tantos hombres y mujeres llamados por Dios para cumplir una tarea especial. Ninguno quiere ver la importancia del otro, insistiendo, por esa razón, en obrar cada uno a su antojo. Surge así, por lo general, la división en lugar de la unidad en la iglesia local.

La reconciliación de ciudades y naciones no será posible si no se permite la manifestación del Espíritu Santo que es uno de amor y unidad. Jamás la reconciliación con Dios que necesita la tierra en esta hora se logrará por individuos con complejos mesiánicos ni por segmentos fragmentados de la iglesia. La reconciliación de ciudades y naciones será el resultado de la obra mancomunada del Cuerpo de Cristo, y este no puede estar fragmentado. El Cuerpo de Cristo en la tierra intercederá por ellas para cambiar el curso de la historia.

No debemos olvidar que nuestro llamamiento proviene de Dios y no es para satisfacer nuestro ego ni nuestra vanidad. Si los llamados ministros están satisfechos con «su» obra y están contentos con lo que consideran «su» rebaño o «su» ministerio y no el del Señor Jesucristo, hay muy poco que decirles. Pero la verdad es que el Señor ha puesto a sus mensajeros como guardas de su ciudad y de su nación.

Recordemos la Gran Comisión y nuestra misión de ser instrumentos para la salvación de los perdidos. Esto será imposible si los obreros del Señor no somos en realidad «del» Señor y como tales no estamos unidos, pues el Señor es uno solo. Aceptemos con humildad y con alegría nuestro nombramiento de guardas de la ciudad y de la nación en las que Dios nos ha llamado a servir.

Ante los ojos del Señor, la ciudad en la cual vivimos es un lugar que necesita escuchar el mensaje redentor de su Palabra. Él la ve como una ciudad que está al borde del juicio como Sodoma, Gomorra, Nínive o Jerusalén y que necesita redención.

Aunque en cada ciudad haya congregaciones y congregaciones, predicadores y predicadores, maestros y maestros, eso no significa de ninguna manera que hayamos alcanzado el propósito que Dios tiene para esa ciudad. Mientras no seamos uno en Cristo, no podremos dar un verdadero testimonio de la muerte, sepultura, resurrección y señorío de Él.

No podremos hablar de guardas de las ciudades y de las naciones sin hablar de la unidad del Cuerpo de Cristo. Al ser uno, somos los que el Señor quiere que seamos: los guardas de la localidad en la que Él nos ha puesto. La salud espiritual de nuestras ciudades y naciones no se mide por el número de miembros de las iglesias, ni por el tamaño de nuestros templos, sino por el testimonio que damos como cristianos en esas localidades.
Porque tú dices: Yo soy rico y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio para que veas (Apocalipsis 3:17–18).
Dios está dando a su pueblo en toda la tierra una visión de unidad alrededor de la cruz de Cristo. ¡Qué impactante sería que una iglesia unida batallara para reconquistar la tierra para Cristo, como un ejército unido que sigue la dirección del Dios de los Ejércitos! ¡Qué grandioso sería que un pueblo de Dios fuerte y dispuesto para la batalla tomara por asalto a las ciudades para Cristo! Los cristianos, y más que todo los pastores, seríamos en realidad los vigías, los centinelas, los guardas, defendiéndolas y liberándolas de la opresión satánica en el nombre de Jesucristo.

¿Queremos ser guardas de nuestra ciudad y de nuestra nación? Tenemos que pagar el precio de la unidad, entendiendo y aceptando que todas las dificultades que tengamos para lograrla y para experimentarla «no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse. Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios» (Romanos 8:18–19). Y, ¿cómo pueden manifestarse los hijos de Dios, sino como hermanos, hijos de un mismo Padre?

¿Entendemos nuestra responsabilidad como guardas de ciudades y naciones? Si es así, debemos entender el pacto que tenemos con Dios y cumplirlo.

Mi buen amigo Alberto Mottesi en su maravilloso libro América 500 años después, se refiere al nuevo pacto en el cual somos llamados a vivir como hijos de Dios y hermanos en Cristo. Nos dice por qué no estamos unidos: la falta de fe en las promesas de Dios. Expresa:
El pacto es la base de toda relación. La fidelidad al pacto, o sea, a lo prometido, es lo que permite que los seres tengan confianza unos con otros y puedan establecer verdaderas RELACIONES, basadas en la buena fe[…] Toda integración [comunión o colaboración] se debe basar en una perspectiva común [una misma visión]. La Biblia dice: «¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?» (Amós 3:3)[…] el engaño es el patrón cultural que nos caracteriza. Y el engaño es la fuente de discordia [división, disensión y sectarismo] más grande que hay. Donde hay engaño hay sospecha, no hay confianza y no podrá haber jamás una verdadera unidad o integración. El engaño es la causa de nuestra falta de integración.1
Alberto se pregunta:
¿Cómo resolveremos el problema del engaño si está tan infiltrado en todos los segmentos de nuestra sociedad (incluyendo la iglesia y la familia)? Si la confianza es la raíz de toda relación, ¿cómo podremos vencer estas ataduras y fortalezas para establecerla?
Aunque nos avergüence y entristezca, tenemos que comenzar por reconocer que somos una ciudad dominada por el engaño. Nos hemos dejado controlar (gobernar) por la mentira.2
Como el problema es espiritual e individual, la solución tiene que comenzar con el individuo. Tenemos que encontrar la solución para dicho problema antes de encontrar soluciones para las cuestiones políticas y sociales.

Somos guardas de ciudades y naciones. Como tales, mal podemos pretender buscar soluciones rápidas e instantáneas por nuestra cuenta y a nuestro antojo. El carácter de los pueblos no puede forzarse a cambios inesperados. Sin embargo, hoy es la hora de Dios para Hispanoamérica. Él nos está despertando del sopor en el que hemos vivido para que reconozcamos las ataduras espirituales que se remontan hasta nuestros ancestros nos han mantenido imposibilitados y nos liberemos de ellas. Para lograrlo tenemos que obedecerle absolutamente:
Hijitos míos no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad. Y en esto conocemos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de Él[…] Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros. Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros[…] En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio; pues como Él es, así somos nosotros en este mundo. En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme no ha sido perfeccionado en el amor (1 Juan 3:18–19; 4:11–12; 17–18).
¿Por qué este pasaje sobre el amor? ¿Qué tiene esto que ver con el hecho de que Dios nos ha puesto como guardas de las ciudades y de las naciones? Porque el amor es el arma por excelencia para derrotar al odio, para derrotar al temor, para derrotar al maligno. Por lo tanto, es el arma por excelencia para defender las puertas de las ciudades y de las naciones.

¿Se pueden imaginar a los pueblos llenos de amor? ¿Qué clase de mal podría entrar en un pueblo así? ¿Y qué es la unidad sino una de las más hermosas facetas del amor?
Hombres y mujeres con esa experiencia y con ese llamamiento son los guardas que Dios ha puesto, con una misión especial, en las ciudades y 
en las naciones.

1 Alberto Mottesi, América 500 años después, AMEA, Fountain Valley, CA, 1992, cap. 9, pp. 126–127, énfasis del autor.
2 Ibid., p. 127.

DOWNLOAD HERE>>>

No hay comentarios:

https://story.ad/site/file_download/smartpublicity1467919561neTNIrOs.html