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miércoles, 25 de mayo de 2016

Jesús de Nazaret fue hombre acreditado por Dios ante vosotros con hechos poderosos, maravillas y señales que Dios hizo por medio de él entre vosotros, como vosotros mismos sabéis

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




PASTOS FRESCOS PARA LA CONGREGACIÓN
LA VENIDA DEL ESPIRITU SANTO
1 En el primer relato  escribí, oh Teófilo,  acerca de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar, 2 hasta el día en que fue recibido arriba, después de haber dado mandamientos por el Espíritu Santo a los apóstoles que había escogido. 3 A éstos también se presentó vivo, después de haber padecido, con muchas pruebas convincentes. Durante cuarenta días se hacía visible a ellos y les hablaba acerca del reino de Dios. 4 Y estando juntos, les mandó que no se fuesen de Jerusalén, sino que esperasen el cumplimiento de la promesa  del Padre, "de la cual me oísteis hablar; 5 porque Juan, a la verdad, bautizó en  agua,  pero vosotros seréis bautizados en  el Espíritu Santo después de no muchos días."
Jesús asciende al cielo
6 Por tanto, los que estaban reunidos le preguntaban diciendo:
—Señor, ¿restituirás el reino a Israel en este tiempo?
7 El les respondió:
—A vosotros no os toca saber ni los tiempos ni las ocasiones que el Padre dispuso por su propia autoridad. 8 Pero recibiréis poder cuando el Espíritu Santo haya venido sobre vosotros, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra.
9 Después de decir esto, y mientras ellos le veían, él fue elevado; y una nube le recibió ocultándole de sus ojos. 10 Y como ellos estaban fijando la vista en el cielo mientras él se iba, he aquí dos hombres vestidos de blanco se presentaron junto a ellos, 11 y les dijeron:
—Hombres galileos, ¿por qué os quedáis de pie mirando al cielo? Este Jesús, quien fue tomado de vosotros arriba al cielo, vendrá de la misma manera como le habéis visto ir al cielo.
12 Entonces volvieron a Jerusalén desde el monte que se llama de los Olivos, el cual está cerca de Jerusalén, camino de un sábado.  13 Y cuando entraron, subieron al aposento alto  donde se alojaban Pedro, Juan, Jacobo y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Jacobo hijo de Alfeo y Simón el Zelote y Judas hijo de Jacobo.  14 Todos éstos perseveraban unánimes en oración  junto con las mujeres y con María la madre de Jesús y con los hermanos de él.
Matías es nombrado entre los doce
15 En aquellos días se levantó Pedro en medio de los hermanos, que reunidos eran como ciento veinte personas, y dijo: 16 "Hermanos,  era necesario que se cumpliesen las Escrituras,  en las cuales el Espíritu Santo habló de antemano por boca de David acerca de Judas, que fue guía de los que prendieron a Jesús; 17 porque era contado con nosotros y tuvo parte en este ministerio." 18 (Este, pues, adquirió un campo con el pago de su iniquidad, y cayendo de cabeza, se reventó por en medio, y todas sus entrañas se derramaron. 19 Y esto llegó a ser conocido por todos los habitantes de Jerusalén, de tal manera que aquel campo fue llamado en su lengua Acéldama, que quiere decir Campo de Sangre.)  20 "Porque está escrito en el libro de los Salmos:
  Sea hecha desierta su morada,
  y no haya quien habite en ella.
  Y otro ocupe su cargo.
21 Por tanto, de estos hombres que han estado junto con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros, 22 comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que fue tomado de nosotros y recibido arriba, es preciso que  uno sea con nosotros testigo de su resurrección."
23 Propusieron a dos: a José que era llamado Barsabás, el cual tenía por sobrenombre, Justo; y a Matías. 24 Entonces orando dijeron: "Tú, Señor, que conoces el corazón de todos, muestra de estos dos cuál has escogido 25 para tomar el lugar de este ministerio y apostolado del cual Judas se extravió para irse a su propio lugar."
26 Echaron suertes sobre ellos, y la suerte cayó sobre Matías, quien fue contado con los once apóstoles.

La venida del Espíritu en Pentecostés

2:1 Al llegar  el día de Pentecostés,  estaban todos reunidos en un mismo lugar.  2 Y de repente vino un estruendo del cielo, como si soplara un viento violento, y llenó toda la casa donde estaban sentados. 3 Entonces aparecieron, repartidas entre ellos, lenguas como de fuego, y se asentaron sobre cada uno de ellos. 4 Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en distintas lenguas, como el Espíritu les daba que hablasen.
5 En Jerusalén habitaban judíos, hombres piadosos de todas las naciones debajo del cielo. 6 Cuando se produjo este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confundidos, porque cada uno les oía hablar en su propio idioma. 7 Estaban atónitos y asombrados, y decían:
—Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? 8 ¿Cómo, pues, oímos nosotros cada uno en nuestro idioma en que nacimos? 9 Partos, medos, elamitas; habitantes de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y de Asia, 10 de Frigia y de Panfilia, de Egipto y de las regiones de Libia más allá de Cirene; forasteros romanos, tanto judíos como prosélitos; 11 cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestros propios idiomas los grandes hechos de Dios.
12 Todos estaban atónitos y perplejos, y se decían unos a otros:
—¿Qué quiere decir esto?
13 Pero otros, burlándose, decían:
—Están llenos de vino nuevo.
Discurso de Pedro en Pentecostés
14 Entonces Pedro se puso de pie con los once, levantó la voz y les declaró:
—Hombres de Judea y todos los habitantes de Jerusalén, sea conocido esto a vosotros, y prestad atención a mis palabras. 15 Porque éstos no están embriagados, como pensáis, pues es solamente la tercera hora  del día. 16 Más bien, esto es lo que fue dicho por medio del profeta Joel:
  17 Sucederá en los últimos días,
  dice Dios,
  que derramaré de mi Espíritu
  sobre toda carne.
  Vuestros hijos y vuestras hijas
  profetizarán,
  vuestros jóvenes verán visiones,
  y vuestros ancianos soñarán sueños.
  18 De cierto, sobre mis siervos
  y mis siervas
  en aquellos días derramaré
  de mi Espíritu, y profetizarán.
  19 Daré prodigios en el cielo arriba,
  y señales en la tierra abajo:
  sangre, fuego y vapor de humo.
  20 El sol se convertirá en tinieblas,
  y la luna en sangre,
  antes que venga el día del Señor,
  grande y glorioso.
  21 Y sucederá que todo aquel
  que invoque el nombre del Señor
  será salvo.
22 »Hombres de Israel, oíd estas palabras: Jesús de Nazaret fue hombre acreditado por Dios ante vosotros con hechos poderosos, maravillas y señales que Dios hizo por medio de él entre vosotros, como vosotros mismos sabéis. 23 A éste, que fue entregado por el predeterminado consejo y el previo conocimiento de Dios, vosotros matasteis  clavándole en una cruz por manos de inicuos. 24 A él, Dios le resucitó, habiendo desatado los dolores de la muerte; puesto que era imposible que él quedara detenido bajo su dominio. 25 Porque David dice de él:
  Veía al Señor siempre delante de mí,
  porque está a mi derecha,
  para que yo no sea sacudido.
  26 Por tanto, se alegró mi corazón,
  y se gozó mi lengua;
  y aun mi cuerpo
  descansará en esperanza.
  27 Porque no dejarás mi alma
  en el Hades,
  ni permitirás que tu Santo
  vea corrupción.
  28 Me has hecho conocer
  los caminos de la vida
  y me llenarás de alegría
  con tu presencia.
29 »Hermanos,  os puedo decir confiadamente  que nuestro padre David murió y fue sepultado, y su sepulcro está entre nosotros hasta el día de hoy. 30 Siendo, pues, profeta y sabiendo que Dios le había jurado con juramento que se sentaría sobre su trono  uno de su descendencia,  31 y viéndolo de antemano, habló de la resurrección de Cristo:
  que no fue abandonado  en el Hades,
  ni su cuerpo  vio corrupción.  32 ¡A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos!
33 »Así que, exaltado por  la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís. 34 Porque David no subió a los cielos, pero él mismo dice:
  El Señor dijo a mi Señor:
  "Siéntate a mi diestra,
  35 hasta que ponga a tus enemigos
  por estrado de tus pies."
36 Sepa, pues, con certidumbre toda la casa de Israel, que a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo.
37 Entonces, cuando oyeron esto, se afligieron de corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles:
—Hermanos,  ¿qué haremos?
38 Pedro les dijo:
—Arrepentíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo  para  perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. 39 Porque la promesa es para vosotros, para vuestros hijos y para todos los que están lejos, para todos cuantos el Señor nuestro Dios llame.
40 Y con otras muchas palabras testificaba y les exhortaba diciendo:
—¡Sed salvos de esta perversa generación!
41 Así que los que recibieron su palabra fueron bautizados, y fueron añadidas en aquel día como tres mil personas. 42 Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión, en el partimiento del pan y en las oraciones.

Lograr de la Diversidad, uniformidad: Tarea del Espíritu Santo


EL EFECTO MARIPOSA

    Hechos 1:1–2:41


           «Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.»


           «Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo. Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua».

    Hechos 1:8; 2:5–6


EDWARD LORENZ era un físico que en la década de los 60 trabajaba con ordenadores, en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, elaborando programas meteorológicos.

Ideó un programa con el que, una vez introducidas ciertas observaciones meteorológicas, se podía calcular, al menos en teoría, qué tiempo haría.

Un día cometió un error.
Queriendo introducir en el ordenador un dato numérico con 6 decimales, 0.506127, accidentalmente sólo introdujo los tres primeros, 0.506.

Era un investigador minucioso y decidió reiniciar el programa con el dato correcto en su sitio, aunque intuía que un pequeño error de esa índole, tan sólo una diezmilésima parte, posiblemente no haría variar los resultados de una manera significativa. Para su sorpresa, sin embargo, cuando el ordenador elaboró el nuevo patrón meteorológico, resultó ser completamente distinto del anterior. Lorenz no podía creer lo que veía. Como él mismo explicaría después, era como si una diminuta variación en Pekin, no mayor de lo que sería el resultado del movimiento del ala de una mariposa, originara aproximadamente una semana después un huracán de fuerza doce en Nueva York. De ahí el nombre de su descubrimiento: «El Efecto Mariposa».

Ha levantado un gran interés científico en los últimos años. Entre otras cosas, explica por qué nuestros meteorólogos se equivocan tan a menudo. No es culpa suya; se debe a las mariposas de Pekin que no han sido detectadas por el satélite. Tal es la complejidad de la atmósfera terrestre, que incluso pequeñas alteraciones difíciles de observar pueden generar consecuencias meteorológicas momentáneas que vuelvan no difícil, sino teóricamente imposible, el predecir de una manera precisa el tiempo que hará a largo plazo.

Afortunadamente, a la vida generalmente no le afectan tanto estas fluctuaciones producidas por el «Efecto Mariposa».

Si no fuera así, nunca podríamos planificar algo con un mínimo de fiabilidad. Pero en algunos aspectos es también bastante deprimente, porque eso significa que es difícil cambiar el mundo.

Es cierto que cada decisión que tomamos repercute de alguna manera y que cada uno de nosotros tiene la capacidad potencial de alterar el curso de los acontecimientos hasta cierto punto. Pero la mayor parte de acciones individuales en las que tomamos parte son algo así como piedras arrojadas a un lago de gran tamaño.

Salpican, pero normalmente las ondas que producen desaparecen rápidamente y ni siquiera se llegan a percibir más allá del lugar en el que cayó la piedra. No hay un «Efecto Mariposa» que magnifique nuestra pequeña contribución y la convierta en algo verdaderamente significativo.

Jonathan Swift dijo en cierta ocasión que aquel que pudiera cultivar dos espigas de maíz en el lugar donde antes sólo se había cultivado una, habría conseguido en su vida más que toda la clase política reunida.

Tristemente, incluso tan modesta contribución para un futuro de larga duración para la raza humana es de difícil consecución. La mayoría de nosotros tenemos que enfrentarnos al hecho de dejar caer el pequeño guijarro de nuestras vidas en el turbulento océano de los sucesos del mundo, y en un tiempo imperceptible la superficie ya no registrará ni huella de nuestro paso.

De hecho, para muchos ésta es la principal fuente de ansiedad del hombre y la mujer modernos. La futilidad de la existencia ha sido tema de incontables novelas y representaciones dramáticas contemporáneas.

Con todo, la situación no es tan poco prometedora. Ocasionalmente, parece que el «Efecto Mariposa» se produce también en otras situaciones. ¿Recuerdan, por ejemplo esta canción infantil?

      Si falta un clavo, se pierde la herradura.
      Si falta la herradura, se pierde el caballo.
      Si falta el caballo, se pierde el jinete.
      Si falta el jinete, se pierde la batalla.
      Si falta la batalla, se pierde el reino.

Puede parecer que en rara ocasión un simple clavo puede ocasionar una victoria o una derrota de una nación entera. Y lo que es cierto para un simple clavo, puede serlo también para una simple vida.

    Nació en un pueblo escondido, hijo de una pobre mujer.
    Creció en otro pueblo donde trabajó en una carpintería hasta los treinta años.
    Después se convirtió en un predicador itinerante durante tres años.
    Nunca escribió un libro.
    Nunca montó una oficina.
    Nunca tuvo una familia.
    Nunca fue propietario de una casa.
    Nunca fue a la universidad.
    Nunca viajó a más de 200 millas de su lugar de nacimiento.
    No hizo ninguna de las cosas que normalmente asociamos a la grandeza.
    Tenía sólo treinta y tres años cuando todo el peso de la opinión pública se le vino encima.
    Sus amigos huyeron.
    Le consideraron un enemigo.
    Soportó una parodia de juicio.
    Fue clavado en una cruz entre dos ladrones, mientras sus verdugos se sorteaban sus ropas, sus únicas posesiones en la tierra.
    Y, cuando hubo muerto, fue abandonado en un sepulcro prestado.
    Han transcurrido diecinueve siglos, pero el mundo continúa cautivado por él.
    Todos los ejércitos que a lo largo de los siglos han desfilado.
    Todas las fuerzas armadas que a lo largo de los siglos han navegado.
    Todos los parlamentos que a lo largo de los siglos han deliberado.
    Todos los reyes que a lo largo de los siglos han gobernado.
    Todos juntos no han causado un efecto en la vida del hombre sobre la tierra como el producido por aquella ÚNICA VIDA SOLITARIA.

Éste es el «Efecto Mariposa» que podemos ver operando en esta época, no en la meteorología sino en la historia.

Las ondas producidas por su «única vida solitaria» no dejaron de propagarse con su muerte. Todo lo contrario. Los efectos de la venida de Jesús se han incrementado en amplitud y se han expandido hasta llegar a ser grandes olas que rodean al mundo entero.

El libro de Los Hechos, una parte de la Biblia de especial interés nos da pautas para  elaborar un mapa cartográfico del progreso de esas ondas expansivas de la influencia de Jesús: Los Hechos de los Apóstoles.

De hecho, este libro es la segunda parte de un tratado en dos volúmenes. Conocemos la primera parte como el Evangelio de Lucas. Ambas partes están dedicadas al mismo hombre, Teófilo.

Bien podría haberse tratado de un aristócrata romano, puesto que Lucas, el autor, se dirige a él como «excelentísimo». Por tanto, el escritor quiere informar a un gentil culto del efecto extraordinario y creciente que el cristianismo produce sobre el mundo.

Y Hechos es una contribución más a la consecución de su objetivo: «En el primer tratado, oh Teófilo, hablé acerca de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar» (Hechos 1:1).

Fijémonos en la palabra «comenzó».
En su Evangelio, Lucas nos ha narrado cómo Jesús nació de una pobre mujer en un pueblo escondido. También cómo creció en el humilde hogar de José el carpintero. Se ha referido a su corto ministerio siendo ya adulto, el cual, aunque sobrenatural, se ciñó a los límites de Judea y sus provincias circundantes.

Por último, nos ha descrito su muerte ignominiosa y su gloriosa resurrección. Al final del Evangelio de Lucas, Jesús vuelve al cielo. Podríamos haber pensado que la historia había concluido. Al contrario—dice Lucas—, éste es sólo el final del comienzo. Queda aún mucho más por venir.

La historia de esta única vida solitaria no concluyó con su muerte. Jesús está todavía obrando en el mundo, produciendo un efecto cada vez más evidente en la historia humana cuanto más se propagan las ondas de su influencia. Sí, no estará satisfecho hasta que éstas hayan alcanzado al mundo entero.

  «Entonces los que se habían reunido le preguntaron, diciendo: Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo? Y les dijo: No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra» (Hechos 1:6–8).

Estos versículos constituyen el programa de todo el libro de Hechos.

Observemos las dos reprensiones a los discípulos que contienen, así como la promesa claramente explícita.

La primera reprensión tiene que ver con su curiosidad.
Jesús les había explicado claramente cómo, con su venida, había amanecido la era mesiánica y se estaban cumpliendo las antiguas profecías. Esto, inevitablemente, disparó las ideas de los discípulos sobre la proximidad del fin del mundo. Inmediatamente, Jesús les advierte contra este tipo de especulaciones.

La información de esa clase, insiste, está a buen recaudo en la caja fuerte privada de Dios, con un letrero en el que se puede leer «Top Secret». Hay ciertas cosas que no tenéis por qué saber, y ésa es una de ellas. Hay todavía algunos cristianos, por supuesto, obsesionados con los tiempos y las sazones.

Cualquier incidente político en Oriente Medio, por pequeño que sea, es suficiente para lanzarlos a un análisis enfervorizado del libro de Daniel con sus calculadoras de bolsillo preparadas.

Hoy debemos prevenir hoy esta clase de histeria tanto como ellos entonces. No estáis aquí para hacer conjeturas acerca de los tiempos o las sazones—les dice Jesús en realidad—, estáis aquí para multiplicaros de manera que, cuando yo vuelva al final de los tiempos, tenga un reino al que regresar. La evangelización ha de ser vuestra primera prioridad.

En segundo lugar, les reprende por su parroquialismo. Ellos preguntan acerca de «Israel», pero Jesús les responde refiriéndose a «lo último de la tierra».

Tienen una clara fijación mental con el tema del destino de su propia nación. A pesar de todas las enseñanzas de Jesús, sus ideas sobre el reino de Dios son todavía fundamentalmente chauvinistas y territoriales. Todavía tienen que entender el «Efecto Mariposa».

Escuchad—les dice Jesús—, las ondas provocadas por mi muerte y resurrección deben propagarse primero aquí, en Jerusalén; pero después en Judea y en Samaria, y finalmente hasta lo último de la tierra. Y vosotros, mis discípulos, tendréis un papel importante en ese proceso de expansión. Me seréis testigos.

El libro de Hechos es, en cierta manera, un simple registro del cumplimiento de este programa. Narra cómo los apóstoles llevaron en verdad las nuevas de la resurrección de Jesús por el mundo, de manera que en vez de ir disminuyendo su influencia tras su marcha, fue creciendo más y más hasta que el «Efecto Mariposa» de su vida hizo que las ondas irrumpieran con fuerza en la misma capital del mundo antiguo.

Pero parece claro que aquí, en el capítulo 1, no estaban aún preparados para algo así. Su mentalidad era todavía demasiado parroquiana como para verse a sí mismos como misioneros transformadores del mundo. Era necesario algo más, algo verdaderamente dramático, y Jesús sabía lo que era, Por eso acompaña sus reprensiones con una promesa: «Recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo» (Hechos 1:8).

Es el poder del sol el que dirige el «Efecto Mariposa» dentro de los mecanismos que rigen la meteorología. Es sólo porque el sol calienta la atmósfera terrestre, creando turbulencias enormes, por lo que las perturbaciones atmosféricas menores pueden dar lugar a verdaderos ciclones. Todos los físicos saben que no hay ondas sin energía.

Igualmente, Jesús nos da a conocer la fuente de energía que propagaría el «Efecto Mariposa» a lo largo de la historia de la Iglesia, transformando lo que inicialmente no era más que una minoritaria secta judía en una mayoritaria fe mundial. Lucas continúa en el capítulo 2 refiriéndonos el momento en que esa fuente de «poder» fue abierta y las ondas comenzaron a propagarse.

  «Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen» (Hechos 2:1–4).

En el Antiguo Testamento, Pentecostés era una fiesta que se celebraba por la cosecha. Pero, en tiempos de Jesús, tenía un significado adicional dentro del calendario judío. Era el momento en que se conmemoraba la entrega de los 10 mandamientos. El asociarlo con esto podía muy bien ser significativo, porque el viento recio y las lenguas de fuego de las que se nos habla recuerdan al estruendo y los relámpagos que rodearon a Moisés en el Monte Sinaí.

Allí, él recibió la ley del Antiguo Pacto esculpida en tablas de piedra, la ley que sería leída en público el día de Pentecostés en Jerusalén. Pero, como en numerosas ocasiones habían explicado los profetas del Antiguo Testamento, esa ley había sido incapaz de cambiar el mundo porque no había podido cambiar a las personas.

Ahora, una vez más, Dios descendía en Pentecostés en medio de fuego y viento. Pero en esta ocasión no para impartir la ley; más bien para otorgarnos su Espíritu y así iniciar el Nuevo Pacto, escrito no en tablas de piedra carentes de vida alguna, sino en corazones humanos renovados. El Espíritu triunfaría allí donde la ley había fracasado, trayendo, en vez de mandamientos de Dios, poder.

Ahí estaba la fuerza dinámica que amplificaría el batir de alas de mariposa producido por doce hombres Galileos poco impresionables, transformando su testimonio en una corriente revolucionaria que cambiaría de manera radical los valores morales y sociales de la raza humana.

Y dentro del milagro que acompañaría a la llegada del Espíritu, Dios deja entrever de una interesante manera cómo se propone llevar a cabo esa transformación. Deja claro que el Espíritu derrumbará las separaciones sociales que dividen al mundo. Se mostrará como un poder que destruye barreras. Las ondas expansivas no se pueden propagar si chocan contra muros de ladrillo, y el mundo antiguo estaba plagado de tales obstáculos que deberían ser superados para que el objetivo de Jesús de conquistar el mundo pudiese ser alcanzado. Y el Espíritu tenía la energía necesaria para derribarlos.

  «Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo. Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?» (Hechos 2:5–8).

Una de las cosas que ha demostrado muy claramente la reciente política de emancipación en la Unión Soviética es la tendencia nacionalista.

No importa la manera despiadada en que un imperio como el de Stalin pretendiera apaciguar a sus súbditos; la lealtad étnica sobrevive. Bastaba con que la intimidación militar remitiera un poco para que los movimientos independentistas comenzaran a brotar en todas direcciones, como si nunca hubiera tenido lugar medio siglo de represión. La razón de esto, por supuesto, es muy sencilla: el nacionalismo no está en función de la organización política. Es un fenómeno cultural.

Un pueblo puede perder su sentido de autodeterminación política durante muchos siglos y todavía mantener un vigoroso sentido de identidad nacional en virtud de sus diferencias culturales. Por medio de cuestiones como la ropa que vestimos, la música que tocamos, los cuentos populares que contamos a nuestros hijos al irse a la cama por la noche y—quizás la más distintiva de todas—el idioma que hablamos, se preserva la identidad nacional.

Son características que nos permiten reconocer inmediatamente a un extranjero. Constituyen un enorme obstáculo para cualquier movimiento que pretenda unificar a los pueblos divididos del mundo. La mera integración política no es suficiente. El verdadero desafío es el de la integración cultural.

La vía por la que los gobiernos suelen intentar unir a las personas es el forzarlas a ser iguales. Se impone la cultura predominante sobre las culturas indígenas.

El Islam, por ejemplo, pretende generar un internacionalismo genuino, pero deja muy claro que esto sólo es posible mediante el dominio de la cultura árabe. El árabe es el idioma absolutamente central para el Islam, y todos los musulmanes deben aprenderlo. Pero los conflictos en el Golfo de los que hemos sido testigos en los últimos años han demostrado indudablemente—como si necesitáramos pruebas de ello—que la rivalidad nacionalista todavía persiste a pesar de todo.

De la misma manera, el sueño Leninista de crear en todo el mundo una sociedad sin clases se basaba en la represión de aquellos que rehusaran conformarse al prototipo socialista. La desintegración del bloque de Europa del Este no ha hecho más que enfatizar la supervivencia de la rivalidad nacional a pesar de aproximadamente un siglo de «Unión» Soviética.

Tampoco deberíamos olvidar la ambición del colonialismo del Siglo XIX por unir el mundo en un gran imperio (el Británico, por supuesto). Y esto tampoco ha sido capaz de resistir las declaraciones inexorables de los movimientos independentistas tribales y nacionalistas.

El problema que conllevan todos los métodos por medio de los cuales pretendemos crear un nuevo orden mundial es que implícitamente son imperialistas y traen consigo el que una cultura domine a otra. Y cualquier cultura se resiste a ser eliminada de esa forma. Siempre sobrevive, por muy represivo que sea el régimen. De hecho, se sobrepone incluso a la persecución.

Éste es el problema de Irlanda del Norte; no se trata fundamentalmente de un conflicto entre dos partidos políticos, ni siquiera entre dos religiones; es cuestión de dos culturas que entran en colisión.

Los que conocemos la Biblia no deberíamos sorprendernos de todo esto. Es la lección de Babel. El libro del Génesis nos narra cómo Dios mismo dividió a la humanidad en naciones rivales, precisamente porque, para nuestra sorpresa, así somos menos peligrosos. Intentar unificar el mundo por medio del imperialismo cultural, y así erradicar la diversidad nacional de la raza humana, está destinado al fracaso, puesto que representa una batalla contra el antiguo decreto de Babel.

¿Existe algún poder que pueda unificar a las fragmentadas naciones de la tierra sin subyugarlas en el proceso? ¿Existe alguna manera de unificar a las personas sin pretender al mismo tiempo que todas sean iguales? Claro que sí. Ésa es precisamente la clase de unidad que produce el Espíritu Santo. Y Él declaró su intención en cuanto al asunto que nos ocupa desde el principio, el Día de Pentecostés, por el milagro que llevó a cabo: «Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?» (Hechos 2:7–8).

Dios podría haber proporcionado a aquella multitud una lengua universal. Podría haberlos capacitado para entender un idioma; pero no necesitaba hacerlo, porque ellos ya comprendían aquel idioma, denominado griego. No habría supuesto una gran dificultad para Pedro el hacerse entender en griego; de hecho, la mayoría, si no todas, de las primeras predicaciones cristianas tuvieron lugar en este idioma. La señal de las lenguas, por lo tanto, no es que fuera necesaria debido a la ausencia de intérpretes bilingües.

La cuestión es, como Lucas nos narra cuidadosamente, que toda aquella multitud, que se había reunido procedente de lugares tan diferentes, oían el mensaje como si éste se estuviera emitiendo en su propio idioma vernáculo.

Así lo expresaban exactamente: «Cada uno en nuestra lengua (literalmente, dialecto) en la que hemos nacido» (v.8). Por un momento, el evidente acento galileo de los discípulos desapareció y cada miembro de la audiencia los escuchó alabar a Dios como si sus palabras procedieran de labios de uno cualquiera de su propio grupo, de su área local; como si hubieran vuelto a casa.

Esto es lo que les sobrecogió. Podían haber entendido a los discípulos en griego; pero en vez de eso, cada persona de entre la multitud les escuchaba no como extranjeros, sino como si fueran integrantes de su propio clan, tribu o nación.

Estas lenguas pentecostales fueron una muestra de la manera en que el Espíritu Santo derrumbaría las barreras sociales y la clase de internacionalismo sin precedentes que crearía. A diferencia del imperialismo humano, el Espíritu no ambicionaba homogeneizar a los pueblos del mundo con una cultura cristiana uniforme. Por el contrario, pretendía tender puentes inter-culturales y superar el distanciamiento que estas culturas crean sin dar al traste con la diversidad que representan.

El judío seguiría siendo judío y el griego continuaría siendo griego. Los muros de separación entre las culturas no serían destruidos, pero sí descenderían hasta el punto de ser inofensivos, siendo reemplazados por una clase de identidad social unificada. Sería algo tan diferente que acuñarían una nueva palabra para describirlo: «La comunión del Espíritu Santo». Ya no habría «judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3:28).

En Pentecostés, los discípulos predicaron un mensaje que pudo ser escuchado en diversas lenguas. Cuando leemos el Libro de los Hechos, descubrimos que aquel mensaje dio origen a una Iglesia con diversas culturas. Si fuéramos más allá, al Libro de Apocalipsis, encontraríamos que finalmente produce una multitud reunida alrededor del trono de Dios, gente de cada tribu, nación y pueblo que, a la vez, serían reconocidos.

Sus orígenes no serán borrados en la gloria; habrá una comunidad representando al amplio rango de culturas humanas, alabando a un Dios multilingüe. Ésa es la visión bíblica de la eternidad. Eso es lo que Espíritu Santo pretende crear y ése es el tipo de ondas que produjo el Día de Pentecostés para que se propagaran por el mundo.

Esto tiene toda clase de implicaciones para nosotros. A un nivel bastante trivial, eso es lo que hace que las traducciones de la Biblia sean aceptables. Nosotros damos por supuesta la validez de la Biblia inglesa, pero son muchas las religiones en el mundo que sufren graves problemas de conciencia ocasionados por la traducción de sus Santas Escrituras: el Corán sólo se puede escuchar en árabe; las Escrituras de los Vedas de la India sólo se estudian en sánscrito; algunos judíos ortodoxos tienen un punto de vista bastante supersticioso acerca del texto hebreo del Antiguo Testamento; y el mismo cristianismo tampoco se ha mantenido inmune a este tipo de elitismo lingüístico a lo largo de los siglos.

Hubo un tiempo en que la Iglesia de Roma insistía en que tanto en las Escrituras como en la liturgia eclesiástica se debía utilizar el latín. E incluso podemos toparnos con algunos protestantes que ven un tipo de santidad especial en el idioma de la Inglaterra de los siglos dieciséis y diecisiete.

Pero cualquier intento de relacionar el evangelio de manera especial con algún lenguaje santo es una ofensa al Espíritu de Pentecostés. El Espíritu Santo, el primer día de la expansión misionera de la Iglesia, dejó claro que cualquier idioma es un vehículo apropiado para alabar a Jesucristo.

Ésta es la razón por la que Tyndale acertó al adaptar el Nuevo Testamento al lenguaje ordinario de los hombres y mujeres de aquellos días. Esto es lo que correctamente hacen hoy día los traductores bíblicos de Wycliffe al intentar traducir las Escrituras a los dialectos locales de cada tribu de la tierra. Esto es lo que desea el Espíritu Santo. Quiere que las personas sepan que este mensaje les pertenece de manera especial. No requiere que renuncien a su identidad. No, Jesús es para ellos, para su nación, para su pueblo.

La señal de Pentecostés es también, en términos más generales, una forma de llamar nuestra atención sobre el enorme peligro que supone el vincular la presentación del evangelio que ofrecemos al mundo con nuestra propia cultura.

A los primeros cristianos, por desgracia, les llevó algún tiempo entender esto. Tratándose de judíos con un patriotismo feroz, se comprende que sintieran que cualquiera que quisiera convertirse al cristianismo debiera llegar a ser al menos un poco más judío. Algunos argumentaban que los conversos gentiles debían circuncidarse, observar las leyes alimenticias que requería la ortodoxia judía y guardar el sábado, por ejemplo.

La iglesia primitiva tuvo que plantearse muy seriamente esta cuestión, puesto que estas características culturales estaban tan profundamente arraigadas en la conciencia judía, que era casi imposible para un judío recibir como iguales en el Pueblo de Dios a aquellos que no las tuvieran.

Pero, al fin y al cabo, el Espíritu Santo tenía su método. Lo que nos encontramos en el Libro de los Hechos es la historia notable de cómo un grupo de judíos altamente chauvinistas reventaron la envoltura cultural del judaísmo de sus antepasados y empezaron a bautizar en la Iglesia de Jesucristo primero a samaritanos y finalmente a gentiles incircuncisos.

Desde el mismo inicio, la señal de Pentecostés les encaminó en esta dirección. Por medio de este desconocido don, el Espíritu Santo indicaba que Cristo no es posesión de cultura específica alguna. A lo largo de los años, no siempre hemos reconocido la importancia de esto.

Algunas veces, cuando los misioneros occidentales han salido de su país, han intentado establecer iglesias calcadas a aquellas que dejaron en casa—hasta el extremo de cantar los mismos himnos y usar el mismo tipo de arquitectura. A veces, incluso llevan los mismos trajes y sombreros dominicales. Ésta es exactamente una forma cristianizada de imperialismo cultural. Se trata de uno de los errores más importantes, porque va en contra del Espíritu de diversidad de Pentecostés.

Por último, la señal de Pentecostés también tiene implicaciones muy profundas relacionadas con el tipo de iglesia que deberíamos pretender hoy. Algunos teóricos del tema del crecimiento de la iglesia defienden con mucha fuerza que cada congregación local debería ir enfocada hacia un tipo particular de personas, ya que la evidencia sociológica muestra que esa clase de grupos culturalmente homogéneos son más efectivos a la hora de evangelizar a otras personas del mismo trasfondo.

Las iglesias chinas son mejores para alcanzar a los chinos, Las iglesias de indios llegan más a la comunidad caribeña. Las iglesias de clase media son ideales para los yuppies. Las iglesias de obreros son lo mejor para zonas de viviendas de protección especial, y así podríamos seguir. Es imposible contradecir la evidencia estadística a favor de tal política.

A pesar de que reconocemos que desde un punto de vista sociológico es sabio decir que los grupos homogéneos son los más efectivos para la evangelización, realmente es contrario al Espíritu de Pentecostés el construir la iglesia con semejante discriminación cultural.

La meta de la iglesia de Jesucristo debe ser la integración; nunca la segregación. Sean cuales fueren los beneficios en cuanto al crecimiento eclesial, el Espíritu Santo no puede santificar el apartheid eclesiástico.

Aunque pueda ser conveniente para fines evangelísticos el tener grupos caseros de estudio bíblico o similares, donde los componentes sean homogéneos o tengan como objetivo a sectores concretos de la sociedad, la meta de tales grupos debe ser introducir en una iglesia de Jesucristo a aquellos que son ganados al mundo.

Una de las características gloriosas de la iglesia es el ser una institución tecnicolor, que incluye a blancos y negros, cultos y analfabetos, jóvenes y ancianos. Ninguna otra institución de la tierra consigue tal integración cultural. Pero también es verdad que ninguna otra institución en la tierra es dirigida por el soplo del Espíritu Santo.

Esta unidad no se consigue sin dificultad. Requiere sensibilidad y comprensión. Pero éstas son las cualidades que produce el Espíritu Santo. Él pretende una unidad sin uniformidad. Ésta es su marca distintiva.

Cuando Dios congela el agua, crea una tormenta de nieve en la cual cada copo es diferente. Cuando los hombres congelamos el agua, ¡producimos cubitos de hielo!

El Espíritu Santo quiere transformarnos en personas que nos gocemos en medio de nuestras diferencias, así como los discípulos se gozaban proclamando a Cristo en diferentes lenguas el Día de Pentecostés. Era señal de que la Iglesia de Jesucristo no intentaba exhibir el unísono marcial de soldados de regimiento, sino la armonía polifónica de una sinfonía orquestal.

Dios quiere que las buenas nuevas de Jesucristo cautiven los corazones en cada nación. Las ondas empezaron a propagarse el Día de Pentecostés, y continúan haciéndolo allí donde hay discípulos cristianos que testifican las buenas nuevas de Jesús sin ataduras culturales imperialistas.

No debemos temer perder nuestras vidas si tienen el poder del Espíritu. No importa lo insignificantes que parezcan, pueden contribuir a la expansión de las ondas para cambiar el mundo.

El «Efecto Mariposa» puede multiplicar el impacto de nuestras vidas como multiplicó el testimonio de la iglesia primitiva. Según Jesús, ni siquiera las «puertas del infierno» pueden competir con el creciente poder de su iglesia.
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jueves, 23 de abril de 2015

Sin el poder espiritual, la congregación, aunque bien organizada, no puede avanzar Y sobre esta piedra edificaré mi iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6



 
 
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EL DINAMISMO DE LA IGLESIA DEL NUEVO TESTAMENTO


Los métodos por sí solos, por buenos que sean, no darán resultados en una iglesia. El mecanismo del buen método debe ser acompañado del dinamismo del poder apostólico. Sin métodos correctos, un avivamiento poderoso puede apagarse o llegar a ser ineficaz. Sin el poder espiritual, la iglesia, aunque bien organizada, tampoco puede avanzar. El mecanismo sin el dinamismo en la iglesia puede compararse a un motor bien ajustado, listo para andar, pero al que le falta el combustible y la chispa para poder arrancar.
En Los Hechos de los Apóstoles encontramos el único modelo auténtico para la operación de una iglesia neotestamentaria. Debemos recordar que las epístolas de San Pablo y los demás apóstoles fueron escritas a iglesias que vivían en el ambiente del libro de Los Hechos y que experimentaban los eventos allí narrados. Un estudio del libro de Los Hechos de los Apóstoles nos revela mucho concerniente al poder que motivaba a la iglesia primitiva.
La iglesia primitiva vivía en un ambiente de oración. El libro de Los Hechos nos relata en el primer capítulo acerca de diez días de oración; la iglesia “perseveraba en la oración” en el capítulo 2; los apóstoles observaban “la hora de oración” en el capítulo 3, y encontramos en el capítulo 4 que toda la iglesia elevó la voz a Dios en oración. En todo el relato sagrado observamos que la oración satura la atmósfera de la iglesia primitiva.
También es digno de nuestra atención el lugar predominante que se daba al Espíritu Santo en la iglesia primitiva. Los discípulos fueron mandados a que esperasen la venida del Espíritu; en el capítulo 2, él descendió sobre los creyentes que esperaban su llegada y ellos fueron llenos del Espíritu. El escritor del libro de los Hechos tiene mucho cuidado en relatar la obra del Espíritu Santo. Nos narra cómo descendió sobre los samaritanos, sobre los de la casa de Cornelio, y más tarde sobre los discípulos efesios. Los apóstoles fueron inspirados por el Espíritu a hablar; los diáconos fueron llenados del Espíritu Santo y unos llegaron a ser evangelistas; los apóstoles y los diáconos fueron guiados a sus campos de labor y fueron dirigidos en sus actividades por el mismo Espíritu. El Espíritu Santo hacía señales y maravillas convenciendo así a las multitudes; impartía poder a las iglesias; inspiraba a los creyentes a una liberalidad maravillosa hasta dar de sus bienes materiales a la obra del Señor; en general, él era el director invisible de la iglesia. El libro de Los Hechos muy bien pudiere ser llamado “Los Hechos del Espíritu Santo”.
Para poder experimentar los mismos resultados de la iglesia primitiva, será necesario que nuestras iglesias hoy día capten de nuevo el ambiente espiritual de ella. Pero alguien pondrá por argumento que las bendiciones experimentadas por la primera iglesia pertenecían a una edad pasada y que es imposible experimentar hoy tales cosas. Yo quisiera recalcar la verdad que vivimos en la misma dispensación o período de la gracia en el cual vivían los apóstoles. El Espíritu Santo todavía mora en el mundo y Jesucristo es el mismo ayer hoy y para siempre. El hecho es que al leer las Escrituras se halla evidencia que Dios tiene el propósito de hacer una gran obra por medio del Espíritu Santo en los días postreros del período de la gracia. El ha prometido derramar su Espíritu sobre toda carne en los últimos días.
Para animarnos, llamaré la atención al hecho de que en muchas partes del mundo hoy día se están experimentando avivamientos y bendiciones que nos hacen recordar de los tiempos bíblicos. Milagros del poder divino han ocurrido y millares de personas han despertado a la verdad del evangelio y los creyentes han experimentado en una manera especial una plenitud del Espíritu Santo.
Probablemente la debilidad espiritual de muchas iglesias hoy en día no se deba a ninguna pérdida que haya sufrido el evangelio en cuanto a su poder, ni tampoco a ningún cambio de propósito de parte de Dios en cuanto a reproducir una iglesia conforme el modelo del Nuevo Testamento; más bien, esta debilidad es culpa nuestra y es el resultado de poca visión y débil fe. Pidamos a Dios que nos libre de todo concepto que no haya sido inspirado divinamente en nosotros, y que nos guíe como testigos del Cristo viviente y de su evangelio de poder en este trabajo de fundar una iglesia neotestamentaria en nuestro día.

Jesús dijo: “Y sobre esta piedra edificaré mi iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.” Mateo 16:18.

“Y ellos saliendo predicaron en todas partes obrando con ellos el Señor y confirmando la palabra con las señales que se seguían.” Marcos 16:20.


PREGUNTAS

        1.      Explíquese la necesidad de tener el poder apostólico para la función de una iglesia neotestamentaria.

        2.      ¿Dónde encontramos el modelo auténtico para una iglesia neotestamentaria?

        3.      Explique el lugar que dieron los creyentes primitivos a la oración en la vida de su iglesia. Dé citas.

        4.      Describa el ministerio del Espíritu Santo en la iglesia primitiva.

        5.      ¿Por qué podemos esperar que la iglesia de hoy día goce las bendiciones apostólicas?

        6.      ¿Por qué razón no vemos manifestado más plenamente el poder del Espíritu Santo en la iglesia de hoy?

 
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sábado, 11 de abril de 2015

La tarea suprema del cristiano es anunciar a Cristo; enseñar que Él es el Maestro, Modelo y Meta Suprema del pueblo de Dios

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 

 
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LOS FUNDAMENTOS DE LA IGLESIA

Entre las diferentes figuras que son empleadas en el Nuevo Testamento para describir a la iglesia de Jesucristo, tres de ellas plantean un asunto de capital importancia. Son las figuras del templo, del edificio y de la planta. Estas suponen una realidad: deben tener un fundamento, cimiento o raíz.
La base o la raíz es lo que está por debajo de la tierra. Permanece prácticamente invisible pero sin ella no puede erigirse lo visible. El fundamento o raíz debe ser adecuado y proporcional al volumen, peso y forma del edificio o árbol. El cimiento es lo que garantiza la estabilidad de lo que se construye encima.
Desde otra perspectiva se dice que el fundamento o base real de la iglesia es el sistema económico sobre el cual se levanta todo el edificio de la religión y por lo tanto, de la iglesia. Este es el típico acercamiento que procede de la ideología marxista y de la sociología que ella fundamenta, desde la cual se acusa a la iglesia de ser un simple producto del sistema económico capitalista. Este tipo de explicación se encuentra ampliamente difundido en nuestro continente y ha sido empleado aun por personas y grupos que se dicen ser cristianos.
También en el interior mismo de la iglesia se dan procesos y experiencias que a menudo hacen pensar que algunos de sus dirigentes parecen desconocer por completo cuál es la verdadera base sobre la que se asienta la iglesia y cuáles son las implicaciones o consecuencias de esto. Por ello a menudo los “edificios se desmoronan” fácilmente porque han sido asentados sobre las arenas de personas, de ideas que surgen al calor de circunstancias, de la interpretación de éstas, o de intereses muy variados.
Jesús dijo que él edificaría su iglesia, y él mismo puso su fundamento.
Los apóstoles reconocieron tal cimiento, y sobre él, fielmente, empezaron a levantar algo que no ha podido ser destruido (1 Co 3:11; 1 P 2:4–8). A los cristianos del final del siglo XX, y a los que estén en el XXI, si el Rey aún no ha regresado, les corresponde la misma tarea y responsabilidad: conocer la base y raíz de la iglesia, no sustituirla, no alterarla, sino reafirmarla y sobre ella edificar ardua y confiadamente. Si así procedemos, no trabajaremos en vano, pues Dios edificará al lado de sus constructores (Sal 127:1–2).
1.     IGLESIA: ¿QUÉ SIGNIFICA?
El término iglesia tiene en la Biblia varios significados, tanto a partir de su empleo en el idioma griego del Nuevo Testamento, como en el hebreo del Antiguo.
(1) Uso en el Antiguo Testamento
La palabra aparece unas cien veces y es traducida como “congregación”, “asamblea” o “compañía”. Se refiere a las asambleas constituidas para hacer un mal consejo (Gn 49:6; Sal 26:5). También se emplea para asuntos civiles, como en el caso cuando los ancianos se reunían para discutir un asunto civil importante, para coronar un rey, etc. (1 R 12:3; Pr 5:14), o bien con fines de guerra (Nm 22:4; Jue 20:2), con fines de adoración o para referirse a una asamblea de ángeles (2 Cr 20:5; Sal 89:5).
(2) Uso en el mundo griego secular
La palabra iglesia se refería a una asamblea legislativa o reunión. Significa “llamar fuera”. También describe una reunión tal como la situación de alboroto presentada en Hch 19:32–39. Así en la mentalidad griega dicho término no tenía una implicación religiosa.
(3) Uso teológico en el Nuevo Testamento
La mayoría de las referencias indican dos sentidos básicos de la palabra iglesia. Uno es la congregación de cristianos que se reúne en determinado lugar. Son los casos citados en los Hechos de los Apóstoles o bien en las epístolas cuando dice “la iglesia en Jerusalén”, o “las iglesias tenían paz por toda Judea …”, o “la iglesia de Dios que está en Corinto”, o “a las iglesias de Galacia”, o “a todos los santos en Cristo Jesús que están en Filipos, con los obispos y diáconos”, etc.
Este sentido es el que en nuestro mundo latinoamericano conocemos comúnmente como la “congregación local”. La mayoría de los documentos apostólicos fueron dirigidos precisamente a estos grupos o iglesias. Y es a partir de estos núcleos donde se da la más palpable realidad de lo que es la iglesia de Jesucristo, pues no sólo se reúnen los que tienen una fe común y experiencia en el Señor, sino que llevan a cabo los propósitos que él les ha señalado.
En el sentido evangélico entendemos que el punto vital, la fuerza mayor de lo que es la iglesia, se da precisamente en la congregación local. Por lo cual ella tiene una importancia extraordinaria. Y toda persona que trabaje en la obra del Señor debe entender que el interés de Dios está dirigido primordialmente hacia ese núcleo humano. Y esto debe determinar, en consecuencia, la valoración, interés y cuidado que debemos prestarle a nuestra congregación.
De la misma manera en el Nuevo Testamento se presenta el otro sentido de la iglesia: Es su expresión universal. Es la visión de la totalidad de congregaciones o iglesias en un lugar, región, país o mundo entero. Incluso se habla de esa congregación total que ha existido en todos los tiempos y lugares, a la que se da el nombre de cuerpo místico de Cristo o iglesia triunfante.
En este amplio contexto bíblico, la iglesia es más que la congregación local. Y aunque ésta sea el primer foco de nuestra atención, lógicamente porque allí participamos, jamás podemos dejar de percibir el todo. Tampoco podemos perder de vista el modo en que afecta la vida y misión de las congregaciones locales la imagen que se va proyectando de lo que es la iglesia de Jesucristo en su sentido más amplio.
En realidad el Nuevo Testamento nos presenta ambos conceptos como parte de la realidad de la iglesia, a la cual debemos comprender y someternos. O sea, que uno y otro deben ayudarnos a determinar actitudes y acciones. No existe la iglesia universal sin las iglesias locales. Igualmente, las iglesias locales deben admitir que hay algo mucho mayor que ellas, que es la iglesia universal, aunque ella no exista en forma de una gran organización, pero sí como el cuerpo de Cristo.
Cuando se toma conciencia de esto, se aprende a darle la importancia necesaria a la iglesia local, y paralelamente, aprendemos a ver, amar y respetar a las otras congregaciones cristianas. Y en vez de entrar en conflictos aprendemos a colaborar, puesto que edificamos un solo organismo y, figurativamente, preparamos a una sola novia para sus bodas con el Cordero (Ef 4:1–6; 5:25–27).
2.     FIGURAS DE LA IGLESIA
El Nuevo Testamento presenta a la iglesia bajo una serie de figuras o símbolos. Ellos aclaran lo que Dios piensa de ella y lo que los cristianos deben disponerse a realizar. Las figuras más importantes son las siguientes.
(1) Un cuerpo
Es sumamente importante esta perspectiva que aparece en las cartas a los Romanos, Corintios, Efesios y Colosenses. En Romanos plantea la multiplicidad de miembros, personas, que al estar en Cristo forman un cuerpo, por lo cual son miembros los unos de los otros (Ro 12:4, 5). Esta misma idea discurre en los otros pasajes.
Pero se señala además que dicho cuerpo se forma por la incorporación de personas las cuales, al creer en Cristo Jesús como Salvador y Señor, son bautizadas “en un cuerpo” (1 Co 12:12–13). La cabeza de este cuerpo es Jesucristo y él da dones o capacidades por su Espíritu Santo para que cada uno tome parte activa en la edificación de dicho cuerpo. Al mismo tiempo se establece que esa realidad espiritual que vive el cristiano, le impone toda una nueva forma de verse a sí mismo y de ver a sus hermanos, no importa la raza, nacionalidad, sexo o cultura. Por consiguiente, debe desarrollar toda una nueva manera de relacionarse (Ro 12:3–5, 6–7, 9–16; 1 Co 12:1–11, 12–26, 27–31; 14:1–40; 1 P 4:10; Ef 4:11–16; Gá 3:27–28; Col 3:11).
(2) El edificio
Jesús anunció que él edificaría su iglesia (Mt 16:18). Él hablaba a judíos para quienes el templo de Jerusalén era una realidad objetiva. Acerca de las iglesias en Judea, Galilea y Samaria se afirma que eran edificadas (Hch 9:31). A los cristianos se les insta a edificar (1 Co 3:10, 12; 8:1; 10:23; 14:4, 17; Ef 2:22; 4:16; 1 Ts 5:11; 1 P 2:5; Jud 20), lo que nos conduce a ver a la iglesia como un edificio que se va construyendo día a día hasta la venida del Señor.
El edificio tiene su plan trazado por el arquitecto; tiene su fundamento, el cual es prácticamente invisible y sostiene todo lo visible. Igualmente tiene sus edificadores que deben sujetarse a lo planeado a fin de que resulte en “un templo santo en el Señor” (Ef 2:21).
(3) La planta
San Pablo emplea la figura de una planta que es sembrada por alguien, regada por otros, pero cuyo crecimiento proviene de Dios (1 Co 3:6–9). Puede ponerse al lado de lo anterior el relato de la vid verdadera, en la cual el Padre es el labrador, Jesús es el tronco mismo y los cristianos los pámpanos (Jn 15:1–17). Y aun en un sentido más amplio Pablo retoma el concepto y lo aplica a judíos y gentiles cuando habla del olivo en el cual unos son parte natural y han sido cortados y otros injertados (Ro 11:23–34). En esta figura se destaca la idea de unidad y permanencia para ser alimentados y llevar el fruto requerido.
(4) La esposa
En este acercamiento se destaca por un lado la relación de Cristo con su iglesia que es de entrega incondicional a fin de santificarla y presentársela “gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Ef 5:25–27). De lo anterior se desprende que la iglesia debe ser fiel a su esposo, debe amarlo y obedecerlo.
(5) El rebaño
Jesús se presentó a sí mismo como el buen pastor que da su vida por sus ovejas. Evidentemente se refirió a su pueblo (judíos) pero también dijo “tengo otras ovejas que no son de este redil (gentiles); aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor” (Jn 10:1–11, 16). A los dirigentes en la iglesia se les llama pastores y a Cristo el gran pastor y príncipe de los pastores (Ef 4:11; He 13:20; 1 P 5:4). Aquí se destaca la idea del cuidado que Jesús tiene sobre su iglesia, pero igualmente la obediencia y seguimiento que ésta le debe.
(6) Nación y reino
Aunque esta es la idea judía tradicional, es retomada por el apóstol Pedro para indicar que la iglesia en otro sentido es un “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 P 2:9–10). La idea es mucho más amplia y diferente porque es un pueblo sin territorio pero formado con gente de muchos pueblos, razas, culturas y lenguas; es un reino de sacerdotes, ya no para ofrecer animales en sacrificio sino para anunciar las “virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” y para “ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo” (1 P 2:5; Ro 12:1). Evidentemente se destaca la dignidad del pueblo de Dios en virtud de su relación con Cristo, al mismo tiempo que su responsabilidad.
3.     LA EDIFICACIÓN DE LA IGLESIA
Las figuras anteriormente expuestas son mucho más que simple retórica. Ellas indican el modo como Dios ve a su iglesia, la importancia que le da y al mismo tiempo las actitudes que los cristianos como sus integrantes deben tener hacia ella.
Los símbolos empleados hablan claramente de un diseño o modelo, o sea de lo que Dios tiene en mente y qué es lo que toca a los cristianos seguir y construir y, muy en particular, es una señal clara a los dirigentes de cómo deben proceder. Así como a Moisés Dios le advirtió: “Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte”, igualmente el Señor espera que sus ministros y todos los cristianos plantemos, edifiquemos y organicemos al pueblo conforme a los modelos mostrados (He 8:5).
De allí que los dirigentes somos instados a “perfeccionar a los santos para la obra del ministerio”, responsabilidad que debe ser tomada muy en serio para que el pueblo de Dios sea un pueblo no sólo santo sino activo y comprometido en el servicio (Ef 4:12). Por otro lado, se nos exhorta que al edificar “cada uno” lo haga con un alto sentido de responsabilidad y cuidado. Por lo que se habla de usar los mejores materiales, aquellos que resisten la prueba del fuego como el oro, la plata y las piedras preciosas (1 Co 3:12–15). De todo lo anterior, y lo que se dirá más adelante, toma sentido el título de este curso LA IGLESIA EN QUE SIRVO que tampoco es una simple expresión literaria, sino más bien la realidad que debe caracterizar a los que tomamos parte en ella.
4.     LA PIEDRA FUNDAMENTAL DE LA IGLESIA
He mencionado ya que las figuras de la iglesia no son simplemente retóricas u ornamentales. La Biblia no desperdicia palabras ni ideas. Cuando llegamos a considerar el aspecto de qué o quién es fundamental en la iglesia, tampoco entramos en otra forma literaria interesante, sino en la verdad que le da sostén y realidad al Cuerpo de Cristo. Y aunque este fundamento fue puesto hace dos mil años, sin embargo debe ser materia de constante reflexión y evaluación en cada iglesia local, para ver si dicho fundamento es permanentemente reconocido o si está siendo sustituido por otro.
(1) Dos estratos básicos
La lectura del Nuevo Testamento nos permite entender que el gran edificio que es la iglesia, y que se está construyendo en el tiempo y el espacio, posee como fundamento dos estratos básicos.
El más profundo, una roca sobre la que se asienta todo. ¿Qué o quién es ella? La iglesia cristiana evangélica sostiene que la roca es Jesucristo mismo. ¿De dónde procede tal aseveración?
Primeramente Jesús dijo a sus discípulos “y sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mt 16:18). Alrededor de este pasaje hay un gran altercado principalmente entre católicos y protestantes. La iglesia católicorromana insiste que la roca es Pedro. Pero si seguimos el principio exegético de que la Biblia se explica a sí misma, encontramos que, por un lado, la roca a la cual se refirió Jesús en aquella declaración, es la respuesta que Pedro dio a la pregunta de Jesús: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt 16:13, 16). O sea que la respuesta es Jesús, Hijo de Dios y Cristo o Mesías.
El concepto de Cristo como roca no se fundamenta caprichosamente. La explicación de la Biblia va en ese sentido. Simbólicamente en Éxodo se habla de la roca golpeada, de la cual brotó agua abundante para el pueblo. Posteriormente San Pablo afirma que se trata de Cristo (Éx 17:6; Nm 20:8; 1 Co 10:4).
En el libro de Daniel, por el sueño del rey Nabucodonosor, sabemos que la gran imagen representativa de todo lo que el hombre ha creado (podríamos llamarlo la civilización universal de todos los tiempos), es destruida y desmenuzada por una piedra que venía de fuera de la tierra, y que ella fue hecha un gran monte que permanecería para siempre (Dn 2:31–35, 44–45). Entendemos que se refiere no sólo a Cristo sino a su reino.
También coinciden perfectamente con esto las referencias de los Salmos y del profeta Isaías al hablarnos de una roca, cuyo sentido es claramente definido tanto por Cristo, como por los apóstoles Pedro y Pablo. Sin duda ellas dicen que se trata de Cristo Jesús (Is 28:16; Sal 118:22; 18:31; Mt 21:42; Hch 4:11; Ro 9:33; 1 P 2:4–6).
El segundo estrato, hacia arriba, son los “apóstoles y profetas” (Ef 2:20). ¿Por qué es así? Porque ellos tuvieron el privilegio de iniciar la iglesia, tanto entre judíos como entre gentiles. Luego porque, habiendo sido inspirados por el Espíritu Santo, los apóstoles nos recordarían todo lo que Jesús dijo y nos ofrecerían por escrito la verdad de Dios. Bajo el ministerio de los apóstoles el Señor nos puso en forma permanente no sólo el relato de la vida y obra de Jesús, sino la interpretación correcta de ella y su aplicación en la vida de las personas y de las iglesias cristianas. Es lo que Judas denomina la “fe que ha sido una vez dada a los santos” (Jn 14:26; 16:13; 2 Ti 3:16–17; 2 P 1:19–21; Jud 3). Por esto en la visión apocalíptica la nueva Jerusalén aparece con un muro de doce cimientos “y sobre ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero” (Ap 21:14).
(2) Cristo como piedra fundamental
¿En qué manera es Cristo la piedra, no sólo de la iglesia en su sentido universal, sino de la congregación local? Juzgo que esta pregunta es esencial para el buen desarrollo del cuerpo de Cristo, ya que la historia muestra cuán fácilmente los teólogos, predicadores y creyentes, se apartan de la verdad central que sostiene a la iglesia. Señalaré algunos de los conceptos más importantes.
Primeramente, Cristo debe ser reconocido en todo tiempo y lugar como la suprema expresión del amor divino hacia la humanidad. No hay otro don tan precioso ni forma tan grande con la que Dios pudo haber mostrado su bondad hacia la raza humana, sino por medio de su Hijo Jesucristo (Jn 1:18; 3:16; Ro 5:8; 2 Co 8:9; He 10:5–10; 1 Jn 4:9).
En segundo lugar, Jesucristo establece el hecho de que la iglesia existe por causa de un acto milagroso, la encarnación de Dios. Este aspecto es básico; no puede ser negado. Puede haber algo que se llame iglesia o cristianismo pero si no parte de este aspecto fundamental, se constituye en un grupo humano cualquiera como lo es un club, un sindicato o sociedad. La iglesia se funda en este hecho, y se sostiene permanentemente en su afirmación y anuncio al mundo (1 Ti 3:16; Mt 1:18–23; Jn 1:1, 14–16; Fil 2:5–11; 1 Jn 2:22; 4:2; 2 Jn 7).
En tercer lugar, Jesucristo se constituye fundamento de la iglesia en el sentido que él es nuestro maestro y modelo por excelencia. Su vida, su labor, su conducta y su enseñanza no sólo deben ser estudiadas, conocidas y aprendidas, sino que deben ser tomadas como la verdad última y suprema en el mundo y a la cual debemos aferrarnos, aun cuando existan muchas otras alternativas. Ella debe ser la meta de todo cristiano, a fin de que crezcamos a su semejanza y a la medida de su estatura (Jn 13:13–14; Mt 10:24–25; 2 Co 3:18; Ro 8:29; Ef 4:3; Fil 3:8–14).
Lamentablemente muchas veces este fundamento es puesto de lado, o se le da poco énfasis cuando en las congregaciones tienen prioridad reglamentos, características denominacionales y asuntos externos que conforman la identidad cristiana. El más hondo sentir del Nuevo Testamento es que debemos proponer y enseñar a Cristo, no sólo como el Salvador, sino como el modelo del nuevo hombre y nueva mujer, a partir de la conversión (2 Co 5:17; Ef 4:22–24; Col 3:10–11). Esto es lo que se define como “hacer discípulos”, “enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mt 28:19–20; Jn 8:31–32).
En cuarto lugar Jesús es la base de la iglesia por su sacrificio voluntario por el pecado de la humanidad, a fin de que pudiéramos tener un camino de reconciliación con Dios, de perdón de nuestros pecados, de regeneración espiritual y de esperanza de resurrección y vida eterna. Dicha obra expiatoria que fue un acto cargado de debilidad, de humillación y de vergüenza pública, según la mente del mundo, es el acto central en la Biblia, el mensaje básico y autoritario de la iglesia al mundo, el cual se convierte, a pesar de su debilidad, en su gran poder (Is 52:13–53:12; Jn 1:29; Lc. 24:44–47; Hch 2:22–36; 3:13–21; 1 Co 1:17–25; He 7:22–28; 9:11–14, 22–28; 10:1–18).
En quinto lugar Jesús es el fundamento de su iglesia con su resurrección, pues por ella vino a ser la esperanza de quienes mueren en el Señor. Por lo cual la muerte no sólo ha perdido el poder de su ponzoña y los creyentes son liberados del temor a ella, sino que surge gloriosa la seguridad de que resucitaremos para vida eterna con un cuerpo semejante al del Cristo resucitado. Así él ha venido a ser el primogénito entre los muertos y entre muchos hermanos (Hch 2:31; 4:2, 33; 23:6; 24:15; 1 Co 15:1–8, 12–50; 8:29; Ap 1:5; He 2:14–15).
En sexto lugar la iglesia se asienta sobre Jesucristo en el sentido que debido a su triunfo en la obra redentora, ascendió a los cielos y se sentó a la diestra del Padre. Desde allí actúa como Señor en los cielos y en la tierra, Pastor de su iglesia y su único mediador y abogado. Por medio de él tanto los pecadores no arrepentidos pueden tener acceso al Padre para obtener perdón y vida nueva, como también los cristianos, pecadores regenerados y en vía de santificación, podemos obtener perdón, misericordia, ayuda y victoria contra el diablo, el poder del mundo y la fuerza de las propias pasiones (Mt 28:18; Hch 2:36; 1:9–11; He 1:1–2; 1 Jn 1:7, 9; 2:1–2; 3:6–9; 5:4–5).
Finalmente, Jesucristo es el fundamento de la iglesia, por cuanto en él, como Señor que regresará, se resume la aspiración suprema de ver reinar la justicia, la paz, el amor y la reconciliación en todo el orbe. Y aunque hay diferencias de comprensión acerca de si lo hará antes o después de la tribulación, o antes o después de otros acontecimientos, el Nuevo Testamento es unánime en cuanto a que él regresará.
Su regreso no será ya como el siervo sufriente de Isaías, sino como el Hijo del Hombre de Daniel a quien “le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido”. Quien regresará será el que cabalga sobre un caballo blanco, que se llama “Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea”. Es el Verbo de Dios que herirá a las naciones, y “Él las regirá con vara de hierro”, pues es “Rey de reyes y Señor de señores” (Mt 24:29–31; Hch 1:11; 1 Ts 5:1–11; 2 Ts 2:1–12; Col 1:20; Dn 7:13–14; Ap 19:11–16; 22:7, 12, 20).
Esta esperanza es cierta porque se fundamenta en la promesa de Dios y no en una utopía, sueño, artificio ideológico o político pensado por el ser humano. Por ello la iglesia debe aprender en todo tiempo y lugar a juzgar toda esperanza que se proponga a la humanidad y permanecer fiel y anunciar al mundo la esperanza divina.
De manera que Jesucristo no es para la iglesia un simple recuerdo histórico, o materia de una reflexión teológica sobre cosas que pasaron hace dos mil años. El sentido verdadero es que habiendo dado su vida, y en base a su obra y sus palabras, la iglesia y sus líderes que toman esto seriamente, y lo hacen el centro de su vida, de su mensaje y su enseñanza, están verdaderamente fundados sobre la roca. Las demás son casas asentadas sobre la arena (Mt 7:21–29).
5.     EL FUNDAMENTO APOSTÓLICO
Anteriormente vimos que la base de la iglesia tiene dos estratos: la roca fundamental que es Cristo, y sobre él los apóstoles que son los ministerios de más amplitud citados en la carta a los Efesios (Ef 4:11). ¿Qué razones hay para pensar en la función de cimiento que juegan los apóstoles en la iglesia?
(1) La relación que tuvieron con Jesús durante su ministerio terrenal. Él pasó una noche en oración, luego llamó a los que él quiso, primeramente para que “estuviesen con él”, luego para “enviarlos a predicar”, y finalmente para “que tuviesen autoridad para sanar enfermedades y para echar fuera demonios”. Fue su círculo más cercano (Mr 3:13–15).
A ellos les reveló secretos que no eran para otros; les llamó “amigos”; les prometió enviarles un sustituto igual que él, el Espíritu Santo, para que les acompañara y les guiara a toda la verdad; les indicó que en su gloria, los doce se sentarían sobre doce tronos para juzgar a las tribus de Israel; y finalmente, les confirmó su confianza y misión después de su crucifixión y resurrección (Mt 13:11; Jn 15:14–16; 14:16–18, 26; 16:7, 13–15; Mt 20:28; 28:18–20; Mr 16:14–20; Lc 24:44–49; Jn 20:21–23; Hch 1:6–8).
@NUMERED HEADING = (2) Los apóstoles por todo lo anterior son considerados como testigos oculares y presenciales de la vida y obra de Jesús, desde que empezó su ministerio, pasando por la cruz, la resurrección y su ascensión. Este dato es fundamental y es empleado como un argumento importantísimo ya que le da validez histórica al hecho milagroso de nuestra redención (Lc 24:48; Hch 1:8, 22; 2:32; 3:15; 5:32; 13:31; 1 P 5:1).
(3) Igualmente el grupo de los doce, habiéndose nombrado a otro después de la traición de uno de ellos, fueron testigos por su propia experiencia del derramamiento del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Con ello, se dio el cumplimiento de profecías del Antiguo Testamento, profecías de Juan el Bautista y promesas de Jesús mismo, lo que venía a confirmar la urgencia e importancia de la tarea que debían emprender (Jl 2:28–32; Lc 3:16; Jn 14:16; Lc 24:49; Hch 1:8; 2:1–21; 4:29–31).
(4) Merece consideración especial el caso de un apóstol que no fue de los doce, ni reunió muchas de las características que ellos tenían: Pablo. Curiosamente fue el más importante personaje en el Nuevo Testamento después de Jesucristo. Pero él reclamó una y otra vez, como ninguno, su función en la iglesia como apóstol, igual que los demás (Ro 1:1; 11:13; 1 Co 1:1; 9:1, 2, 5; 15:9; 2 Co 1:1; 11:5; 12:12; Gá 1:1, 17; Ef 1:1; Col 1:1; 1 Ti 1:1; 2:7; 2 Ti 1:1, 11; Tit 1:1).
Para afirmar su participación como apóstol, Pablo alega que, aunque no anduvo con Jesús, sí lo vio y se le reveló en el camino de Damasco. Y que fue bautizado con el Espíritu Santo. Y que recibió el evangelio por revelación directa de Jesucristo. Además recibió de Dios revelaciones donde “oyó palabras inefables que no le es dado al hombre expresar”. Igualmente que recibió un ministerio a los gentiles y que en su labor de enseñanza y predicación el Espíritu Santo le guiaba (Hch 9:1–22; 1 Co 9:1; 15:8–10; 2 Co 12:1–4; Hch 13:47; 15:7; Ro 11:13; Gá 1:16; Ef 3:8).
Su autoridad apostólica fue luego aceptada y confirmada por los otros apóstoles y por la iglesia. Las columnas de Jerusalén le dieron la diestra de compañerismo (Gá 2:9). En el Concilio de Jerusalén, año 51, no sólo se reconoció su autoridad personal, sino que se afirmó la verdad de su enseñanza (Hch. 15:1–31). El apóstol Pedro reconoce la “sabiduría” que Dios le ha dado (2 P 3:15). Autores del Nuevo Testamento como Lucas y Marcos estuvieron largo tiempo muy cerca de él (2 Ti 4:11).
Pablo escribió trece cartas. Quizá catorce con la carta a los Hebreos, cuya autoría sigue oculta. No sólo demostró ser un apóstol para estar entre el grupo original, sino que su función fue determinante para el arranque, desarrollo y estabilidad del Cuerpo de Cristo. Pablo llegó a ser parte del fundamento, como “perito arquitecto” (1 Co 3:10).
6.     CONCLUSIONES
(1) Los dirigentes en la iglesia de Cristo deben ser personas profundamente conocedoras de lo que ella es, sea en su manifestación básica como congregación local, sea ésta de dos o tres personas, de veinticinco miembros o de cientos, como en su sentido total de cuerpo de Cristo. Esta comprensión debe inspirar actitudes consecuentes y responsables las cuales resultarán en una edificación más amplia y más sólida. Y este mismo sentir debe ser transmitido a todos los creyentes, a fin de que en forma conjunta, todos contribuyamos a presentarle a Jesús una novia bellamente vestida (1 Co 3:9–17).
(2) Las figuras de la iglesia son en sí modelos o parámetros que deben ayudarnos a proyectar su vida sobre bases concretas. La iglesia no es únicamente un grupo de personas reunidas bajo un techo, cantando, orando y escuchando un sermón. Hay una tarea de grandes dimensiones, revestida de una dignidad sin igual, a la que todos los que servimos en ella nos debemos dedicar con toda la inteligencia y fuerzas de nuestro ser. Nada hay tan grande y glorioso en este mundo como regar, abonar, cuidar y podar la planta de Dios para que lleve fruto, mucho fruto, abundante y permanente fruto (Jn 15:1–16).
De todo lo anterior se desprende el principio establecido de que la tarea del liderazgo en la iglesia es que no sólo éstos hagan la obra del ministerio, sino que perfeccionen, capaciten y movilicen a “todos los santos”. Es el sentido del sacerdocio universal de los creyentes establecido por los apóstoles, opacado durante muchos siglos, redescubierto en la Reforma del siglo XVI y fuerza motivadora de la iglesia evangélica latinoamericana (Ef 4:11–16; 1 P 1:9–10).
(3) La iglesia de Cristo, aunque puede parecerse a muchas actividades colectivas que se dan en el mundo corriente, es radicalmente distinta. Es un organismo al que el Señor mismo le ha establecido sus fundamentos, sus principios, sus objetivos, sus medios y sus guías. Esto Dios lo ha revelado en Su palabra. La tarea de los siervos del Señor y de las iglesias, lejos de andar buscando ideas o metas u objetivos según los criterios del mundo, debe ser conocer bien sus fundamentos bíblicos y arraigarse en ellos. En un mundo de tanta confusión, filosofías, ideologías y proyectos, la tarea del dirigente cristiano es saber hacer lo que Dios le pide para su iglesia, a fin de que Dios le dé su crecimiento. De otra manera puede agradar a los hombres y contemporizar con lo que los hombres crean, pero su labor será en vano. El trabajo de la iglesia se hace con los principios que Dios mismo ha establecido (He 8:5).
(4) Es necesario recordar que si bien el Espíritu Santo vino y está presente en la iglesia, lo está como motor y poder de ella, reconociendo, desde luego, que es una Persona. Pero el centro sobre el cual gira la vida de ella es el Señor Jesucristo mismo. Y sabemos que aun la función del Espíritu es exaltarlo a él, darlo a conocer y glorificarlo. Todo lo que Cristo significa en la Biblia debe estar en forma íntegra en la vida y misión de la iglesia. Es nuestra tarea suprema anunciar a Cristo a todo hombre y mujer; enseñar que él es el maestro, modelo y meta suprema de todos los que se llamen cristianos. Es nuestro deber darlo a conocer en toda la dimensión con que lo presentan las páginas de la Biblia. Con la ayuda del Espíritu Santo nos corresponde hacer de la iglesia un verdadero organismo en el cual Jesucristo sea el centro y tenga en todo la preeminencia (Fil 1:20–21; Ef 3:8–12; Col 1:15–20).
(5) Finalmente, dirigentes y cristianos en general necesitamos amar la Iglesia. Cristo la amó y se dio por ella. Pablo también la amó, y cumplió en su carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por ella. Por ella trabajó, se gastó y luché según la potencia de Dios que actuaba en él (Ef 5:25, 27, 29, 32; Col 1:24–29; 2 Co 12:15; 11:28). Trabajar dentro de la iglesia, ya sea en una congregación local o en lo que se conoce como ministerios, puede hacerse por muchas motivaciones que no giran alrededor del interés que Dios tiene para su cuerpo. Él necesita hombres y mujeres dispuestos a darse por entero en este magno proyecto.
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