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lunes, 9 de julio de 2012

Relatos en forma de Parabolas: Aguijones poderosos para los corazones indolentes

biblias y miles de comentarios
 
A todo el mundo le gustan los relatos. Son universales y atemporales. Sirven de puente entre las personas de diferente edad, trasfondo social y cultural. No se limitan a informar la mente, sino que llegan al corazón. Y, aunque pueden resultar inmensamente entretenidas, las historias a veces pueden llegar a ser también muy profundas.
A Jesús le encantaba contar historias—o «parábolas», como él las denominaba—. Este libro examina varias de las más famosas que han quedado plasmadas para nosotros en el evangelio de Lucas. Y, antes de Comenzar a estudiar algunos ejemplos concretos, iría bien comenzar con algunas generalidades acerca de las parábolas.
Las parábolas de Jesús se engloban dentro de dos amplias categorías. Algunas sencillamente son símiles algo extensos. El reino de Dios es como una perla preciosa Mateo 13:45–46) o como una red que se echa en el mar (Mateo 13:47). Estas parábolas pueden considerarse como ayudas visuales. Ilustran una verdad espiritual concreta que Jesús intenta explicar, pero lo hace de una forma deliberadamente misteriosa. Y existe otra clase de parábolas en la que Lucas está especialmente interesado. Este tipo va más allá de lo que sería un sencillo símil desarrollado. Se parece mucho más a una historia alegórica. En estas «narraciones en forma de parábola», Jesús no trata sólo de inquietar o instruir a sus oyentes; quiere desafiarlos de una manera radical. Superficialmente, esas historias parecen inocuas, encantadores relatos cortos llenos de imágenes familiares que captan con facilidad nuestra atención. Pero, en realidad, son una especie de bombardero oculto imposible de detectar, diseñado especialmente para derribar nuestras defensas psicológicas e introducirse en nuestras mentes a través de cualquier barricada que podamos levantar, para después lanzar su descarga altamente explosiva, en dirección al punto más vulnerable de nuestra autosuficiencia espiritual.
Una característica que se da con frecuencia en estas parábolas es que tienen un extremo en forma de aguijón: algo que te pincha y te hace sentir un hormigueo interior, que te golpea en el estómago cuando menos te lo esperas. En un sentido, estas parábolas son especialmente difíciles de comprender hoy. Algunas de ellas son tan conocidas que forman parte de nuestro bagaje cultural y, como resultado, han perdido gran parte de su valor novedoso original. El buen samaritano y el hijo pródigo, por ejemplo, nos son tan familiares que sus punzadas ya no nos producen la misma impresión. Las estamos esperando y ya no nos pillan por sorpresa. Y lo peor es que esa ausencia de sorpresa ni siquiera nos preocupa.
No obstante, con un poco de imaginación no resulta imposible volver a captar el impacto original de estas historias. Es decir, tenemos que situarnos como si formáramos parte de la audiencia original de Jesús. Entonces, al menos en teoría, podremos volver a descubrir lo subversivas y radicales que eran en verdad estas parábolas. Al menos eso es lo que nos proponemos en este libro. Vamos a tratar de encontrar el aguijón de cada historia, por así decirlo.
Si lo conseguimos, si el bombardero oculto de Jesús hace blanco en nosotros, entonces ¡ojo!, porque después de su ataque ya no seremos los mismos. ¡Recibiremos una descarga explosiva que de seguro bombardeará nuestra mente!
Inicialmente, estos ocho capítulos fueron predicados como sermones en diferentes contextos. Algunos en la Convención de Keswick (y agradezco el permiso para reproducir aquí ese material). El resto, en la iglesia Edén, de Cambridge, como parte de los cultos dominicales habituales. Agradezco a los obreros de IVP el que hayan llevado a cabo la árdua labor de transcribirlos a partir de las grabaciones. En ambos casos, el texto del sermón sólo ha sido revisado por encima, y por ello el lector percibirá a menudo el sabor del estilo oral.
Seguramente eso sea lo más apropiado, porque también las parábolas de Jesús fueron vertidas originalmente en forma oral y a una audiencia viva.
Roy Clements
1
LA SEMILLA DEL CAMBIO
LUCAS 8:1–15
Aconteció después, que Jesús iba por todas las ciudades y aldeas predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios, y los doce con él, y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Chuza intendente de Herodes, y Susana, y otras muchas que le servían de sus bienes.
Juntándose una gran multitud, y los que de cada ciudad venían a él, les dijo por parábola: El sembrador salió a sembrar su semilla; y mientras sembraba, una parte cayó junto al camino, y fue hollada, y las aves del cielo la comieron. Otra parte cayó sobre la piedra; y nacida, se secó, porque no tenía humedad. Otra parte cayó sobre espinos, y los espinos que nacieron juntamente con ella, la ahogaron. Y otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno:
Hablando estas cosas, decía a gran voz: el que tiene oídos para oír, oiga.
Y sus discípulos le preguntaron diciendo: ¿Qué significa esta parábola? Y él dijo: A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan.
Ésta es, pues, la parábola: La semilla es la palabra de Dios. Y los de junto al camino son los que oyen, y luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra, para que no crean y se salven. Los de sobre la piedra son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan. La que cayó entre espinos, éstos son los que oyen, pero yéndose, son ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto.
Mas la que cayó en buena tierra, éstos son los que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia. (Lucas 8:1–15)
Venían de todas partes, como los aficionados que acceden a un campo de fútbol. Unos llegaban solos, otros en grupo. Había maridos acompañados de sus esposas, madres que venían con sus hijos, jóvenes que traían a sus parejas. Algunos parecían traer a todo el pueblo con ellos. Los había que venían porque estaban enfermos o tenían algún trastorno y pensaban que él podía sanarlos. Otros porque eran pobres o estaban oprimidos y pensaban que él podía liberarlos. Otros venían porque estaban aburridos y sentían curiosidad, y pensaban que él podía entretenerlos. Otros venían … bueno, para algunos habría sido difícil explicar exactamente por qué venían; quizás porque imitaban a todos los demás. Pero, cualquiera que fuese su compañía y su motivación, había una palabra en labios de Jesús que les intrigaba y entusiasmaba: «reino».
«El reino de Dios se ha acercado». Eso es lo que decían que predicaba. Para la población rural de Galilea, aquellas palabras eran la chispa que encendía la mecha.
Toda sociedad sueña con un mundo mejor: una sociedad sin clases, el sueño americano, diversas utopías; y los judíos del primer siglo no eran una excepción. En los últimos años del período del Antiguo Testamento—como muestran los profetas inspirados, que lucharon contra su experiencia nacional de tiranía y opresión—se había ido introduciendo más y más en sus mentes el sueño de un reino venidero. Estaba claro que sería una intervención extraordinaria por parte de Dios para transformar este presente mundo de maldad en la clase de mundo donde el pueblo de Dios podría sentirse verdaderamente en casa. Se obtendría una victoria definitiva sobre los poderes del mal, una victoria que ningún ser humano normal era capaz de alcanzar.
Por tanto, esperaban la llegada de un liberador sobrenatural. Alguien que fuera ungido como los poderosos héroes del pasado: un nuevo David, pero incluso mayor. Esperaban, en una palabra, al Mesías: «No os preocupéis—decían los profetas—, las cosas nos van bastante mal a los judíos de este presente siglo malo. Pero pronto irrumpirá el Mesías en la historia. Y entonces, en ese momento, el reino de Dios llegará».
¿Podéis imaginaros la impresión que se llevarían, el temblor lleno de esperanza que seguramente recorrería a la población de Galilea cuando Jesús, un joven carpintero de Nazaret, comenzó a recorrer las ciudades y los pueblos diciendo que aquello ya había ocurrido? «El reino de Dios se ha acercado. Arrepentios y creed en el evangelio»—les decía.
Evidentemente, al principio habría muchos escépticos. Estaban muy familiarizados con lunáticos que daban rienda suelta a sus fantasías megalomaníacas y que pretendían ser el Mesías. Pero aquel hombre no sólo tenía pretensiones mesiánicas. Arrojaba demonios, sanaba a los enfermos y enseñaba; ¡y cómo enseñaba! Tenía un carisma que no se había visto en Israel desde los días de los más grandes profetas, medio siglo antes. Incluso corría el rumor de que podía tratarse de Elias o de Jeremías resucitados de los muertos. Hasta ese punto llegaba el asombro y el impacto que les había producido.
Si hubiera querido aprovechar su oportunidad, habría puesto en marcha toda una campaña de avivamiento religioso y revolución política que las autoridades de Jerusalén—y quizás las de Roma—habrían sido incapaces de frenar. La palabra «reino» les traía a la memoria los más gloriosos sueños de todo el pueblo galileo, encendía su celo más fanático e inspiraba su compromiso más apasionado. Todo lo que tenía que hacer al enfrentarse a aquella multitud era realizar uno o dos milagros y soltarles un apropiado discurso que los pusiera en marcha: toda Galilea habría corrido precipitadamente y con gran entusiasmo tras su mesiazgo.
Pero lo más extraordinario es que no lo hizo. En vez de eso les contó un cuento. ¿Podéis imaginaros a semejante multitud dispuesta a llegar hasta él yendo de pueblo en pueblo, con gran expectación, pendientes de cada palabra, anhelando ser conmovidos por medio de su impresionante oratoria y ser impactados por su poder sobrenatural? ¡Y él va y les cuenta un cuento! Una historia extraña y enigmática, una «parábola»—como él la llama.
Incluso a sus amigos más cercanos les desconcertó totalmente su comportamiento: «¿Pero se puede saber qué haces, Jesús?» Y aquí tenemos su explicación:
A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan (Lucas 8:10).
Se trata de unas palabras controvertidas y poco aceptadas. Contradicen el punto de vista popular de las parábolas y de las historias moralizantes, de aquellas imágenes pintorescas que sirven para ayudar a que la gente sencilla y poco sofisticada entienda las cosas. Al contrario, Jesús dice que él habla en parábolas no para que a la gente le sea más fácil comprender, sino para que le sea más difícil: «Para que viendo no vean, y oyendo no entiendan».
En cualquier caso, lo que está muy claro es que a Jesús no le impresionaban aquellas multitudes que fluían de todos los rincones de Galilea para verle, y entre las cuales podríamos haber estado nosotros si hubiéramos vivido en aquel entonces. No estaba en absoluto convencido de que captaran verdaderamente su onda. Había crecido entre ellos. Conocía perfectamente la clase de ideas que albergaban sobre el reino de Dios, y eran completamente diferentes de las suyas. Lo último que quería hacer era fomentar sus errores por medio de una búsqueda de popularidad. De hecho les lanza indirectas acerca de lo que piensa de ellos, citando al profeta Isaías cuando se le dijo que predicara a un pueblo cuyos corazones serían endurecidos sin remedio contra sus palabras. En los días de Isaías parecía que Israel había llegado a estar tan enamorado de los ídolos paganos, que no podía ni ver ni oír que Dios había dictaminado legalmente abandonarlo a su propia ceguera y sordera espiritual.
Ese decreto divino que aparece en Isaías 6:9 es lo que Jesús estaba citando aquí cuando habló, en el versículo 10, de los que oyendo no entienden. Las multitudes galileas, según Jesús, se encontraban en un estado espiritual similar al de los judíos del Jerusalén de Isaías. Eran incapaces de comprender la nueva revelación del reino de Dios que les traía, porque sus mentes estaban cerradas y llenas de prejuicios en contra. Algunos comentaristas van incluso más lejos, hasta llegar a la conclusión de que, en el versículo 10, Jesús estaba adoptando deliberadamente una estrategia de encubrimiento, intentando esconder sus verdaderas opiniones. Sugieren que estaba tan desilusionado con el pueblo judío y tan convencido de que, como el Jerusalén de Isaías, le acabarían rechazando, que camufló deliberadamente su mensaje, para confirmarles así su estado de condenación debido a su incredulidad.
Se trata de una teoría discutible; pero creo que, de alguna manera, es exagerar el asunto. Al fin y al cabo, si Jesús quería ocultar su mensaje de las multitudes, ¿por qué predicaba? ¿Y qué hacemos con su insistente exhortación: «quien tenga oídos para oír, oiga”? Verdaderamente suena como si buscara una respuesta inteligente a sus palabras.
Creo que está más cerca de la verdad la interpretación de que Jesús estaba diciendo en el versículo 10 que utilizaba las parábolas como una especie de filtro. Entre los miles de personas que venían a verle movidos por razones equivocadas, él sabía que había algunos que estaban verdaderamente abiertos a la verdad. Una reducida minoría, quizás, en medio de una inmensa multitud de sordos espirituales; pero, a pesar de ser pocos, tenían oídos para oír. Sus parábolas eran un filtro que identificaba a los verdaderos discípulos. Aquellos que se acercaban a Jesús buscando sólo un líder político, un revolucionario nacionalista o un hechicero hacedor de milagros se iban frustrados. Se encontraban, para su desilusión, con alguien que se dedicaba a contar historias. Pero aquellos que habían sido atraídos hasta él por algún tipo de magnetismo más profundo, se quedaban. En sus corazones estaba trabajando el Espíritu de Dios. Habían sido llamados en su interior a seguirle. Aunque al principio les dejó perplejos, como a todos los demás, a la vez estaban intrigados, deseando comprender lo que verdaderamente quería decir. Sentían que, enterrada en algún rincón de la aterradora penumbra de sus parábolas, se encontraba la pista que les llevaría hacia aquel reino de Dios que tanto anhelaban sus corazones. «A vosotros—les dice—os es dado conocer los misterios del reino de Dios». De hecho, ésta es una característica fundamental de todo el ministerio de Jesús. No es necesario luchar a brazo partido con su mensaje desde la distancia segura de una curiosidad imparcial. La iluminación espiritual es privilegio de aquellos que se comprometen de una manera personal con él y que comparten la intimidad de una relación personal con él. A diferencia de muchos oradores, Jesús nunca perdió la cabeza debido a la adulación de las multitudes. Él no enloqueció por la ilusión de alcanzar el éxito que acarrean las grandes cifras. La mentalidad de «mega-iglesia», con su «evangelio adaptado a las necesidades del mercado» y orientado hacia el consumismo, no le interesaba en absoluto. Era capaz de ver más allá. Se contentó con rodearse de los doce hombres y el puñado de mujeres que Lucas nos menciona. Con tal de que fueran verdaderos aprendices, verdaderos discípulos, él estaba dispuesto a darse totalmente a aquel reducido grupo.
Es significativo el hecho de que la interpretación de las parábolas que Jesús continúa exponiendo aclare aun más este proceso de criba. Detrás del énfasis pastoral del sembrador y la semilla está la verdad solemne y seria de que sólo algunos escuchan sus palabras y llegan a ser bendecidos por él. Por desgracia, muchos son evangelizados y, sin embargo, no llegan a ser salvos. Aunque la respuesta inicial pueda parecer prometedora, el camino del discipulado puede resultar demasiado exigente.
Antes de examinar esta interpretación en detalle, merece la pena apuntar que el simple hecho de que Jesús interprete su parábola de esta forma desmiente dos populares teorías contemporáneas acerca de las parábolas. Algunos comentaristas recientes del Nuevo Testamento han defendido que las parábolas no deben ser interpretadas, sino tan sólo revestidas de ropajes contemporáneos. Una parábola, según ellos, es un recurso retórico pensado para causar un impacto inmediato sobre una audiencia actual; por tanto, interpretar una parábola es algo así como explicar un chiste. Si lo hacemos, ya no tiene gracia ni produce efecto.
Hay un profundo elemento de verdad en ese punto de vista. Las parábolas son deliberadamente misteriosas y difíciles de captar. Hay en ellas algo paradójico y sorprendente que pretende subvertir las presuposiciones del que escucha. Introduciéndonos en su historia, Jesús nos desarma de nuestras defensas psicológicas, de manera que las verdades inadmisibles para nosotros puedan encontrar un lugar en nuestros corazones como un misil que busca su objetivo. Y, como consecuencia, es sin duda difícil predicar las parábolas de una manera que reproduzca aquel impacto dramático original. No obstante, es evidente que Jesús no creía que fuera imposible explicar las parábolas, ni que perdieran su valor si se intentaba hacerlo, ya que él mismo interpreta esta parábola.
Una segunda tesis defendida comúnmente por los eruditos actuales—y que también se contradice con el ejemplo que Jesús da aquí—es que las parábolas son ilustraciones de un sermón encaminadas a aclarar un punto concreto y que nunca deberían tratarse como alegorías. De nuevo existe un importante elemento de verdad en esto. Los estudiosos medievales dejaban a veces volar su imaginación en busca de significados alegóricos escondidos tras las parábolas.
Por ejemplo, si estudiamos la conclusión de esta parábola en los evangelios de Mateo y de Marcos, encontramos que termina de manera ligeramente diferente. La semilla sobre la buena tierra produce diferentes cantidades de fruto: unos a ciento por uno—como también dice Lucas—, pero otros a sesenta y a treinta por uno. Lucas ha abreviado la historia ligeramente en cuanto a este aspecto. Los expertos medievales se aferraban con fuerza al final más largo y sugerían toda clase de ideas especulativas acerca de su significado. Una teoría popular era que el ciento por uno representaba a los mártires que habían dado sus vidas por Cristo; el sesenta por uno representaba a los monjes que habían hecho un voto de celibato; ¿y el treinta por uno? ¡Bien—argumentaban—, es obvio que el treinta por uno representa a aquellos cuya diminuta contribución al reino de Dios consistía sencillamente en ser una esposa obediente!
Evidentemente, esa forma de leer el lenguaje figurado de Jesús no es legítima. No hay razón en absoluto para creer que, en la parábola del sembrador, él pretendía hacer referencia alguna a los mártires, a los monjes o a las esposas obedientes. De hecho, la mayoría de los detalles de sus parábolas no están escondidos ni tienen un significado secundario en absoluto, sino que están allí sencillamente para añadirle color a la historia.
No obstante, tampoco se debe insistir en que las parábolas sólo tienen una lección sencilla que enseñarnos. Porque la propia interpretación que Jesús hace de esta parábola presenta características claramente alegóricas. El sembrador, la semilla, el terreno pedregoso y los espinos, tienen que ver todos ellos con cosas diferentes. Por tanto, es un claro error trazar una línea divisoria entre parábola y alegoría, o situar un límite arbitrario en cuanto a la cantidad de enseñanza contenida en una parábola.
En realidad quiero sugerir que hay al menos tres lecciones imprescindibles que Jesús está intentando comunicarnos en esta parábola.
1. La forma en que avanza el reino de Dios
Ésta es, pues, la parábola: La semilla es la palabra de Dios. (Lucas 8:11)
Comenzamos con el llamativo anuncio que Jesús hace del reino de Dios. Los poderes del mal huyen ante su rostro. Expulsa a los demonios. Los cojos son sanados. Las señales de su misión mesiánica para transformar el mundo son claramente manifiestas. Pero, ¿de qué forma va a cambiar el mundo? Ésa es la pregunta inevitable: ¿Cómo va a traer el reino? ¿Qué estrategia empleará para precipitar esta transformación decisiva para la historia mundial? ¿Levantará un ejército de ángeles y marchará sobre Jerusalén o sobre Roma? ¿Hará descender fuego sobrenatural del cielo para consumir a los malvados? ¿Qué método utilizará para introducir el reino de Dios? De hecho, todo esto era muy debatido entre los judíos de aquellos días. Y, cuando habla de los «secretos del reino de Dios», está haciendo referencia a la respuesta a esta pregunta. Pretende traer información privilegiada sobre este punto tan importante desde la fuente de inteligencia más elevada posible de todo el universo, desde el mismo cielo. Y la clave de esa estrategia secreta, para aquellos que sean capaces de penetrar en la parábola en la que se esconde, reside en la semilla.
Reuniendo la evidencia de todas sus parábolas y de toda su enseñanza, queda claro que Jesús anticipó que el reino de Dios vendría de una forma hasta entonces desconocida para el pueblo judío. Llegaría en tres fases, y no por medio de un sólo instante apocalíptico. En primer lugar habría un tiempo de plantación cuando llegara el Mesías, de incógnito y disfrazado, a sembrar la semilla del reino en los corazones de unos cuantos discípulos escogidos. Después habría un período de crecimiento para que esa semilla, multiplicada a través de su testimonio, fertilizara muchas otras vidas, hasta que verdaderamente las esporas del reino hubieran sido esparcidas por todo el mundo. Y, por último, habría un tiempo de cosecha en el que el Mesías volvería—esta vez en medio de una aclamación pública universal—para recoger el fruto producido por la semilla que había sembrado, y así manifestar plenamente el reino del que habían hablado los profetas.
Por tanto, la respuesta a esa pregunta de tan vital importancia—¿De qué manera va a llegar el reino de Dios?—reside en la metáfora de la semilla. ¿Y qué es esa semilla, ese instrumento tan importante por medio del cual el nuevo mundo del reino se esparce por todas partes? Aquí, en esta primera parábola, Jesús deja a sus discípulos sin duda alguna al respecto. «La semilla es la palabra»—les dice—. La predicación del evangelio será el agente inseminador del cambio. Será la palabra la que hará germinar la revolución cósmica de Dios. Es la que introduce el reino. «La semilla es la palabra de Dios».
Es difícil captar toda la importancia de esa sencilla frase tan breve. Por desgracia, la iglesia, a lo largo de los siglos, no siempre la ha creído. Una y otra vez han surgido otras cosas que han usurpado el primer lugar que la palabra debería haber ocupado en la agenda cristiana. Hubo un tiempo, por ejemplo, en que la iglesia veneraba el pan y el vino más que la Biblia; el altar estaba en el centro en lugar del púlpito, y no sólo en su arquitectura sino también en su teología.
Hay quienes, incluso hoy, nos harían volver a aquella superstición sacramentalista si pudieran. Pero, en nuestra generación, la amenaza a la primacía de la palabra llega generalmente desde otras direcciones: la acción social, por ejemplo. En los últimos años ha habido muchos cristianos que se han involucrado cada vez más en política. Durante mucho tiempo, los cristianos habían considerado el terreno político como un área en la que no había que entrar, como si Jesús fuera Señor de todo excepto allí. No es así. Los cristianos tienen la responsabilidad de ser la sal de la tierra tanto en los despachos políticos y en los debates parlamentarios, como a través de campañas evangelísticas o de misiones internacionales.
No obstante, existe el peligro de excederse en el intento de compensar nuestra pasada negligencia en cuestiones sociales. La gente puede perder el contacto con las prioridades de Jesús. El péndulo puede irse al extremo opuesto. La nueva sociedad de Dios no se introduce por medio de una resolución parlamentaria, y menos aún por medió de un arma. Se introduce a través de la Palabra.
Jesús estaba bastante familiarizado con los políticos revolucionarios de sus días. Muchos de los celotes que luchaban por la libertad venían de su área de procedencia, Galilea. Pero sus tácticas no le valían. Se trataba de una semilla equivocada, y él lo sabía. La semilla es la palabra. Una palabra que, cuando la oyes en labios de Jesús o de sus discípulos, no tiene que ver directamente con estructuras sociales o económicas; una palabra que no ofrece estrategias utópicas para hacer zozobrar de manera inmediata el mal institucional; una palabra, en cambio, que tiene que ver con el arrepentimiento personal, el perdón personal, la fe personal y el discipulado personal. Es una palabra que, como vemos en esta parábola, no se dirige a las masas politizadas, sino a los corazones de los individuos responsables. Fijémonos en la tercera persona del singular que utiliza Jesús en su invitación: «el que tiene oídos para oír, oiga» (Lucas 8:8).
En la superficie, sin duda, esto parece una estrategia más bien poco prometedora. ¿Cómo podemos considerar que la profunda transformación a la que hacían referencia los profetas cuando hablaban del reino de Dios se debería sólo a la «palabra»? Pero Jesús estaba convencido de ello. Por eso rehuyó el camino político y escogió ser un predicador y un maestro. Esa palabra, como veremos en nuestra próxima parábola, exige acción social de la clase más práctica y sacrificial. Jesús ni mucho menos se despreocupaba de las estructuras políticas y de la injusticia económica. Pero insiste en que es la palabra la que debe llegar primero. Por medio de su propio ministerio público mostró su convicción de que «la semilla es la palabra de Dios».
2. El fracaso y la desilusión son inevitables
Otra parte cayó sobra la piedra (Lucas 8:6).
Miremos con cuidado cómo cuenta Jesús la historia. Fijémonos en que lo que hace es describir una siembra homogénea y cuatro tipos diferentes de terreno. Si la parábola hubiera sido narrada por un experto en publicidad de la actualidad, bien podría haber sido al revés. Habría hablado de un terreno homogéneo y cuatro tipos diferentes de sembradores. El primero sembraría la semilla de una forma determinada, pero no funcionaría; el segundo utilizaría una táctica diferente, pero tampoco sería buena; el tercero intentaría otro método, pero no tendría éxito; y, por fin, llegaría el sembrador que, con una previa investigación del mercado y un perfeccionamiento adecuado de su técnica de venta, conseguiría la cosecha deseada. ¡Bien hecho, sembrador!
¡No!—dice Jesús—. No es así como funcionan las cosas. El éxito o fracaso de la siembra de la palabra no parece depender en absoluto de la técnica del sembrador. Al contrario, la semilla es sembrada de una manera que, al parecer, carece de arte alguno y es una especie de despilfarro que no requiere destreza. Es esparcida. Porque no es función del sembrador el transformar un terreno en otro. Jesús dice que más bien es función de la semilla el discriminar entre la fertilidad intrínseca o la infertilidad del terreno. Lo que determina la cosecha es la calidad del terreno, no la experiencia del sembrador.
Está claro que eso no nos gusta. Nos roba nuestra mejor excusa para rechazar el evangelio, aquella de que el predicador no era bueno. Es el terreno el que marca la diferencia. La fertilidad espiritual no reside en la capacidad del maestro. Y Jesús insiste en que así son las cosas. La fertilidad no reside en la capacidad del evangelista. Y por eso describe tres grados de fracaso.
a. Los de junto al camino
… Son los que oyen, y luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra … (Lucas 8:12).
Jesús es franco aquí en cuanto al gran desperdicio de esfuerzo que a menudo parece ser el compartir las buenas nuevas del reino de Dios. Mientras habla, mira alrededor a la inmensa multitud que fluye hacia él para escucharle. Con seguridad, muchos serían tentados a etiquetar a estos adherentes temporales como «convertidos». Al fin y al cabo, el solo hecho de que vinieran a Jesús desde sus hogares seguramente indicaba alguna clase de respuesta espiritual, ¿no? Pero Jesús no está tan convencido. «No—dice—, en esta multitud lo que yo veo es una gran mezcla. Es obvio que algunas de estas personas que han venido a escucharme están endurecidas contra mi palabra». Ese endurecimiento puede proceder del orgullo intelectual—«no esperará que me crea eso, ¿verdad?»—, o de la obstinación moral—«de ninguna manera pienso dejar de hacer eso porque él lo diga»—, o de la auto-justificación—«¿yo un pecador? ¡Cómo se atreve!” También puede tratarse simplemente de la indiferencia o el aburrimiento que llevan al endurecimiento: «Esto no es para mí. A mí me va el yoga, ¿sabe?»
Aunque escuchan su palabra, les resbala como el agua a los patos. Su corazones están recubiertos de teflon espiritual, por lo que nada se les pega. Quizás piensen que ellos son los inteligentes, los modernos, los que no se dejan llevar por esa tontería del «reino de Dios». Pero tengamos en cuenta a aquel a quien Jesús identifica como el silencioso y secreto personaje que está detrás de esta actitud cínica y desafiante. «Luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra, para que no crean y se salven»—les dice.
Jesús está convencido de que en la persona existe una fuerza maligna que está trabajando para desacreditar la palabra, así como para distraer su mente y evitar que le preste atención a aquélla. Todo evangelista se enfrenta a la oposición demoníaca. ¿Podría ser que también estuviera trabajando en los lectores de este libro?
b. Los de sobre la piedra
… Son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen raíces … (Lucas 8:13).
Otras personas de la multitud representan sólo una decisión superficial, un entusiasmo inicial que no es duradero. Su respuesta a la palabra se reduce a pura emoción, a la clase de excitación animal que se experimenta cuando se es parte de una gran multitud, o a la clase de sensación cálida que produce el visionar una película emotiva. «Reciben la palabra con gozo»—dice Jesús—, pero después las circunstancias cambian, baja el nivel de adrenalina, se mitiga la embriaguez del momento. Quizás comiencen a sentirse engañados: «Me dijeron que el cristianismo te hacía feliz; pues bien, ¡yo no lo soy! Me dijeron que el cristianismo me proporcionaría amigos; bien, ¡pues yo no tengo ninguno! Debe ser que pasé por una fase adolescente. Fue tan sólo un espejismo. No pienso seguir siendo cristiano».
«No tienen raíces». Creen durante un tiempo; pero, a la hora de la prueba, apostatan—dice Jesús. ¿Quién no ha conocido a alguien así? Hay prodigios espirituales que se convierten de la noche a la mañana. Por un tiempo son unos cristianos maravillosos. Pasan por todas las clases de preparación para el bautismo o la confirmación. Se involucran en todo. Pero, seis meses después, no se les vuelve a ver el pelo.
c. Los que caen entre espinos
… Son los que oyen, pero yéndose, son ahogados …, y no llevan fruto … (Lucas 8:14).
Hay otros que dan marcha atrás tras haber sido considerados discípulos. De nuevo pasan por una respuesta inicial llena de entusiasmo. Pero, a diferencia del caso de la decisión superficial, estas personas no parecen renegar de su compromiso con Jesús inmediatamente. Mantienen algún tipo de identidad cristiana. No se apartan en ese sentido. Pero, con el paso del tiempo, Cristo va teniendo cada vez menos significado en sus vidas. La presión de los intereses rivales van desgastando sus energías. La influencia del materialismo y de la mundanalidad va minando todos aquellos deseos iniciales de espiritualidad.
Durante la juventud, puede que las responsables de esta diversidad de intereses sean las metas que tienen para su vida, los deportes o la atracción sexual. En la mediana edad se trata de la presión económica, las responsabilidades familiares o las ambiciones profesionales. En la tercera edad, la preocupación por la salud o por los nietos. En todas las etapas de la vida pueden surgir docenas de distracciones. «Yéndose … son ahogados por las preocupaciones de la vida, las riquezas y los placeres»—dice Jesús. Y el resultado es que «no llevan fruto». Se mantienen en un estado de subdesarrollo espiritual y no maduran. Se autodenominan cristianos, pero lo que han adquirido es un hábito de ir a la iglesia, no una fe vital y personal.
No nos engañemos, llevar las buenas nuevas del reino de Dios es algo muy descorazonador. Hay muchas personas que escuchan pero no se convierten. Otras deciden precipitadamente seguir a Cristo, pero desaparecen. Otras se sientan en un banco semana tras semana como los pasajeros de un tren, pero nunca pasan de un compromiso puramente nominal.
Pero, en medio de esta escena tan desalentadora, hay algo que, finalmente, anima al evangelista.
3. Una evidencia duradera
Otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno (Lucas 8:8).
La semilla de la palabra es la única forma de multiplicar el reino. Y así será. A pesar de las frustraciones y esfuerzos perdidos, Jesús nos asegura que el granjero tendrá una cosecha espléndida al final del día. Porque hay algunos «que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia» (Lucas 8:15).
Los comentaristas no se ponen de acuerdo en cuanto a cuántos de estos tipos de terreno podrían implicar una esperanza de salvación. Todos están de acuerdo en que los de la semilla sembrada junto al camino no. El mismo texto excluye esa posibilidad. «Para que no crean y se salven»—dice Jesús de aquellos que tienen los corazones endurecidos.
Pero hay muchos que opinan que los otros tres terrenos, aunque difieran en el grado de espiritualidad que representan, no obstante todos ellos muestran una respuesta salvadora al evangelio. «Al fin y al cabo—dicen—, la semilla que es sembrada sobre la piedra y entre espinos germina, ¿no? Reciben la palabra. Deciden seguir a Cristo. Al menos comienzan el camino del discipulado. Estos individuos tienen una seguridad de vida eterna. Aunque su compromiso no se sostenga y no haya crecimiento espiritual—lo que les hace perder el derecho a obtener una recompensa en el cielo—, no por ello pierden el cielo mismo».
Yo no estoy nada convencido de este punto de vista tan optimista. Me pregunto qué pasa con las palabras de Jesús registradas en el Sermón del Monte acerca de aquellos discípulos nominales que hacen una profesión verbal. «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor … Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí» (Mateo 7:21–23). ¿O qué pasa con la solemne ilustración de la vid que se nos da en el evangelio de Juan? El pámpano que no lleva fruto es cortado y arrojado al fuego (ver Juan 15:6). ¿Y la solemne advertencia que se le hace a los apóstatas en la epístola a los hebreos? «La tierra que produce espinas y abrojos es reprobada … y su fin es el ser quemada»—dice el escritor—. ¿Y la terrible admonición de Cristo resucitado dirigida a aquellos supuestos creyentes de la iglesia de Laodicea que tenían el corazón dividido? «Por cuanto eres tibio … te vomitaré de mi boca» (Apocalipsis 3:16).
La aplicación de esta parábola es que, para Jesús, la única respuesta adecuada a la palabra es la que resulta en una productividad espiritual duradera. Es la única posibilidad. F. Mac Arthur lo expresa muy bien en su «The Gospel According to Jesus» [El Evangelio según Jesús}:
«La meta de la agricultura es el fruto. Para la cosecha, el terreno lleno de malas hierbas es tan malo como un camino pedregoso o como el terreno que admite poca profundidad de raíz. Todos ellos son igualmente malos, porque ninguno de ellos produce fruto. La meta de la agricultura es el fruto, y éste es también la demostración definitiva de la salvación».
Jesús nos avisa en este relato de que las meras profesiones de fe llevan a una estadística equivocada. Lo que verdaderamente anima el corazón de Cristo son los cambios de larga duración que se producen en el estilo de vida, no las manifestaciones de entusiasmo de corta duración.
Algunos cristianos bienintencionados tratan la fe como un seguro contra incendios. Dicen: «¡Decídete por Cristo ya; porque, una vez que hayas pagado ese sencillo precio una vez en la vida, ya tienes vida eterna y nunca más debes dudar de eso! Por medio de ese paso de fe tienes garantizada la admisión en el cielo de manera absoluta e irrevocable».
Pero semejante presentación puede distorsionar peligrosamente el cristianismo del Nuevo Testamento. Conduce a los que profesan ser cristianos a pensar que pueden vivir el resto de sus vidas como les plazca. Ya han hecho su «decisión por Cristo»; por tanto, están asegurados. Pueden sucumbir a todo tipo de fallo moral o degradación espiritual, e insistir en que son «salvos». ¿Acaso no les dijo el evangelista que tenían vida eterna y que nunca debían dudar de eso? Habían adquirido su seguro contra incendios. Habían pagado su precio para toda la vida. Por lo tanto estaban asegurados para toda la eternidad.
Pues el Nuevo Testamento no está de acuerdo con eso. Insiste en que la seguridad de salvación eterna sólo vale si viene avalada por la evidencia clara de un crecimiento espiritual y de una productividad. Eso no quiere decir que seamos salvos por nuestras buenas obras. Pero significa que la única evidencia fiable de nuestra salvación es la santidad.
Según Jesús, los que están seguros son aquellos que dan fruto por medio de su perseverancia. El sello del hombre o de la mujer que se han convertido de verdad es la paciencia. Jesús no ofrece seguridad alguna para los pámpanos conformistas que no dan fruto.
Se cuenta una historia acerca de cómo el predicador victoriano Carlos Spurgeon, mientras caminaba hacia su iglesia en Londres, se cruzó con un borracho que estaba abrazado a una farola. «Soy uno de sus convertidos, Mr. Spurgeon»—le dijo.
«Puede que seas unos de mis convertidos—respondió Spurgeon—; pero, desde luego, no uno de los convertidos de Dios. Si lo fueras, no estarías en estas condiciones».
La semilla de la palabra, cuando se recibe de forma que lleva a la salvación, no produce sólo un impacto temporal. Produce un cambio duradero. La fe verdadera no es un capricho efímero fruto de la excitación emocional que produce una reunión evangelística. No es sólo un asentimiento de cabeza en dirección al altar cada vez que se repite el Credo el domingo por la tarde. La fe verdadera es un compromiso de corazón, de manera deliberada y decidida, a obedecer fielmente a Cristo y su palabra, que persevera en medio de las pruebas y de la oposición y que dura toda la vida. No estoy diciendo que los cristianos no puedan sufrir un revés; claro que pueden. Pero perseveran. Y sólo aquellos que perseveran hasta el final son salvos.
Por otra parte, existe algo así como la experiencia de conversión abortiva, como ocurrió entre los discípulos en el caso de Judas. Es por eso que el Nuevo Testamento nos exhorta:
«Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo; … Porque somos hechos participantes de Cristo, con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio (Hebreos 3:12, 14).
El reino de Dios comienza en nuestras vidas cuando Dios comienza a regir en ellas. ¿Y cómo puede Dios gobernar en nuestras vidas? Según Jesús, depende de la atención obediente que prestemos a su palabra.
Clements, R. (1995). Relatos con aguijón (7). Barcelona: Publicaciones Andamio.


El amor una voz repetitivapero sin sentido para muchos: ¿Practicas el amor?

biblias y miles de comentarios
 
EL SIGNIFICADO DEL AMOR
LUCAS 10:25–37
Y he aquí un intérprete de la ley se levantó y dijo, para probarle: Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?
Él le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?
Aquél, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.
Y le dijo: Bien has respondido; haz esto y vivirás.
Pero él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?
Respondiendo Jesús, dijo: Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamelo; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese.
¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?
El dijo: El que usó de misericordia con él. Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo (Lucas 10:25–37).
A juzgar por la frecuencia con que se repite la palabra en «Los Cuarenta Principales», está claro que, para muchos, la sencilla solución para los problemas del mundo es el «amor». Y no es difícil estar de acuerdo con ese sentimiento si observamos todo lo que produce el odio en el mundo: el sufrimiento que acarrea y la violencia que conlleva; los hogares, comunidades, vidas y corazones destrozados que ocasiona. Es casi una perogrullada decir, en palabras de la canción de los Beatles de los años 60: «Todo lo que necesitas es amor». El problema es que una cosa es cantar sobre ello y otra muy diferente ponerlo por obra, ¿no es cierto?
Todos sabemos que el amor podría traer una reconciliación duradera al Norte de Irlanda, podría resolver las tensiones en Oriente Medio, podría sanar los efectos de la guerra en Bosnia o en Ruanda. En pocas palabras, todos sabemos que el amor podría conseguir que el mundo avanzara con muchas menos desgracias. El problema es que no parece que seamos capaces de inyectar en los asuntos del mundo la suficiente cantidad de este lubricante moral milagroso.
En principio, todos afirman la importancia del amor. Pero uno se desespera intentando encontrar entre tantos pueblos del globo algún rincón donde realmente se manifieste. Y esto no es nada nuevo, claro está. Hace dos mil años, los pensadores escribas de Judea ya habían deducido la importancia primordial del amor a partir de sus estudios de la Biblia. Pero también en su caso había un desajuste entre la teoría y la práctica. Y, en Lucas 10, Jesús cuenta una historia con la intención de dejarle esto bien claro a un erudito rabino con el que discutía sobre el tema en cuestión.
La teoría del amor (Lucas 10:25–28)
Quien haya tenido ocasión de tomar parte alguna vez en un debate público, estará familiarizado con la típica persona que se pone en pie durante el período de preguntas, no con la pretensión de plantear una discusión seria, sino para burlarse del conferenciante.
En cierta ocasión llevamos a cabo en la escuela un simulacro de elecciones generales en las que varios alumnos mayores se presentaban como candidatos de los principales partidos políticos. En aquellos momentos yo pasaba por una fase anarquista, por lo que decliné presentarme. Pero recuerdo haber disfrutado interrumpiendo siempre que podía cada discurso de la campaña y preguntando en voz alta: ¿y qué pasa con la crianza de cerdos en las Islas de Zetlandia? Descubrí que ninguno de los parlamentarios adolescentes de mi escuela había pensado mucho en este importante asunto. Y la mayoría de ellos quedaron totalmente confundidos al pedírseles que hablaran del tema.
El caso es que en la actualidad tiendo a oponerme bastante a estas tácticas subversivas. De hecho, cualquier maestro de la iglesia que acepta dar una clase en los centros de enseñanza, especialmente en los de enseñanza secundaria, puede hacerse rápidamente con una lista de viejos chistes similares a: ¿Quién fue la mujer de Caín? Ése sí que es bueno. ¿Metió Noé osos polares en el arca? Uno pronto aprende que las personas que hacen preguntas así en realidad no buscan una respuesta; sólo quieren ganar puntos en una especie de partido intelectual. Martín Lutero mostró saber enfrentarse a este tipo de preguntas con gran ironía. En cierta ocasión le preguntó un escéptico sin muchas luces: «¿A qué se dedicaba Dios antes de crear el mundo?» A lo que se dice que Lutero respondió (citando a su mentor, Agustín) «Seguramente a crear un infierno para las personas que preguntan tonterías como ésa».
Cuando leemos los evangelios, descubrimos que Jesús tuvo que tratar con un buen montón de preguntas hipócritas de este tipo. Una y otra vez, los teólogos de sus días intentaron pillarle en alguna metedura de pata que les sirviera para desacreditarle. Pero es interesante observar la forma en que Jesús evitaba caer en argumentos estériles y especulativos. De hecho fue un maestro en hacer que estas preguntas recayeran sobre el interlocutor.
En estos versículos encontramos un ejemplo clásico de cómo Jesús manejaba a ese tipo de personas contenciosas, a un maestro de la ley—como le llama Lucas—; o lo que podríamos denominar un «experto en el Antiguo Testamento». Plantea una duda que aparentemente no es demasiado maliciosa. De hecho, el hombre parece tener a Jesús en alta estima. Se levanta para formular su pregunta y se dirige a él con respeto como «Maestro». Más aun, la misma pregunta parece, al menos en la superficie, bastante prometedora. «Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?» Pero, para que no nos equivoquemos, Lucas nos dice que su verdadera motivación era bastante más desalentadora. Nos dice que se levantó para probar a Jesús.
Luego este hombre no era alguien que con sinceridad buscaba luz espiritual. Era uno de aquellos inquisidores hostiles de la clase dirigente judía que iban tras una oportunidad de examinar las credenciales teológicas de Jesús y, si era posible, demostrar su incompetencia teológica. Sin duda esperaba que Jesús haría alguna de sus declaraciones mesiánicas o afirmaciones heréticas digna de ser apuntada y utilizada más adelante como evidencia contra él.
Pero, si así era, debió de quedarse bastante frustrado; porque, en vez de sorprender a todos con alguna novedad teológica que les permitiera prenderle, Jesús le invitó a responder a su propia pregunta a la luz del Antiguo Testamento que él tan bien conocía. «¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?» Y, como era de esperar, el hombre estaba muy dispuesto a exhibir los frutos de su investigación bíblica: «Amarás al Señor tu Dios—dijo—y a tu prójimo como a ti mismo». «Bien has respondido»—contestó Jesús.
Puede que parezca sorprendente descubrir que este hombre resume la ley del Antiguo Testamento en estos términos. Porque Jesús mismo, cuando en otra ocasión le pidieron que dijera cuál era el mandamiento de la Biblia más importante, no pudo por menos que citar precisamente los mismos dos textos que este escriba cita aquí, es decir, Deuteronomio 6:3 y Levítico 19:18: «Amarás al Señor tu Dios. Amarás a tu prójimo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas» (Ver Mateo 22:34–40).
¿No dice mucho de la profundidad de reflexión de este escriba sobre ética bíblica el hecho de que por su cuenta hubiera llegado exactamente a la misma conclusión que Jesús en cuanto a este punto?
Bien, en realidad no. Probablemente no demuestra nada parecido. Casi con toda seguridad, el hecho de que el experto en leyes coincida con Jesús en reunir aquí las mismas dos citas del Antiguo Testamento quiere decir que, quizás contrariamente a lo que muchos de nosotros pensamos, Jesús no fue el primero en convertir estos dos mandamientos en la esencia de las exigencias morales de Dios. Parece como si esta respuesta del escriba representase la sabiduría convencional de al menos algunos de los maestros de la época de Jesús. Si les hubieras preguntado cuál es la esencia de la ley o cuál es la mayor virtud, habrían respondido todos a una voz: «amar a Dios y amar a los demás».
Y, siendo así, sospecho que este experto en el Antiguo Testamento debió de sentirse un tanto perplejo cuando Jesús, aquel galileo con reputación de tener ideas bastante radicales, aplaudió su respuesta totalmente convencional y se mostró de acuerdo con su ortodoxia ajena a cualquier posibilidad de controversia. «Bien has respondido. Haz esto y vivirás»—le dijo Jesús.
Quizás a algunos de nosotros también nos extrañe que Jesús asintiera a las ideas de aquel hombre sin criticarlas. Seguramente Jesús tenía algo nuevo que decir sobre el camino a la vida eterna, algo que contradecía los fundamentos del judaismo en el que había crecido aquel hombre. Pero aquella forma tan aduladora de respaldarle le sonaría a todo el mundo como si Jesús quisiera negar cualquier elemento revolucionario o innovador en su proclamación del reino de Dios.
Bueno, pues a los que tengan la tentación de pensar así, tengo que decirles que creo que están cometiendo dos errores.
En primer lugar, creo que están malinterpretando la enseñanza de Jesús, porque el Nuevo Testamento nunca abroga las demandas morales de la ley del Antiguo Testamento. Al contrario, insiste continuamente en que el pueblo de Dios del nuevo pacto puede ser identificado por su obediencia a la ley moral que el Espíritu Santo obra en sus vidas. Cuando Jesús dice en el versículo 28 «haz esto y vivirás», no quiere decir que los actos llevados a cabo con amor nos sirvan para ganarnos el cielo; sino que más probablemente confirma que los actos llevados a cabo con amor son la marca infalible de una personalidad estrechamente relacionada con el cielo.
Esto, claro está, nos lleva a la misma conclusión a la que llegábamos en la parábola del sembrador del capítulo anterior: podemos considerar que un terreno que ha recibido la semilla de la palabra es fértil si, como consecuencia, produce un fruto moral de obediencia. Este hombre en realidad se estaba preguntando: «¿Cómo puedo estar seguro de que pertenezco al pueblo de Dios, de que soy uno de aquellos que heredarán el reino mesiánico de Dios cuando llegue?» La respuesta de Jesús no es un nuevo concepto revolucionario. La encontramos en Deuteronomio tanto como en Juan. La encontramos en Levítico tanto como en Romanos. «Sabemos que hemos pasado de muerte a vida en que amamos» (ver 1 Juan 3:14; Romanos 13:8–10). El amor es el requerimiento divino. Sin él no entraremos en el cielo, porque el cielo es un mundo de amor.
Este experto en leyes respondió lo mejor que sabía. Los que van al cielo aman a Dios y a su prójimo. La ley escrita por Moisés en tablas de piedra, la que tenemos en el Antiguo Testamento y este hombre conocía tan bien, es la misma ley moral que es escrita en las tablas del corazón humano por el Espíritu Santo del nuevo pacto, el cual Jesús había venido a inaugurar. Como dijo Cristo mismo: «No he venido para abrogar la ley, sino para cumplirla» (ver Mateo 5:17). Y el amor es el cumplimiento de la ley. En este sentido, Jesús no está indicando nada en absoluto que contradiga la tónica general del Nuevo Testamento cuando dice: «Haz esto, y vivirás».
Pero me imagino que algunos aún no se quedarían satisfechos con esto. Tendrían más objeciones que hacer. «Sí, puede que sea así, que la obediencia moral sea la evidencia de una personalidad renovada espiritualmente. Todos nosotros lo sabemos». Pero, desde luego, aquel escriba no tenía semejante perspectiva teológica neotestamentaria de las cosas. Está claro que estaba descarriado espiritualmente, sólo hay que fijarse en la manera en que formula su pregunta inicial: «¿Haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?» ¿No era capaz de ver la contradicción de sus propias palabras? Nadie hereda algo haciendo cosas, ¿verdad? Una herencia es algo que uno recibe en virtud de una relación, no de una adquisición.
Evidentemente, como muchos judíos de este período y muchos cristianos nominales de la actualidad, este hombre pensaba que la vida eterna era algo que se adquiría por medio de sus propias obras de piedad, y no algo regalado por la gracia de Dios. No era cuestión de preguntarse qué ha hecho Dios por mí, sino más bien qué debo hacer yo por Dios. No veía el amor a Dios y al prójimo como un fruto evidente producido por el Espíritu Santo en las vidas de aquellos que habían recibido vida eterna. Lo veía como la tarea moral que él, por medio de sus solitarios esfuerzos, tenía que cumplir para ganarse la vida eterna, la cual veía como recompensa divina. Eso es lo que había en su mente.
¿Debería Jesús haber corregido aquella autojustificación legalista que estaba en el trasfondo de las palabras del escriba? El caso es que, en vez de eso, parece que le da una palmadita en la espalda y le felicita por su sano punto de vista: «Haz esto y vivirás».
«Ésa no es una respuesta correcta, Jesús; no para este hombre. Deberías haberle guiado a la fe, no a las obras; como hace Pablo en su carta a los Gálatas». Si alguien piensa así, entonces creo que hay un segundo error que puede estar cometiendo. Además de que quizás no esté comprendiendo la enseñanza de Jesús, puede que también esté infravalorando su sabiduría pastoral.
Pensemos por un momento en la clase de persona que era este experto en leyes. Un estudioso profesional de la Biblia, un hombre que se sabía de memoria desde Génesis hasta Deuteronomio, que había participado en multitud de seminarios y en debates de gran erudición, matizando sus argumentos, clarificando y delimitando sus puntos de vista. Un hombre que no sólo había examinado innumerables casos legales reales, sino que además había reflexionado sobre miles de otros casos imaginarios, de manera que estaba absolutamente seguro de que no existía problema ético alguno sobre el cual él no estuviera capacitado para dar su opinión con autoridad. En pocas palabras, aquí tenemos a un hombre que tenía todas las respuestas. Una persona así no necesita ni quiere instrucción teológica. Ésa no era la razón que le había llevado hasta Jesús. Su mente estaba atestada de instrucción teológica, y si se le daba la más mínima oportunidad estaría encantado de exponerla a la luz pública para beneficio de todos.
Debatir con una persona así es una pérdida de tiempo. Puede entretener a las multitudes, pero es totalmente improbable que sirva para que alguien modifique su manera de pensar en forma alguna. Creo que el filósofo Karl Popper tiene razón al defender que ese tipo de debates sólo sirve para que los participantes se afirmen más aún en sus posturas enfrentadas. Incluso en el caso de que Jesús hubiera tenido éxito confrontando la teología del escriba, no lo habría tenido en cuanto a convertir su alma. Habría ganado la discusión, pero no al hombre.
Porque, lo que aquel individuo necesitaba no era enseñanza, sino humildad. Al utilizar la primera persona—«¿haciendo qué cosa heredaré?»—demuestra su mucha autosuficiencia. Verdaderamente pensaba que podía amar a Dios y al prójimo. Éste era su error fundamental; no tanto su teología legalista, sino lo satisfecho que estaba con su moral. La única forma en que este hombre podía ser ayudado verdaderamente era que aquella autosuficiencia disfrazada de autojustificación fuera perforada por medio de una pequeña dosis de la convicción de pecado tan pasada de moda.
Pero, como todo consejero sabe, la convicción de pecado no puede ser impartida por gente muy ducha en la materia. Si quieres llevar a una persona por el camino del arrepentimiento, a menudo los métodos indirectos son mucho más efectivos que la confrontación. Jesús, el psiquiatra por excelencia, lo sabía. Iba a mostrarle a aquel hombre lo poco adecuada que era su teología de buenas obras. Pero no venciéndole en un debate teórico; sino tocando su conciencia por medio de una historia muy práctica.
Y eso nos lleva a nuestra segunda parábola.
La práctica del amor (Lucas 10:29–35)
En el versículo 29 se ve claramente que el intérprete de la ley consideraba la respuesta de Jesús, más que como una aparente felicitación, como una derrota que de alguna manera estaba sufriendo. Quizás era debido al tono de voz dé Jesús cuando le dijo: «haz esto y vivirás», como si en realidad estuviera diciéndole: «pero tú en realidad no amas de esta manera, ¿verdad?» Parece que esto es lo que implica la observación que Lucas hace en cuanto a que el hombre quería justificarse a sí mismo. Es decir, quería colocarse a sí mismo en el lado correcto. El desafío moral de las palabras de Jesús le habían puesto a la defensiva. Aunque no se le había dicho explícitamente ni una palabra de desaprobación, sin lugar a dudas él se sentía como si hubiera sido rechazado.
Pero, ¿acaso no es así como nos sentimos todos cuando alguien nos desafía con el mandamiento del amor? G.K. Chesterton dijo en cierta ocasión que el cristianismo no es algo que después de probarlo se demuestra que falla, sino algo que se considera difícil de antemano y que, por ello, se descarta el probarlo. Hasta ese punto llegan sus exigencias. Como ya hemos apuntado, todo el mundo está de acuerdo en que en teoría está bien «amar al prójimo»; pero, cuando hay que llevarlo a la práctica, nos avergonzamos de las exigencias incondicionales que esa orden supone para nuestras vidas. Casi de manera inconsciente, nos contentamos con aliviar la presión que ejercen nuestras conciencias, convenciéndonos a nosotros mismos de que, a pesar de ese desagradable sentimiento de auto-reproche, nosotros en verdad amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos ¿no?
Existen dos típicas formas en que normalmente intentamos adquirir este sentimiento de autojustificación. Y lo genial de la parábola de Jesús es que desenmascara la hipocresía que hay en el fondo de ambas.
a. La técnica del «yo no le hago daño a nadie»
La primera técnica es muy sencilla. Consiste en convertir el mandamiento positivo de Dios en una prohibición negativa. «Ama a tu prójimo» se transforma en «no le hagas daño a nadie». Esa justicia pasiva es mucho más fácil de manejar. Podemos estar tranquilos de que, puesto que no hemos robado, asesinado o calumniado a nuestro prójimo, demostramos que le amamos. Evidentemente ésa era la actitud del sacerdote y del levita de la historia de Jesús. Sin duda estos dos hombres religiosos eran muy capaces de racionalizar de múltiples maneras su decisión de pasar de largo. Como en el caso del intérprete de la ley, podían justificarse a sí mismos.
Para empezar, podían decir que parar era una tontería. Aquel hombre herido podría haber sido un señuelo para cazar a los viajeros despistados que antepusieran sus emociones al sentido común. También podrían argumentar que parar era antibíblico. Se nos dice que aquel hombre estaba medio muerto, es decir, inconsciente. Podía haber estado realmente muerto. En ese caso, la ley ceremonial del Antiguo Testamento prohibía que un miembro del templo se acercara a menos de dos metros de él. Si cualquiera de estos dos hombres se hubiera acercado a investigar y se hubiera encontrado con que se trataba de un cadáver, habría quedado ritualmente contaminado. Y eso habría significado no sólo tener que pasar por todo un pesado procedimiento de limpieza ceremonial, sino haber quedado imposibilitado para desarrollar sus tareas litúrgicas durante un período considerable de tiempo, lo cual habría resultado un inconveniente para todo el mundo y todo un contratiempo.
Pero, la razón principal para defender su negligencia con aquel hombre herido era que su interpretación de la ley del amor no les exigía hacer algo por él. En su opinión, todo lo que les pedía era que fueran justos pasivos que evitaran sencillamente infligir daño alguno a otras personas. Ellos no habían golpeado a aquel pobre sujeto ¿no? Por tanto, no eran responsables; y, por tanto, era mejor no involucrarse. Ésa era su mentalidad. La suya era una ética que pasaba completamente por alto los pecados de omisión y que podía tranquilamente llegar a ignorar al hombre sin sentir el más mínimo remordimiento. «Al fin y al cabo, puede que ni siquiera fuera judío»—puede que se dijeran a sí mismos, mientras continuaban su camino.
Y eso nos lleva a la segunda estrategia de evasión moral.
b. La técnica de «la caridad comienza en casa»
Esta técnica conlleva el poner límites al ámbito de aplicación del mandamiento del amor que Dios da. Restringe el alcance de ese mandamiento a un grupo particular de personas que se consideran los receptores exclusivos del amor de que habla. «¿Y quién es mi prójimo?»—preguntó nuestro escriba, indicando que algunas personas son mi prójimo y otras no. Daba por supuesto que «amarás a tu prójimo» quería decir «amarás a tu compañero judío». Ningún maestro de aquellos días habría ido más allá. La pregunta que había en su mente era probablemente: «¿eso incluye a los gentiles que se han convertido al judaismo?»; porque sabemos que, en cuanto a esa cuestión, las opiniones de los rabinos de tiempos de Jesús estaban divididas. Quizás pensó que conseguir que Jesús diera su opinión en cuanto a esa controversia generaría el debate académico que estaba buscando. Pero, con toda probabilidad, no se esperaba que la historia con la que Jesús iba a responderle a esta pregunta técnica iba a caerle como una bomba.
Para comprender el impacto emocional que los versículos 33 y 34 causaron sobre la audiencia original de Jesús, es necesario que de alguna manera nos adentremos en los sentimientos contrarios a los samaritanos que albergaban los judíos del primer siglo. No hace falta profundizar en las razones para ello. Como en todo caso de xenofobia, iba más allá de lo racional. Pero no creo que en la historia de la humanidad haya habido un prejuicio racista mayor y que haya llegado hasta el mismo extremo en la intensidad de su animadversión mutua.
Por desgracia, esta dimensión de la historia se ha perdido. Estamos tan familiarizados con esta parábola que incluso la palabra «samaritano» tiene para nosotros connotaciones de benevolencia. Todos sabemos que los samaritanos son buenos. Son aquella buena gente que se sienta ante los receptores telefónicos en espera de poder animar a los suicidas potenciales. Pero este tipo de asociaciones filantrópicas son totalmente ajenas a la mentalidad judía del primer siglo. Al contrario, en su cultura no existía el concepto de «buen samaritano». Como solía decir la caballería americana en referencia a los apaches, el único samaritano bueno era el samaritano muerto. Y no se trata de una exageración. Se maldecía a los samaritanos de manera pública en las sinagogas. Se hacían peticiones cada día rogándole a Dios que les negara la posibilidad de disfrutar de la vida eterna. Muchos rabinos decían incluso que los mendigos judíos debían rechazar la limosna de un samaritano, porque incluso su dinero estaba contaminado.
Posiblemente Jesús no podía haber escogido un héroe más ofensivo para la sensibilidad de su audiencia. No es ninguna tontería sugerir que incluso demostró mucho valor al hacerlo. Sería algo semejante a ponerse de parte de un negro en una reunión de Africaner en Johannesburgo. O como alabar a un soldado de la fuerza de seguridad de Irlanda del Norte en un pub católico de Belfast. Si Jesús hubiera hecho referencia a un judío que ayudaba a otro judío, se habría podido aceptar. Incluso habrían podido tolerar que se tratara de un judío que ayudaba a un samaritano. Hasta estoy seguro de que algunos habrían aplaudido el que hubiera utilizado su historia como un panfleto de propaganda anticlerical, mostrándole al intérprete de la ley la hipocresía de aquellos dos miembros del sacerdocio. Pero sugerir que dos pilares de la clase dirigente judía serían desbancados moralmente por aquel perro hereje, llevaría a cualquier patriota judío a una gran indignación y hostilidad. Y eso era exactamente lo que Jesús estaba sugiriendo.
Paso a paso, en el transcurso de la narración, va dejando caer que el samaritano era el que cumplía con el deber de amar que el sacerdote y el levita habían pasado por alto. Los corazones de éstos habían sido fríos y calculadores, mientras que el de aquél ardía de una enorme compasión. Su aceite y su vino continuaba en sus alforjas, sin duda listos para ser utilizados más adelante en los rituales del templo. Pero el de aquél se convertiría en un bálsamo suave y desinfectante para las heridas del hombre. Éstos permanecen sentados a salvo en sus cabalgaduras, listos para salir corriendo en el caso de que el cuerpo de aquel hombre tendido boca abajo fuera una trampa. Aquél, en cambio, desmonta con valor, se arriesga a una posible emboscada y hace el resto del paseo hasta Jericó a pie y con el hombre herido sobre su cabalgadura. Éstos se guardan su dinero para ellos, felicitándose seguramente por el diezmo que acababan de dar. Pero aquél sacrifica voluntariamente el salario de un mes o más para asegurar que el hombre tenga los cuidados necesarios para recuperarse plenamente.
Y fijémonos en que todo esto lo hizo sin tener en cuenta la identidad racial del agredido. De ahí la observación de Jesús de que este hombre quedó inconsciente y desnudo. No tenía nada que pudiera dar a conocer su identidad étnica. Su forma de hablar y de vestir eran desconocidas. El samaritano atiende a esta víctima de la violencia criminal sencillamente como un ser humano anónimo. Judío, gentil, samaritano—no lo sabe—. Pero se preocupa por él. Lo rescata. Provee sacrificialmente para su futuro restablecimiento. La aplicación es evidente, y Jesús no le quita hierro al asunto a la hora de señalarla.
El desafío del amor (Lucas 10:36–37)
Podemos imaginarnos al intérprete de la ley tragando saliva cuando Jesús le obliga a responder de nuevo a su propia pregunta. No es capaz de decir «el samaritano», porque una palabra tan odiada para él se le habría atragantado. Por otro lado, no puede negar la fuerza moral de la historia que acaba de escuchar. Por tanto responde avergonzado: «el que usó de misericordia».
Jesús debió de esbozar una sonrisa al observar su desconcierto. Aquel hombre que había venido con ganas de pelea se encuentra a sí mismo, si no derrotado, sí declarado culpable. «Ve, y haz tú lo mismo», es el llamamiento que Jesús le hace (Lucas 10:37). Y seguramente, por medio de aquellos dos imperativos, «ve» y «haz», Jesús está desenmascarando no sólo la hipocresía de su inquisidor particular, sino también la de todos nosotros. Es muy fácil caer en altisonantes generalizaciones sobre el amor a los demás ¿no es cierto? Pero esta parábola extraordinaria nos lleva al terreno de las aplicaciones prácticas de aquella teoría moral en la vida real. ¿Hasta qué punto estamos verdaderamente dispuestos a «ir y hacer» por amor a nuestro prójimo?—Nos pregunta.
¿Qué valor tiene para nosotros el amor a un ser humano? El legalista quiere calcular el precio en términos muy precisos, para poder conocer a cuánto asciende su deuda moral. «Si llego hasta ahí, habré amado». La consecuencia de esa clase de cálculo moral es transformar el amor en algo muy tibio: una beneficencia generalizada y vaga, que con toda seguridad no puede expresar en absoluto el infinito valor de la persona humana. Entregamos nuestra aportación en la campaña contra el hambre, nos colocan la banderita y decimos: «¡Ya está. Ya he amado a mi prójimo. He obedecido el mandamiento!»
«¡Mentira!—dice Jesús—, ni siquiera has comenzado». ¿Te has dado cuenta del detalle de que Dios expresa este mandamiento en singular? «Amarás a tu prójimo». El amor no es caridad en general. Dice Charlie Brown, lleno de indignación, en una de las tiras de Peanuts: «Claro que amo a la raza humana. A quien no soporto es a Lucy». Pero Lucy es la unidad de medida del amor.
Aquí, Jesús se propone mostrarnos que el amor requiere un grado de preocupación por el individuo. Eso es lo que demuestra que amamos. Hay poco que podamos hacer por la raza humana; por eso es tan fácil decir que los amamos. Pero no existen límites a la cantidad de cosas que podemos hacer para mostrar generosidad a los individuos que se cruzan en nuestro camino con una necesidad específica, si es que los valoramos lo suficiente.
No estoy negando que el mundo de hoy está tan necesitado que se hace imprescindible la caridad institucional. La gente que pasa hambre se ha convertido en una estadística sobre el papel que pasa de despacho en despacho y de una mesa a otra, quedando registrada en la memoria de los ordenadores. Pero podemos estar seguros de que esa clase de cuidado despersonalizado no posibilita el que podamos cumplir con nuestra obligación de amar como Dios quiere. El verdadero amor al prójimo sólo puede fluir en el contexto de uno a uno, en medio de la relación entre tú y yo. Porque sólo en una relación así puede encontrar el amor una expresión práctica.
El evangelio de Juan menciona el enfado de Judas cuando María de Betania, llena de devoción hacia el Señor, derramó un perfume de mucho valor con la intención de ungir sus pies: «¿Por qué no fue este perfume vendido por trescientos denarios, y dado a los pobres?»—dijo Judas (Juan 12:5). Fijémonos en la expresión «los pobres». Es característico de Judas el pensar en esos términos. Una forma de hablar bonita, segura, plural, generalizada, colectiva: «los pobres». Pero María no pensaba de aquella manera. Para ella era Jesús, un individuo, una persona a la que amaba y por quien hubiera hecho cualquier cosa. Claro que aquello era exagerado. Pero el amor es exagerado. Es inútil que le digas al amante que mira el escaparate de la joyería: «no te lo puedes permitir». El amor deja de lado semejantes consideraciones económicas. Acompaña una milla extra, ofrece la túnica y la capa, ofrece la otra mejilla. Para el frío y calculador Judas, esto resultaba algo incomprensible y le parecía un derroche. Pero María sabía que el amor no tiene límites. El amor no se para a calcular qué es lo mínimo que debe hacer para cumplir con su obligación. Le concede al ser humano un valor tan enorme que lo sacrifica todo por él o ella. Hasta que no llega a ser así de exagerado, sigue siendo algo frustrante e inexpresivo.
«Ve y haz tú lo mismo»—dice Jesús. «La próxima vez, señor intérprete de la ley, que vea usted a alguien a quien está en su mano ayudar, recuerde mi historia del buen samaritano y vaya y haga lo mismo. Entonces sabrá en qué consiste eso de amar al prójimo».
¿No tienen que decirnos algo similar a nosotros? ¿Acaso no está exponiendo la falacia de todas esas excusas y racionalizaciones tan inteligentes que solemos utilizar? «Yo no le hago daño a nadie». ¿Qué clase de amor al prójimo es ésa? Un amor así habría dejado morir a aquel pobre hombre y aún se habría felicitado por su sano juicio. «La caridad comienza en casa». ¿Qué clase de amor al prójimo es ésa? Si la víctima en cuestión hubiera sido aquel mismo samaritano tan generoso, un amor así le habría dejado morir y aun se habría felicitado por su discriminación social.
La historia de Jesús representa lo que nuestras conciencias ya saben, si somos honestos con nosotros mismos: Cuando Dios dice «ama a tu prójimo», se refiere a un amor que se traduce voluntariamente en actos positivos de cuidado y en gestos exagerados de sacrificio personal, sin tener en cuenta la raza, el color o el credo del necesitado. Un amor que, en vez de preguntar—como aquel intérprete de la ley—«de quién se trata», se pregunta «cómo ayudarle». Un amor al que no le interesa la posibilidad de evadirse, sino encontrar la forma de expresarse. Un amor que no se contenta con ser aplaudido en teoría, sino que exige ser demostrado en la práctica. «Ve y haz tú lo mismo»—dice.
Estoy seguro de que no es necesario que diga hasta qué punto un amor así transformaría de pies a cabeza este mundo nuestro. Llevaría a cabo una transformación social mucho más radical que cualquier revolución económica, ya sea de izquierdas como de derechas. Pensemos en la filosofía de «la caridad comienza en casa», por ejemplo. Coge el periódico y dedícate unos momentos a identificar cuántos de los conflictos sin solución, problemas y males a los que se enfrenta nuestro mundo son causados por gente que se pregunta, como el intérprete de la ley, «quién es mi prójimo». Rehusamos amar con una mentalidad universal. Nos empeñamos en adoptar un exclusivismo que discrimina entre «ellos» y «nosotros». Judíos y árabes en Palestina, católicos y protestantes en Irlanda del Norte, serbios y croatas en la antigua Yugoslavia, el nacionalismo que resurge en la antigua Unión Soviética, el tribalismo endémico en la África negra, los prejuicios clasistas y raciales aquí, en Gran Bretaña (la lista sigue y sigue). Vivamos en el rincón del mundo en que vivamos, nos encontraremos con un amor al prójimo convertido por el chovinismo y el sectarismo en algo que no es amor en absoluto, sino una forma camuflada de egoísmo.
Consideremos ahora la actitud del «yo no le hago daño a nadie». ¿No te has dado cuenta de cuánta terrible negligencia de nuestra responsabilidad social se justifica en nuestro mundo moderno por medio de esa frase? En 1964 tuvimos un ejemplo clásico en las calles de Nueva York de las consecuencias de esto. Una mujer de cerca de treinta años fue atacada, cuando iba a casa, por un asaltante que la apuñaló repetidamente mientras ella pedía ayuda; y al menos treinta y ocho personas presenciaron el crimen desde las ventanas de sus apartamentos. Ni una de ellas se molestó en telefonear a la policía. Cuando más tarde se les preguntó por qué no habían hecho hada, la respuesta fue unánime: «no quería involucrarme».
¿Se trata de un incidente aislado? Me temo que no. Aquí tenemos un recorte del Daily Mail: «Varios motoristas redujeron la marcha para ver cómo un hombre maltrataba a una niña de tres años, a plena luz del día, junto a una calle muy concurrida; pero ninguno de ellos se detuvo para ayudarla».
Éste es el mundo enfermo en que vivimos. La parábola de Jesús sigue siendo real en nuestra vida hoy. Pero en los locales nocturnos de nuestra ciudad no existen muchos buenos samaritanos que proporcionen un final feliz para la historia. Nuestra sociedad occidental está tan preocupada por las prioridades individualistas y materialistas, que nadie quiere involucrarse en los problemas de otros. Nos limitamos a no hacerle daño a nadie. Así nos justificamos. ¿Qué tienen que ver con nosotros las víctimas del crimen, de la guerra, la explotación o la opresión? Esas tragedias humanas que el mundo tiene por cicatrices no son de nuestra incumbencia. Por tanto, como el sacerdote y el levita, pasamos de largo, defendiéndonos a nosotros mismos continuamente con la excusa de que no le hacemos daño a nadie.
«En cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis» (Mateo 25:45). El mismo Cristo nos dice que los pecados de omisión son tan atroces y nos hacen tan culpables a ojos de Dios, que nos pueden condenar. Porque el amor es el cumplimiento de la ley. A la vista del espectáculo de la necesidad humana, el amor no puede quedarse ocioso y sin hacer nada.
Ya dije en el capítulo anterior que es posible que la preocupación social llegue a dominar la agenda del cristiano, haciéndole perder de vista la prioridad de proclamar las buenas nuevas del reino de Dios. No me estoy retractando de aquel énfasis. La semilla del reino es la palabra. Pero el cristiano que no demuestra una verdadera preocupación social en un mundo como el nuestro, por muy celoso que sea en su tarea evangelística, tendrá que enfrentarse al juicio de Cristo. Porque la semilla del reino es la palabra, y esa misma palabra exige una preocupación social. La preocupación social es parte del fruto de obediencia que muestra le fertilidad de nuestro terreno. Seguramente John Stott tiene razón cuando insiste en que no podemos llevar a cabo la gran comisión de Cristo—«Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura»—si pasamos por alto su gran mandamiento: «Éste es mi mandamiento: que os améis» (Marcos 16:15; Juan 15:12).
Hubo un tiempo, claro está, en que la iglesia cristiana era conocida por su obediencia práctica a ese mandato del maestro. Incluso los críticos que sentían poca simpatía por ella tuvieron que reconocer que, en la Inglaterra del siglo diecinueve, por ejemplo, fueron los creyentes cristianos quienes se afanaron infatigablemente en la lucha por la reducción de la pobreza y de la marginación en la sociedad. ¡Ojalá fuera ésa la imagen actual de la iglesia! Pero me temo que no es así. El virus de la autojustificación individualista que ha infectado a nuestra sociedad occidental es en general poco resistido por la iglesia de hoy. Como el sacerdote y el levita, los cristianos están mucho más interesados en que la alabanza pública sea ruidosa que en la responsabilidad social que exige el amor.
La historia del buen samaritano supone un reto tan grande, en cuanto a su relevancia para el mundo y para la iglesia del siglo veinte, como cuando Jesús la contó hace 2.000 años. Hace muchos años tuve un estudio bíblico con un pequeño grupo de estudiantes, uno de ellos procedente de Latinoamérica, sobre esta misma parábola del buen samaritano. Su comentario fue el siguiente: «Sólo con que la iglesia nos hubiera contado esta historia y nos hubiera mostrado a este Jesús, muchos de mis amigos nunca se habrían hecho marxistas». Ésta es, sin duda alguna, una de las mejores recetas del mundo para cambiar la sociedad: «Ve y haz tú lo mismo» (Lucas 10:37).
Y lo más irónico y asombroso es lo siguiente: que ésa no es la razón por la que Jesús contó esta historia. Jesús no relató esta parábola porque creyera que serviría para cambiar el mundo. Si lo hubiera hecho con ese propósito debería estar sintiéndose totalmente descorazonado en estos momentos, 2.000 años después, porque es evidente que no lo consiguió.
Pero Jesús no era un socialista utópico. Volvamos a la pregunta con la que comenzó este incidente, porque ahí tenemos la clave: «Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?» (Lucas 10:25). Recordemos que aquí tenemos a un hombre con la monumental ilusión de que puede conseguir su billete al cielo por medio de sus buenas obras. Y el propósito último de esta historia es mostrarle a aquel hombre que eso era imposible. La única manera de conseguir que aquel experto dejara de pensar que le era posible adquirir su billete al cielo de aquella forma, era que reconociera que había interpretado la ley de Dios referente al amor en términos reduccionistas. Una vez que le quedara clara la amplia extensión de su obligación moral, una vez que examinara su vida sin excusas ni evasivas para esconder su fracaso oculto, rápidamente descubriría que no era el gran experto en moral que se consideraba a sí mismo. Conocía muy bien la teoría, pero no había una práctica de la misma.
Estamos muy lejos de la verdad, pues, si pensamos que Jesús estaba dando su visto bueno al legalismo judío de aquel hombre cuando le dijo: «Haz esto y vivirás» (Lucas 10:28). Al contrario, el propósito de esta conversación es derribar de un golpe ese tipo de autosuficiencia moral.
Ésa es la verdadera razón por la que esta historia aparece en el evangelio de Lucas. No la estaremos entendiendo si pensamos que su propósito principal es enseñarnos nuestra responsabilidad moral. No obstante, también intenta exponernos nuestra bancarrota moral. El buen samaritano es la forma en que Jesús derriba los mecanismos de defensa de los que se atreven a justificarse a sí mismos. «Enfréntate a la falta de acción que hay en tu vida»—dice en esta parábola. Conoces el nivel de amor que Dios requiere, pero no lo pones en práctica. Sigue intentando alcanzarlo si crees que puedes. Pero sólo cuando dejes de racionalizar tu forma de escapar a todo lo que implica el mandamiento de Dios, sólo cuando dejes de reducir las demandas del amor por medio de clichés tranquilizadores como aquel de que «la caridad comienza en casa» o «yo no le hago daño a nadie», sólo cuando comiences a comparar tu amor con la exagerada generosidad de aquel buen samaritano, entonces te darás cuenta de tu verdadero fracaso moral. Ya no me vendrás con pomposas y orgullosas preguntas como: «¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?»
No. Más bien, como el hombre de la historia que veremos más adelante, te encontrarás con la cabeza gacha, golpeándote el pecho y diciendo: «Dios, se propicio a mí, pecador». ¿Aún no has llegado a ese punto de desesperación? Mucha gente se acerca, como aquel experto, a debatir con Jesús. Pero pocos vienen buscando lo que realmente él quiere ofrecerles: el rescate.
Cuando lleguemos al extremo de saber que necesitamos ser rescatados, descubriremos que incluso existe una mayor dimensión de esta importante historia del buen samaritano; quizás la dimensión de mayor valor.
En el capítulo anterior decía que durante la Edad Media se abusó a menudo de las parábolas, como consecuencia de interpretarlas de una manera alegórica. La historia del buen samaritano fue una de las más afectadas por esto. Una de las reconstrucciones medievales clásicas, por ejemplo, nos dice que el hombre herido representa a Adán; y que Jerusalén, de donde había partido de viaje, representa el estado de inocencia del que cayó Adán. Los ladrones que le asaltaron eran el diablo que privó a Adán de la vida eterna. El sacerdote y el levita eran la religión del Antiguo Testamento, que pasaba de largo y no podía ayudarle. Y el buen samaritano, por supuesto, es Cristo, que viene a rescatarle. La posada a la que le llevó es la iglesia, las dos monedas que entregó para sus cuidados son los sacramentos del bautismo y de la misa, y el posadero, evidentemente, ¡es el papa!
Bueno, baste con decir que no existe evidencia alguna de que Jesús pretendiera que su historia fuera interpretada de esa manera. De todas formas, algo de percepción espiritual tenían aquellos estudiosos medievales. Porque, aunque no se pretendía que el buen samaritano fuera una representación alegórica de la misión de Cristo, sí es cierto que Cristo es el cumplimiento perfecto del mandamiento del amor, ilustrado por el buen samaritano.
Hay un hombre que viajó por aquel camino a Jericó, pero en dirección contraria: hacia Jerusalén, no lejos de allí, y con una cruz sobre su espalda. Y, desde esa cruz, el narrador de la historia mismo nos recuerda aquel antiguo mandamiento del amor. Sólo que, como él dice, ahora se ha convertido también en un nuevo mandamiento: amaos unos a otros «como yo os he amado» (véase Juan 13:34). Moisés no pudo añadir esta coletilla, ¿verdad? Tampoco el intérprete de la ley. Pero Jesús sí. Porque él ha convertido al buen samaritano ficticio en hecho real. El suyo es un amor que derriba las barreras creadas por el hombre por razón de raza, tribu o clase. El suyo es un amor que no se conforma con buenas intenciones pasivas, sino que repercute en un servicio sacrificial activo y exagerado. «Amaos unos a otros como yo os he amado. Ahora podéis amar de esa forma porque, a diferencia de Moisés, os he proporcionado la capacidad de amar. Mi Espíritu, derramado desde el cielo, reproducirá mi amor en vuestros corazones. Id y haced lo mismo».
A aquellos que, como aquel intérprete de la ley, piensan que pueden adquirir su billete al cielo por medio de sus buenas obras, las palabras de Jesús les retan a reconocer su verdadera incapacidad moral. Tú no amas así; no puedes amar así. No quieres amar así. Deja de engañarte.
Pero a aquellos que han aprendido la lección, que han venido a Cristo arrepentidos y con fe, confesando sus fracasos y su pecado, el desafío de estas palabras finales les llega de una manera fresca por segunda vez e incluso con más fuerza. «Id y haced lo mismo—les dice. Demostrad la calidad de la vida llena del Espíritu que os he dado. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros».
3
INVITACIÓN PARA UNA FIESTA
LUCAS 14:1, 7–24
Aconteció un día de reposo, que habiendo entrado para comer en casa de un gobernante, que era fariseo, éstos le acechaban …
Observando cómo escogían los primeros asientos a la mesa, refirió a los convidados una parábola, diciéndoles: Cuando fueres convidado por alguno a bodas, no te sientes en el primer lugar, no sea que otro más distinguido que tú esté convidado por él, y viniendo el que te convidó a ti y a él, te diga: Da lugar a éste; y entonces comiences con vergüenza a ocupar el último lugar. Mas cuando fueres convidado, vé y siéntate en el último lugar, para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba; entonces tendrás gloria delante de los que se sientan contigo a la mesa. Porque cualquiera que se enaltece será humillado; y el que se humilla, será enaltecido. Dijo también al que le había convidado: Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te vuelvan a convidar, y seas recompensado. Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos.
Oyendo esto uno de los que estaban sentados con él a la mesa, le dijo: Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios.
Entonces Jesús le dijo: Un hombre hizo una gran cena, y convidó a muchos. Y a la hora de la cena envió a sus siervos a decir a los convidados: Venid, que ya todo está preparado. Y todos a una comenzaron a excusarse: El primero dijo: He comprado una hacienda, y necesito ir a verla; te ruego que me excuses. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlos; te ruego que me excuses. Y otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir. Vuelto el siervo, hizo saber estas cosas a su señor. Entonces enojado el padre de familia, dijo a su siervo: Vé pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Y dijo el siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar. Dijo el señor al siervo: Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa. Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena (Lucas 14:1, 7–24).
Dicen que lo conocido no se estima. En mi experiencia esto es cierto en cuanto a la religión. Las personas a las que les resulta más difícil hablar de la fe cristiana son casi siempre aquellas que han crecido rodeadas de ella.
G.K. Chesterton, en relación con esto, cuenta la historia de un joven que vivía hace siglos en las colinas de Wessex. Había oído hablar de un enorme caballo blanco misteriosamente esculpido en la antigüedad en una ladera desconocida. Aquel rumor le había cautivado de tal manera que decidió dedicarse a buscar el legendario caballo, viajando a lo largo y ancho de todo el occidente del país. Pero, mira por dónde, resulta que no lo encontró. Al final, aburrido y desanimado, volvió a casa, harto y habiendo llegado a la conclusión de que el caballo blanco de sus sueños no existía. Y entonces, cuando divisó su pueblo desde la distancia, después de su larga ausencia, se quedó atónito al contemplar el objeto de su búsqueda. El caballo blanco había estado allí todo aquel tiempo. Su pueblo estaba situado justo en el centro, pero nunca antes había sido capaz de reconocerlo, debido a lo familiarizado que estaba con su entorno.
Chesterton, claro está, dice que esa historia es una alegoría. Lo que quiere decir es que hay personas (y especialmente jóvenes) que emprenden una búsqueda intelectual y espiritual. Se plantean profundas preguntas. Visitan lugares exóticos en busca de respuestas. Leen libros foráneos, viven experiencias diferentes. Algunos de los viajeros pueden incluso enrolarse en cursos universitarios en el extranjero. Profundizan en ello porque son conscientes de que hay algún misterio que les atrae, un santo grial que deben descubrir. Con tristeza, a pesar de todos sus esfuerzos y con el paso del tiempo, van desilusionándose y volviéndose cínicos y agnósticos. No encuentran el «caballo blanco» que estaban buscando.
Quizás—sugiere Chesterton—lo que deberían hacer es volver al hogar. Puede que, si lo hicieran, se llevaran la sorpresa de encontrar que las respuestas que están buscando las tienen allí, en la biblia de la estantería de la iglesia que hay en la esquina de su calle. Lo único que pasa es que no han reconocido su valor único porque estaban demasiado cercanas, les eran demasiado conocidas. Y lo conocido no se estima.
Penetrar ese muro de indiferencia, o de desprecio, y ayudar a otros a descubrir lo novedoso y lo relevante que es el mensaje cristiano, no es tarea fácil. Y especialmente si la gente piensa que ya conoce ese mensaje. Es más o menos como la vacuna contra el sarampión que se les pone a los niños. Una dosis de religión demasiado frecuente, y especialmente si se administra durante la infancia, lo que hace es aumentar la resistencia a la realidad a la que deberán enfrentarse más adelante en su vida. Las clases de escuela dominical, los maestros de religión evangélica de las escuelas que no les son de gran ayuda, los aburridos cultos en la iglesia y, por supuesto, las meriendas en casa del pastor; todo eso viene a sus mentes como una avalancha cuando el evangelista se pone en pie para hablar. Son como los anticuerpos cuando acuden a enfrentarse al virus que invade la sangre. Todos aquellos recuerdos aseguran la inmunidad espiritual frente a cualquier cosa que el predicador pueda decir. Incluso el mejor de los sermones fracasa en su intento de atravesar semejantes defensas.
Hasta Jesús, al ejercer de maestro de las buenas nuevas, experimentó aquel mismo problema. Con frecuencia se encontraba con que las personas que le planteaban mayores dificultades eran aquellas que tenían un trasfondo religioso más fuerte.
Fijémonos en este incidente, por ejemplo. Es sábado. A Jesús le han invitado a comer en casa de alguien a quien Lucas denomina gobernante fariseo. La escena es parecida a la de aquellas fiestas que al capellán de la universidad de Cambridge le encanta organizar tras una velada musical. Todo el mundo se porta bien y trata de causar una buena impresión. Parece como si Jesús, observando la presunción de aquella concurrencia particular, hubiera decidido animar las cosas un poco. Por eso hace una sugerencia controvertida acerca de cómo organizar un buen convite. «No invitéis a los amigos y vecinos ricos—les dice. Eso es verdaderamente aburrido. Al fin y al cabo, si lo hacéis, se sentirán obligados a devolveros la invitación, ¿no es así? Es mejor convidar a personas sin hogar a las que veáis pidiendo limosna en la calle principal. Invitad a los alcohólicos y a los drogadictos que encontréis apoyados en la pared del mercado. Invitad a vuestra fiesta a los marginados, porque ellos no tienen un duro. La única recompensa que podéis esperar haciendo esto se recibe en el cielo, ¿verdad?»
Estas palabras de Jesús debieron caer como una bomba sobre aquella audiencia. No es necesario tener una gran imaginación para darnos cuenta del impacto que producirían. Sospecho que los marginados y los despreciados de la sociedad no estaban presentes en la respetable mesa de aquel gobernante fariseo. Sin duda se hizo un silencio abrumador. Sería como si te recuerdan los millones de personas que se mueren de hambre justo cuando estás a punto de hincarle el diente a tu tercer plato de tarta. Claro que siempre hay alguien alrededor que, en los momentos embarazosos como aquel, se considera con la imperiosa obligación de ayudar a mejorar el ambiente por medio de algún comentario más o menos necio. Eso es exactamente lo que le pasaba a aquel tipo que estaba sentado en la mesa de Jesús. Decidido a mantener la conversación dentro de unos límites que le permitieran sentirse cómodo, asintió santurronamente a la alusión de Jesús a la resurrección de los justos y añadió de su cosecha propia: «Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios» (Lucas 14:15).
Aquella fue una intervención puramente convencional, la clase de palabras huecas que uno escucha en los funerales cuando en realidad la gente no sabe qué decir, pero siente que debe decir algo religioso: «Sí, ahora está en un lugar mejor». Como dice el himno: «Hay un mundo feliz más allá». Ya sabéis a qué me refiero. En la sociedad judía del primer siglo, los rabinos hablaban mucho acerca del reino de Dios que iba a venir. Profetas como Isaías habían mencionado una enorme fiesta gratuita presidida por Dios mismo y que dejaría por los suelos al mejor de los banquetes en el palacio de Buckingham. Por tanto, si estuviéramos en el lugar de uno de los asistentes a una fiesta del primer siglo y buscáramos algo que decir en presencia de los clérigos que resultara lo suficientemente piadoso, una de las expresiones más apropiadas sería precisamente: «Bienaventurado el que coma pan en el reino de Dios». Estas palabras señalaban de inmediato al que las decía como un respetable admirador del status quo eclesiástico. Era una forma indirecta de decir: «No te preocupes por mí, Jesús, yo soy muy religioso».
Y seguramente aquel hombre esperaba una respuesta igual de convencional a su aportación: el equivalente judío del primer siglo al «¡amén, hermano! ¡aleluya!», seguido de un rápido cambio de tema hacia algo que resultara más conveniente para una buena digestión de la tarta. Pero si eso es lo que esperaba, se equivocó gravemente. Porque Jesús era lo suficientemente astuto como para que alguien pudiera engañarle por medio de una pretendida piedad, y demasiado buen pastor como para pasar aquello por alto sin plantarle cara.
Se trataba de un buen ejemplo de cómo lo conocido no se estima. Aquel individuo pensaba que su espiritualidad estaba bien. Tenía conocimientos sobre el cielo, creía en él y estaba seguro de que iba a ir allí. Naturalmente esperaba que Jesús alimentara su confianza. Pero resulta que no lo hizo. El maestro por excelencia contaba con un arma especial entre su equipamiento retórico con el que reventar el globo de orgullo de esta clase de personaje religioso. Ya le vimos utilizarla contra el intérprete de la ley en el capítulo anterior. Aquí vuelve a hacer uso de una parábola con aguijón, produciendo un efecto devastador con ella.
Un hombre hizo una gran cena, y convidó a muchos. (Lucas 14:16)
Aquel hombre estaba deseando que llegara el momento del banquete celestial, seguro de que él estaría allí. Esperaba una respuesta convencional a su aportación convencional acerca de la bendición que resultaría ser aquella fiesta celestial. Y la manera en que Jesús comenzó con su historia debió de confirmarle que eso era exactamente lo que iba a ocurrir.
Al hablar de una gran cena, Jesús estaba utilizando la bien conocida metáfora del reino de Dios a la que aquel convidado había hecho referencia. Fijémonos en que la historia comienza con los preparativos para la fiesta. Los convidados habían recibido sus invitaciones. La audiencia de Jesús no tenía problema alguno para descifrar aquello. Era una clara referencia a la labor preparatoria de los profetas del Antiguo Testamento, quienes habían llevado a cabo una notificación preliminar de la futura llegada del reino. Los convidados que habían sido invitados eran ellos, por supuesto, los judíos, el pueblo escogido de Dios a quienes los profetas habían dirigido sus palabras inspiradas. Sin duda, la audiencia de Jesús esperaba que la historia continuara, a través de la metáfora, exponiendo la bienaventuranza del reino de Dios, quizás describiendo lo exquisito que sería el menú o la forma en que serían honrados los convidados.
Pero entonces la historia de Jesús comienza a apartarse de la línea convencional.
Y a la hora de la cena envió a sus siervos a decir a los convidados: Venid, que ya todo está preparado (Lucas 14:17).
En el mundo antiguo, el anfitrión invitaba a los convidados uno o dos días antes de la fiesta para poder saber cuántos de ellos vendrían. Después, cuando la comida ya estaba preparada de acuerdo con el número de asistentes, enviaba una segunda invitación pidiéndole a sus convidados que acudieran sin tardar. En esta historia, Jesús revienta ese protocolo de la época; pero al hacerlo introduce sutilmente una inesperada nota de urgencia: «Venid, que ya todo está preparado»—les dice el anfitrión con sentido de inminencia—. Si lo hubieran pensado bien (y estoy convencido de que sus mentes estaban dándole muchas vueltas al asunto), a los que escuchaban a Jesús no se les habría escapado lo que aquello implicaba. Los profetas del pasado habían anunciado la llegada del reino en un tiempo futuro. Pero Jesús sugiere aquí que esa nueva etapa en el horario de Dios ya ha llegado. Dios está ahora mismo enviando a un siervo para anunciar, no que el reino de Dios vendrá en alguna fecha futura, sino que ya ha llegado; el banquete está listo; el reino está aquí; llegó el momento, por tanto, de la acción. «Venid, que ya todo está preparado».
¿Quién es este siervo con un mensaje tan revolucionario? Creo que no existe ninguna duda de que aquí Jesús se está introduciendo él mismo en su parábola. Porque ésta era la misión que él sabía que Dios le había encargado, su especial misión mesiánica. Él no había venido sólo para anunciar la futura llegada del reino de Dios, sino para inaugurarlo. Y antes de que los oyentes de Jesús pudieran recuperarse de la gran sorpresa que les había producido semejante pretensión implícita en sus palabras, el bombardero oculto comienza a lanzar su descarga:
Y todos a una comenzaron a excusarse: El primero dijo: He comprado una hacienda, y necesito ir a verla; te ruego que me excuses. Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlos; te ruego que me excuses. Y otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir.
Aquí tenemos algo asombroso: aquella gente era capaz de ser invitada a compartir la cena en el reino de Dios y, sin embargo, declinar la invitación. Aun siendo de un amigo, una invitación a comer rara vez no es aceptada. Rechazar la invitación de Dios no es sólo una locura, se trata de una absoluta insolencia.
Podía no haber sido tan malo si aquellas personas hubieran tenido una buena excusa. Pero los pretextos en los basan su rechazo eran tan débiles y tan evidentes, que podríamos calificarlos de insultantes. ¿Es lógico que alguien compre una casa sin haber ido a verla antes? Igual de ilógico para un judío del primer siglo que el que alguien adquiriera diez bueyes sin haber visto antes si alguno de ellos estaba mutilado. ¿Puede alguien imaginarse a una persona que se casa tan rápido que tiene que cancelar una invitación a una cena recibida uno o dos días antes para poder irse de luna de miel? Menos aun se lo puede imaginar un judío del primer siglo, para quien una boda era algo planeado desde muchos meses antes.
Cada una de estas excusas es una clara invención, una bofetada deliberada. Ni siquiera intentan que sus disculpas parezcan ciertas. Cada una de estas personas, a su manera, está diciendo a su potencial anfitrión: «Francamente, tío, hay muchas otras cosas en las que puedo emplear mi tiempo mejor que perderlo en compañía tuya».
«¿Dices que la cena está lista? Sí, ya sé que dije que iría; pero eso fue ayer. Siento mucho decirte que he pensado que tengo que volver a pintar el cuarto de baño esta noche».
«¿La cena está lista? Bueno, sí, ya sé que dije que iría; pero eso fue ayer. He decidido que, en vez de eso, esta tarde voy a ir a dar una vuelta con mi deportivo. ¡Hace un tiempo tan bueno!»
«¿La cena está lista? Bueno, sí, ya sé que dije que iría; pero eso fue ayer. Por favor, perdóname, pero he quedado con aquella maravillosa rubia de la oficina, y ya sabes que ella piensa que siendo dos ya se tiene suficiente compañía».
Todos los oyentes de Jesús detectarían la ultrajosa impertinencia de semejantes excusas.
Y Jesús, claro está, sugiere por medio de esta parábola que los hombres y las mujeres dan la espalda al reino de Dios con esa misma insolencia. Lo hacen así por simples trivialidades: por adquirir ganancias personales, por la búsqueda del placer personal o de la aventura sexual. Escogen cualquiera de estas cosas antes que aceptar la invitación de Dios. ¿No se dan cuenta de lo que se están perdiendo? La implicación que se extrae de la historia de Jesús es que lo conocido no se estima. Hay muchas cosas excluyentes que intentan atraer la atención y ocupar el tiempo de estas personas. Puede que en algún momento estuvieran interesados en ir a la cena, pero ahora hay un montón de otras cosas que han invadido sus vidas.
Uno sospecha que, llegados a este punto de la historia de Jesús, ésta comenzaba a resultar desagradable y a producir escalofríos en algunas de las personas que le escuchaban. El bombardero oculto había atravesado sus defensas y estaba atacando. Pero Jesús no había terminado. En un último golpe de gracia, continúa apretando el detonador.
Vuelto el siervo, hizo saber estas cosas a su señor. Entonces enojado el padre de familia, dijo a su siervo: Ve pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos. Y dijo el siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar. Dijo el señor al siervo: Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa. Porque os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena (Lucas 14:21–24).
¿Se comprende lo que quiero decir cuando hablo del aguijón? «Ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena». Para comprenderlo bien, hemos de preguntarnos a nosotros mismos: «¿Quiénes eran aquellos primeros convidados? ¿A quién representan?» La respuesta, claro está, es que se trataba de los judíos, el pueblo religioso, el pueblo que creía en la Biblia, aquellos que se veían a sí mismos camino del cielo, como aquel vanidoso comensal que estaba junto a Jesús en aquella cena a la que les había invitado el fariseo. Sin embargo, en cuanto a esta cuestión tan candente, Jesús llega a la conclusión de que «ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena».
¿Lo dice en serio? Quiere decir que aquellos privilegiados religiosos serían excluidos del reino de Dios. Entonces, ¿quién entraría? «Ve pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos». Jesús comunica a los fariseos que invitaría a su fiesta a los despreciados y desterrados pordioseros, a los pobres y los discapacitados, a aquellos que evidentemente estaban ausentes de aquella mesa en la que se encontraban. Jesús afirma que aquellas personas estarían en el banquete de Dios. Y, por si su admisión en el reino no resultaba ya lo suficientemente ofensiva para la respetable audiencia de Jesús, añade que aún queda sitio: «Dijo el señor al siervo: Vé por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar».
Es posible, claro está, que esta segunda vez que envía al siervo tuviera la finalidad de reforzar la primera, intensificando así la humillación que suponía para los que estaban escuchando a Jesús. La mayoría de comentaristas están de acuerdo, sin embargo, en que Jesús está haciendo algo más que eso. Está anticipando la incorporación de los gentiles al reino de Dios. Los evangelios enseñan que Jesús anunció dicho desarrollo. «El reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él»—les diría a algunos de los sacerdotes y de los fariseos un poco más adelante (Mateo 21:43). Aunque hemos de admitir que no queda claro en esta parábola, parece que aquellos que estaban por los caminos y los vallados representaban a los forasteros no judíos a quienes Jesús pronto atraería a sí mismo por su Espíritu, después de su muerte y su resurrección.
La ironía, pues, no podía ser mayor. Aquellos que esperaban entrar en el reino porque habían recibido invitaciones anticipadas a través de los profetas, se lo perderían. Sin embargo, aquellos que esperaban quedarse fuera porque no eran lo suficientemente buenos, o porque nunca habían oído hablar del banquete debido a su paganismo, serían los que lo disfrutarían.
Esta parábola enfatiza que lo conocido no se estima, y Jesús responde que ese desprecio es un pecado que Dios no perdona fácilmente.
¿Qué nos dice el aguijón de esta parábola a ti y a mí, por tanto? Quizás dependa de nuestra procedencia. Algunos, como los convidados que estaban junto a Jesús en aquella mesa del fariseo, procedemos de un trasfondo religioso. Puede que nuestros padres fueran creyentes y que nos bautizaran o nos presentaran cuando éramos niños. Puede que hayamos asistido a la escuela dominical o al grupo de jóvenes. Puede que en nuestra adolescencia respondiéramos positivamente a alguna predicación del evangelio. Puede que hayamos escuchado hablar de la fe cristiana no una, sino docenas de veces, y como resultado de ello pensemos que somos cristianos. Pero, ¿lo somos? Ésta es la pregunta que nos plantea esta parábola. Puede que sepamos cómo dar gracias antes de las comidas; pero Jesús nos está diciendo que el reino de Dios exige más de nosotros, no sólo una palabrería piadosa. Nos exige una decisión y un compromiso. «Venid, que ya todo está preparado»—les dice. Puede que en otra época consideraran ese tiempo como algo puramente espiritual; pero ahora que Jesús ha venido, se exige una respuesta activa, porque el reino está aquí. Ese reino debe ser prioritario sobre cualquier otro interés o ambición que podamos tener. ¿Estamos dispuestos a aceptar esa reorientación tan radical de nuestras prioridades?—nos pregunta. Lo que nos indica esta historia es que muchos no lo están. No todo el que escucha la invitación, ni siquiera todos aquellos que parecen responder inicialmente a la misma, llegan a disfrutar de sus beneficios cuando se les pide una decisión y un compromiso.
Para algunos quizás sea la profesión lo que ocupa el primer lugar; para otros puede ser el deporte; para otros, los estudios académicos; para otros, el novio o la novia. He adquirido un terreno, he comprado cinco yuntas de bueyes, me he casado. Las excusas pueden variar; pero, al mismo tiempo, son siempre las mismas: débiles, engañosas, un insulto desde el punto de vista de Dios.
Jesús dice que esas excusas enojaron al dueño de la casa. No es extraño. Si a ti te hubiera resultado costoso preparar un banquete para unos amigos a los que aprecias mucho y ellos te volvieran la espalda, ¿no te enfadarías? Es ridículo pensar que Dios no se enfada con nosotros cuando buscamos excusas para poner otras cosas por delante de él en nuestras vidas. A Dios le cuesta mucho disponer para nosotros este banquete en su reino. Tuvo que pagar un precio para abrirnos la puerta del cielo. Una cruz se elevó en una colina de Jerusalén, bañada en sangre. Se elevó para que nosotros pudiéramos estar absolutamente seguros de que este banquete, aunque tengamos libre acceso a él, no había sido barato. Él pagó su precio porque quería invitarte al banquete. Rechazar la invitación es darle una bofetada en el rostro a un anfitrión divino que lo ha dado todo porque te ama. No es de extrañar que esté enfadado.
Por tanto, en esta parábola tenemos una advertencia solemne para aquellos que están familiarizados con la fe cristiana: no desprecies lo que tienes. Pero la parábola también supone un gran desafío para las personas que no tienen un trasfondo religioso. Dios está planificando una fiesta para ti. Todos los festivales y carnavales, banquetes y fiestas, risas y festividades de los miles de años de historia de la humanidad no se pueden comparar con la maravilla, la gloria y la alegría de la celebración que el rey del universo tiene en mente. Será un acontecimiento magnífico, más allá de lo que la mente humana puede imaginar, el preludio de todo un nuevo mundo. ¿A quién no le gustaría participar en esa celebración? Jesús nos dice, en esta parábola, que tú has sido invitado a él. La entrada es gratuita y cada uno de nosotros es bienvenido a compartirla.
Quizás para algunos esto suponga un problema. Como los pobres, mancos, cojos y ciegos que estaban ausentes de la mesa del fariseo, se sienten en la iglesia como un pez fuera del agua. «Yo no soy un tipo religioso—dicen—. Es mejor que los que se dedican a ir a la iglesia no me inviten a hacerme cristiano. Ellos no saben cómo soy. Si lo supieran, en seguida me mostrarían la puerta. No soy lo suficientemente bueno. Si supieran lo desastrosa que es mi vida, si supieran todos los hábitos y pecados que esconde mi educada y respetable envoltura externa, sabrían que yo nunca podría ser cristiano. No puede haber sitio para mí en el reino de Dios que trae Jesús. Esa invitación no puede ser para mí».
A la vez, como aquellos que estaban por los caminos y por los vallados y que ni siquiera sabían que se había preparado un banquete, algunos pueden sentirse completamente desconcertados por la invitación de Jesús. Quizás vengan de una cultura completamente extraña al cristianismo, de un país donde la mayoría de la gente es partidaria de otra religión. «Está muy bien que los europeos y los americanos piensen que se les ha invitado a esa fiesta—se dicen a sí mismos—. Pero no es para mí. Yo soy de Asia (o de África). Soy hindú (o musulmán). ¿Yo cristiano? Eso es imposible, impensable. No hay lugar para mí en el reino de Jesús. La invitación no puede ser para mí».
Pero Jesús, de hecho, cuenta esta historia precisamente para señalar que estás equivocado si te sientes excluido de esta manera. En ella se revela que hay más espacio en el reino de Dios para gente como tú que para otro tipo de gente. Fijémonos en la palabra que el anfitrión utiliza para mandar al siervo: Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar (Lucas 14:23). El verbo «fuérzalos» es muy fuerte. Algunas traducciones dicen: «oblígalos a entrar». Esta traducción ha llevado ocasionalmente a conclusiones ilegítimas, como cuando se citaba para defender la inquisición española.
Pero interpretaciones así no nos ayudan a comprender la intención de este fuerte mandato que recibe el siervo. No se le envía con cuerdas, cadenas y armas para obligar a los extranjeros que no quieran a acudir a la casa del anfitrión. No es a eso a lo que se refiere el anfitrión cuando dice: fuérzalos a entrar. Su mandato nace de su reconocimiento de que la gente a la que está enviando al siervo se quedará sorprendida cuando reciba la invitación. Su reacción inmediata será pensar que el siervo se ha equivocado; el banquete no puede ser para ellos. Pensarán que son demasiado pobres como para ser invitados a una casa tan grande como la del dueño del siervo. Pensarán que, siendo gentiles y extranjeros, no pueden ser recibidos como huéspedes, que seguramente la invitación ha llegado a una dirección equivocada. Por eso el anfitrión dice: «fuérzalos a entrar». Es decir, cógelos del brazo, persuádelos, convéncelos, consíguelo aunque sea por medio de halagos. El siervo debe utilizar todos los recursos de que dispone para convencerles de que la invitación del anfitrión realmente va dirigida a ellos. Y por eso podemos estar tan seguros de que la invitación de Dios nos incluye a nosotros, seamos quienes seamos. No hay pero que valga. No importa lo indignos que nos sintamos, no importa lo ajenos al cristianismo que hayamos vivido, la invitación es para todos. has sido invitado. Dios quiere que estés en su reino. Él te insta a venir. La cena ya está preparada para ti. ¿Por qué retrasarte?
Sin duda nosotros tenemos nuestros planes para los próximos meses y años. El estudiante intenta conseguir un título. ¿Y qué hará después? Otros quizás hayan encontrado a alguien con quien casarse. ¿Y qué pasará después de la boda? Otros pueden tener proyectos respecto a su profesión. Puede que estén planeando formar una familia. Pero la profesión pasará y los hijos crecerán, ¿y entonces?
La verdad es que, por mucho que quieras hacer en los cincuenta, sesenta, setenta u ochenta años que Dios te ha dado, todo terminará. El estado de las cinco yuntas de bueyes que acabas de comprar, incluso la esposa con la que te acabas de casar, parecen cosas muy importantes para ti y, de hecho, a su manera lo son. Pero ninguna de esas cosas dura. Todo termina en una caja de madera con asideros metálicos y un pequeño nombre grabado en plata.
En cambio, aquello de lo que Jesús está hablando aquí durará para siempre. Se trata del reino de Dios, algo que los seres humanos hemos sido destinados a compartir con nuestro Hacedor. Está previsto que vivamos eternamente en compañía de Dios y en el mundo de Dios. Incluso aunque hayamos desechado aquel destino único, nos sigue dando la oportunidad de retornar. ¿Seguiremos dándole la espalda a semejante oportunidad?
Se puede estudiar para conseguir un título, pero hacerlo para Dios. Puedes casarte un día, pero ese hogar que construyas puede ser para él. Puedes tener una profesión, pero haz que sea para él. Ven—dice—, el reino está preparado, y está esperándote. Ya mismo puedes comenzar a disponer de lo que él ha preparado para la fiesta. Dios quiere que utilices la vida que él te ha dado para prepararte para el reino que durará eternamente.
Por tanto, ¿por qué retrasarlo? «Ven—dice—. Ya está todo listo». No importa lo indigno y extraño que te sientas respecto al cristianismo. La invitación es para ti. Y si la invitación te resulta demasiado conocida, ten cuidado. Lo conocido no se estima. Es posible rehusar, pasar por alto o desperdiciar la invitación. Y las personas que corren mayor peligro de que les ocurra esto son aquellas que ya lo saben. No hay excepciones al mandato de Jesús: «Buscad primeramente el reino de Dios»—dice—. Insiste en que no habrá lugar en aquel reino para aquellos que se dediquen a poner excusas y que le den prioridad a cualquier otra cosa.
Clements, R. (1995). Relatos con aguijón (31). Barcelona: Publicaciones Andamio.

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