sábado, 5 de julio de 2014

Bosquejos para preparar sermones: Ayuda ministerial

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 

 
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LA CREACION

Génesis 1:1–26

    Está ante nosotros una obra de maravillosa variedad.
    ¿Siempre existió? ¿tuvo un principio? Si lo tuvo ¿quién es el autor?
    ¿Con qué fin fue creada? Sólo la Biblia contesta estas interrogaciones.

  I.      LA CREACION TUVO UN PRINCIPIO
    La Biblia comienza con notas sencillas pero sublimes: “En el principio”.
    Moisés no argumenta para probar la existencia de Dios.
    Es postulado lógico y evidente que no hay creación sin creador.
    No puede haber orden ni combinación alguna sin una inteligencia.
    Si hay un pensamiento debe haber un pensador. Esto es lógico.

  II.      LA CREACION TUVO UN AUTOR
    “Creó”. El atributo de crear es exclusivo de Dios.
    El hombre puede transformar, combinar, pero jamás podrá crear.
    Los movimientos ordenados de la misma tierra o naturaleza nos hablan de un Dios omnipotente y omnisciente.
    La Biblia no nos dice cómo van los cielos sino cómo ir al cielo.

  III.      LA CREACION MANIFIESTA EL AMOR DE DIOS
    Había en Dios la necesidad de expresarse, de amar y ser amado.
    ¿Qué es el hombre? un pecador, mas Dios revela su gran bondad.
    La Creación es la primera revelación de Dios. (Sal. 19:1; Rom. 1:20).
    Desde el principio ya actuaron las tres personas de la Trinidad.
    1. Dios-Padre (v. 1) 2. Dios-Hijo (Jn. 1:1) 3. Dios-E. Santo (v. 2).

  IV.      LA CREACION NOS CONDUCE A LA REDENCION
    La Creación forma un contraste con la condición actual del mundo.
    Tierra, teatro de iniquidades, morada de dolor, reino del pecado.
    ¿Qué sucedió? El hombre se rebeló contra Dios, se hizo pecador.
    ¿Entonces? “Dios de tal manera nos amó, que ha dado a su Hijo …”
    Así como la Creación necesitó un Creador para que existiese, así también todo pecador necesita de un Salvador. (Jn. 3:16-21).
    ¡Qué maravillosa es la Creación! mas ¡oh, qué asombrosa es la gran redención obrada por Jesucristo!
 

martes, 1 de julio de 2014

los hijos de ellos que no supieron, oigan, y aprendan a temer a Jehová vuestro Dios todos los días que viviereis sobre la tierra

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
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                           LA OBRA DE LOS NIÑOS: NUESTRO FUNDAMENTO BÍBLICO
Un mandato evangélico: “Harás congregar al pueblo, varones y mujeres y niños, y tus extranjeros que estuvieren en tus ciudades, para que oigan y aprendan, y teman a Jehová vuestro Dios, y cuiden de cumplir todas las palabras de esta ley; y los hijos de ellos que no supieron, oigan, y aprendan a temer a Jehová vuestro Dios todos los días que viviereis sobre la tierra […]” Deuteronomio 31:12–13).
Jesús dijo: “Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños […]” (Mateo 18:10).
“Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe” (Mateo 18:5).
“Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar” (Mateo 18:6).
“Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos” (Mateo 19:14).
“Pero los principales sacerdotes y los escribas, viendo […] y a los muchachos aclamando en el templo y diciendo: ¡Hosanna el Hijo de David! se indignaron y le dijeron: ¿Oyes lo que éstos dicen? Y Jesús les dijo: Sí; ¿nunca leísteis: De la boca de los niños y de los que aman perfeccionaste la alabanza?” (Mateo 21:15–16)
Jesús dijo a Pedro: “Apacienta mis corderos” (Juan 21:15)
“Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15). (Como comentó C.H. Spurgeon acerca de este versículo: “¿Acaso no son criaturas los niños?”).
Del Antiguo Testamento: “Y cuando os dijeren vuestros hijos: ¿Qué es este rito vuestro?, vosotros responderéis […]” (Éxodo 12:26–27).
“Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6).
Y de las Epístolas: “Y vosotros padres […] criadlos [a vuestros hijos] en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4).
“Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo” (Efesios 6:1).
“Y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 3:15).

domingo, 4 de mayo de 2014

Cerca de Tí Señor, quiero morar


Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 


En el capítulo anterior dije que si queremos entender por qué hacemos las cosas que sinceramente no queremos hacer, tenemos que comprender que estamos motivados por el deseo de satisfacer nuestras necesidades de significación y seguridad en las formas que creemos inconscientemente que funcionarán. Una esposa me dice que no puede entregarse sexualmente a su esposo. Conscientemente quiere hacerlo, y trata de entregarle su cuerpo en obediencia a 1 Corintios 7:1–5, pero se pone tan tensa que se retrae. ¿Por qué? Tal vez piensa que necesita del amor de su esposo para estar segura. Como él la ha herido en el pasado, tal vez ahora teme hacerse vulnerable a más sufrimiento al acercarse a él. Por eso se pone rígida y se retrae del sexo, la expresión más íntima de proximidad. Tal vez también siente cierto resentimiento hacia él por haberla herido, además de no confiar lo suficientemente en él para acercarse; y se retrae para desquitarse.
Un consejero que llega a estas conclusiones todavía no ha ayudado a su paciente. Ahora tiene que ayudarla a pasar de la motivación por déficit (la conducta según sus propias necesidades en mente) a la motivación por expresión (conducta que expresa su integridad dada por Dios en concordancia con la dirección bíblica). Si el consejero quiere ayudarla a efectuar ese cambio y además manejar con efectividad una amplia variedad de casos, tendrá que comprender algunos de los principios básicos del funcionamiento de la persona.
En este capítulo quiero dibujar la figura de una persona. Los artistas pintan lo exterior de la persona, su aspecto físico externo. Los profesores de anatomía describen el aspecto físico interno de la persona, mostrando los huesos y los órganos que están debajo de la piel. Yo también quiero ir más allá de la cobertura exterior, pero en lugar de describir más de la parte física, quiero tratar de apresar en el papel lo intangible. Los médicos hablan de anatomía física. A mí me interesa la anatomía personal, las partes constitutivas que hacen que la persona sea más que una colección de partes físicas en función. Quiero dibujar una persona. En términos apropiados para un psicólogo, podría decir que espero describir la «psicoanatomía» de una persona. ¿Cuáles son las partes interiores de una persona? ¿Con qué pensamos? ¿Cómo interactúan nuestros pensamientos, sentimientos, y actitudes deliberadas?
Antes de comenzar a dibujar una persona, quiero hacer dos observaciones importantes: (1) No soy lo que los psicólogos denominan un «reduccionista fisicista», o sea, yo creo que hay «partes» intangibles en la persona que no se reducen al cuerpo físico. La emoción es más que un funcionamiento glandular. El pensamiento es más que una actividad neurológica del cerebro. Aunque hay conexiones intrincadas entre el funcionamiento físico y el personal, no creo que el cómo sentimos, actuamos, y pensamos como personas se pueda explicar completamente en términos de correlaciones fisiológicas. (2) Cuando hacemos la disección de un organismo para examinar sus partes constitutivas caemos en el peligro de perder de vista el funcionamiento total del organismo. Un cirujano tal vez aprenda a pensar en el «objeto» que yace en la camilla como un conjunto de partes que incluye el corazón, los pulmones, el hígado, el cerebro, y demás. Yo creo que una persona es una entidad operante que actúa como una unidad. Al considerar las diferentes partes que componen esta persona integral, tal vez dé la impresión de que pienso en la persona como nada más que un conjunto de partes. Permítanme aclarar que creo que una persona es un todo indivisible. Mi intento en este capítulo será entender mejor cómo funciona ese todo indivisible observando los elementos claves del funcionamiento dentro de la personalidad humana.
Al considerar las partes de la persona muchos cristianos comienzan hablando acerca de espíritu, alma, y cuerpo. En mi pensamiento, como ya he dado a entender, es más útil concebir a los seres humanos como compuestos de dos partes: la parte física y la parte personal, o parte material y parte inmaterial. El cuerpo pertenece al lado físico del hombre. El espíritu y el alma a la parte personal. Aunque los términos de espíritu y alma a veces se usan en forma intercambiable en la Biblia, muchos estudiosos han intentado diferenciarlos. Yo estoy de acuerdo con los dicotomistas que sienten que el espíritu y el alma sólo se pueden separar en sentido funcional. Sugiero que ambos términos se pueden entender con más sencillez no como entidades materializadas o partes literales de la personalidad sino más bien como términos descriptivos que expresan si la personalidad como un todo está orientada primariamente hacia Dios o hacia otras personas. Cuando oriento mi energía personal hacia Dios en adoración, oración, o meditación, se puede decir que mi espíritu está interactuando con Dios. Cuando dirijo mi personalidad hacia otra persona, funcionando en sentido lateral y no vertical, entonces puedo vincular mi alma con la suya.
Si el espíritu y el alma realmente son términos descriptivos que se refieren sólo a la dirección del funcionamiento personal, tenemos que tratar de definir exactamente lo que queremos significar con funcionamiento personal. La forma en que funciona una personalidad humana tal vez se entienda mejor estudiando sus partes funcionales.


La mente consciente

El primer elemento en el funcionamiento personal es la mente consciente. La persona tiene conciencia de sí misma; podemos hablarnos a nosotros mismos en discurso normal. Con esta capacidad de decirnos cosas a nosotros mismos en forma de oraciones (es decir, plasmamos impresiones en palabras), evaluamos nuestro mundo. Cuando ocurre un hecho externo que atrae mi atención, respondo a él primero hablándome a mí mismo sobre el caso. Tal vez no siempre caiga en cuenta de las frases que me estoy diciendo, pero de todos modos estoy respondiendo en forma verbal, y si prestara atención a mi mente, podría observar qué frases estoy usando para evaluar el suceso. Por ejemplo, si me despierto frente a una tormenta de lluvia una mañana que tenía destinada a jugar al golf, probablemente considere mentalmente la situación con oraciones como: «Mi compañero de golf es un cliente potencial que se va mañana de la ciudad y tal vez pierda una oportunidad de hacer un buen negocio. Esta tormenta es una calamidad.» Mi reacción emocional sería sumamente negativa. Si mi esposa me preguntara por qué estoy deprimido, probablemente le diga: «Porque está lloviendo». Pero esa no sería la respuesta correcta. Una tormenta de lluvia no tiene ningún poder para deprimirme, pero una fuerte evaluación mental negativa de la tormenta sí lo tiene. En otras palabras, no son los eventos los que controlan mis sentimientos. Es mi evaluación mental de esos eventos (las frases que me digo a mí mismo) lo que afecta mi ánimo. Supongamos que cambiara mi evaluación «esta tormenta es una calamidad» por «el dinero es importante, pero confío en Dios para resolver mis necesidades; en consecuencia, aunque preferiría jugar al golf hoy, no es terrible que no pueda hacerlo». Con esa cláusula en mente, mi reacción emocional incluiría la verdadera desilusión pero también una serena sensación de paz.
Para quienes han estudiado teoría de la personalidad será obvio que aquí estoy describiendo un punto de vista subjetivo y fenomenológico más bien que objetivo y positivista. Freud y Skinner sostienen que lo que le ocurre a una persona es responsable de sus problemas. Con Adler, Ellis, Rogers, y otros, yo entiendo que la forma en que una persona percibe lo que le ocurre tiene mucho que ver con sus reacciones emocionales y de conducta. Si percibe lo que ocurre como una amenaza a sus necesidades personales, experimentará fuertes sentimientos negativos y actuará ante el evento en una forma defensiva de su personalidad. Tal vez lanzará un ataque emocional contra el suceso, tratando de cambiarlo. (Esposos y esposas son especialistas en el empeño de cambiarse uno al otro para que sus propias necesidades se vean mejor satisfechas.) O tal vez se retracte del suceso para evitar sufrir más. Sin embargo, si el evento se percibe como enaltecedor de la personalidad (para tener significación necesito reconocimiento; mi jefe acaba de alabarme por mis capacidades como administrador), el individuo se sentirá bien. Si percibe lo que ocurre como no importante a sus necesidades personales (huelga de mineros en Inglaterra), es muy probable que no tenga ninguna reacción emocional profunda. La forma en que una persona evalúa mentalmente un evento determina cómo se siente con respecto a ese evento y cómo actuará en respuesta al mismo.
La figura que he descrito hasta aquí puede esquematizarse como sigue:



La palabra griega para mente que más se acerca a lo que he denominado mente consciente es nous. El autor Vine define nous como «…el asiento de la conciencia reflexiva que abarca las facultades de percepción y comprensión, y las de sentir, juzgar, determinar». Yo la definiría sencillamente como aquella parte de la persona que hace evaluaciones conscientes incluyendo juicios morales. Pablo usa la palabra con frecuencia, tal vez en forma más notable en Romanos 12:2, donde nos dice que la transformación a la imagen de Cristo depende de la renovación de nuestras mentes. Para mí esto significa que mi crecimiento espiritual depende directamente de cómo percibo y evalúo mi mundo, o, en otras palabras, con qué cláusulas lleno mi mente en respuesta a un suceso dado. Si es así, es importante saber qué determina la oración que me digo a mí mismo conscientemente en mi nous. Para entender por qué evalúo los sucesos como lo hago, tengo que agregar otro elemento a mi esquema de psicoanatomía.


La mente inconsciente

En las Escrituras la palabra griega fronema quiere decir a veces «mente», por ejemplo, en Romanos 8:6 («ocuparse»). De mi estudio de ese pasaje resulta que el concepto central expresado por esa palabra es una parte de la personalidad que se desarrolla y se aferra a suposiciones reflexivas profundas. Por ejemplo, «…los que son de la carne piensan en las cosas de la carne» (v. 5) sugiere que las personas que no reconocen a Dios están totalmente saturadas por la idea de que las ocupaciones de la carne conducen a la felicidad personal. Permítanme apuntar tentativamente que este concepto corresponde aproximadamente a los que los psicólogos llaman la «mente inconsciente». Uniendo estos dos conceptos se esboza una definición de la parte inconsciente del funcionamiento mental como el asiento de suposiciones básicas que las personas alientan con firmeza y emoción acerca de cómo satisfacer sus necesidades de significación y seguridad.
Cada uno de nosotros ha sido programado en su mente inconsciente para creer que la felicidad, el valor, el gozo —todas las cosas buenas de la vida— dependen de alguna otra cosa que no es Dios. Nuestra carne (esa disposición innata a oponerse a Dios) ha respondido prestamente a la falsa enseñanza del mundo de que nos bastamos a nosotros mismos, que podemos encontrar una manera de lograr verdadera valía personal y armonía social sin antes arrodillarnos ante la cruz de Cristo. Satanás ha estimulado el desarrollo de la idea de que podemos satisfacer nuestras necesidades si solamente tuviéramos  (el espacio se llena de diferentes maneras según el temperamento particular de cada uno y su trasfondo familiar y cultural). Un sistema incrédulo y mundano, estimulado por Satanás y que apela a nuestra naturaleza carnal nos ha metido en el molde de suponer que hay algo que no es Dios que ofrece realidad y plenitud personal.
Si mi padre es un músico profesional, probablemente yo adquiera la idea de que la significación depende del desarrollo del talento, o tal vez del reconocimiento de otros por la expresión de una cierta habilidad. Todos nos formamos alguna suposición falsa acerca de cómo resolver nuestras necesidades. Adler llama adecuadamente a estas suposiciones básicas «ficción guiadora» de la persona, una creencia errada que determina mucho de nuestra conducta y de nuestros sentimientos. En la primera parte de este capítulo dije que las cosas que nos decimos a nosotros mismos conscientemente influyen marcadamente en cómo nos sentimos y qué hacemos. Ahora podemos ver dónde se originan estas palabras. Surgen de las falsas suposiciones que sustenta nuestra mente inconsciente. Rara vez nos damos cuenta de nuestra creencia básica errada acerca de cómo satisfacer nuestras necesidades. Sin embargo, esta creencia impía determina cómo evaluamos las cosas que nos ocurren en nuestro mundo y a su vez esa evaluación controla nuestros sentimientos y nuestra conducta. La batalla hoy es por la mente. Influya en lo que cree una persona e influirá en toda la persona.
Volviendo a mi ejemplo anterior, si creo profundamente que mi significación depende en gran medida del desarrollo de un talento, entonces, si después de estudiar el violín durante muchos años todavía lo hago chirriar como un principiante, es muy probable que evalúe mi pobre actuación (suceso) como algo muy malo, porque es una amenaza personal. Entonces me sentiré insignificante y, o bien (1) duplicaré mis esfuerzos por dominar el instrumento, o (2) buscaré una excusa para salvaguardarme (por ejemplo, me quiebro el puño «accidentalmente»), la que puedo usar para proteger mi valor personal de posterior daño, diciendo: «¡Qué mala suerte! Justo cuando estaba al borde del éxito…», o (3) me retiraré a una inactividad depresiva, ocasionada por un profundo sentido de inutilidad y sostenido por la seguridad que esto provee ante posibles fracasos futuros.
La figura ahora es la siguiente:



Aunque la forma exacta de la programación falsa puede variar con cada persona, probablemente hay algunas ideas comunes que se nos enseñan a creer, como por ejemplo:

  —Debo tener éxito en los negocios para tener importancia. Valor financiero equivale a valía personal.
  —Si quiero sentirme seguro, no debo permitir que me critiquen. Todo el mundo debe aprobarme en todo lo que haga.
  —Otros tienen que reconocer mis habilidades si quiero sentirme significativo.
  —Mi seguridad depende de mi madurez espiritual.
  —Mi significación depende del éxito que tenga en mi ministerio.
  —No debo fallar (dejar de alcanzar un nivel de éxito arbitrariamente establecido, el que generalmente bordea la perfección) si quiero considerarme honestamente como una persona valiosa.

Si nuestra evaluación de los hechos que nos ocurren depende de conceptos como esos, no es de sorprender que muchas personas se sientan ansiosas, culpables, o resentidas. Una mujer cuya seguridad depende de la ausencia de crítica no reaccionará amablemente frente a los comentarios negativos de su esposo acerca de su habilidad como ama de casa. Su resentimiento en este momento no es una respuesta directa a la crítica sino más bien una respuesta a su necesidad de seguridad amenazada. Si aprendiera a separar su valor como persona de la aprobación de su esposo, la misma crítica le provocaría una reacción mucho más tranquila. Si el pastor necesita que su congregación reconozca su capacidad para predicar como un medio de encontrar significación, entonces cualquier indicación de la iglesia de que no están disfrutando su sermón será percibida como una amenaza a su valía personal. Su reacción podrá ser de ansiedad («¿Soy realmente capaz de predicar en forma aceptable? Si no, ¿qué me queda? Ya no valgo para nada»), culpa («Mi trabajo es inferior siempre. Tal vez Dios me está castigando. Sencillamente no soy capaz»), o resentimiento («¿Cómo se atreven a criticar mi predicación? Me están privando de mi significación y eso me molesta»).
Para entender por qué el pastor comienza a manifestar actitudes nerviosas en el púlpito, o por qué pierde interés en su trabajo y se le ve sombrío, o por qué desoye fríamente las críticas, debemos estudiar su respuesta retórica a la crítica, es decir, qué frases pasan por su mente consciente mientras considera el hecho de la crítica. Luego habrá que buscar la fuente de esas frases en alguna suposición inconsciente acerca de la significación. El pastor ha permitido que su valía como persona quede atrapada en su aceptabilidad como predicador. Tiene una idea errónea acerca de cómo ser significativo.
Explorar el «sistema de supuestos» de una persona envuelve echar luz sobre una forma de pensar que hasta este momento ha estado sumergida en la oscuridad. Los consejeros deben comprender que pocas personas reciben bien las revelaciones desagradables acerca de sí mismas. Es difícil que un hombre admita que sus metas financieras representan una ambición totalmente egoísta para conseguir valía personal. Las esposas que han estado tratando de agradar a sus esposos por años y han creído honestamente que su conducta era generosa no se dan cuenta fácilmente de que en realidad han estado manipulando a sus esposos para que sean afectuosos con ellas porque creen que la seguridad personal depende del amor de sus esposos.
La resistencia a confesar la propia ficción guiadora egoísta adquiere muchas formas que van desde una negación directa hasta una vaga confusión. Resulta difícil no sentirse frustrado con un paciente que responde a todo lo que uno le dice con «podría ser, pero no lo sé.… Estoy confundido». No hay nada más fácil que el autoengaño. El descubrirse a uno mismo es muy penoso: hiere nuestro orgullo y empaña la buena opinión de nosotros mismos que tanto acariciamos. La Biblia dice que somos maestros en el autoengaño y que necesitamos ayuda sobrenatural para vernos como realmente somos (Jer 17:9, 10). La exploración profunda y honesta de las cámaras interiores de la personalidad es privilegio especial de Dios. El consejo guiador cristiano depende fundamentalmente en este aspecto de la obra esclarecedora del Espíritu Santo. Sin su asistencia, nadie percibe ni acepta la verdad acerca de su enfoque egocéntrico y errado de la vida.
Los psicólogos han luchado por mucho tiempo con el problema de la resistencia, que se podría definir como el esfuerzo del sujeto por evitar que aflore a la conciencia plena el material inconsciente doloroso. Desde un punto de vista psicológico, me parece que la resistencia se podría explicar de dos maneras. Primero, una idea que se ha arraigado y reforzado y ha guiado la conducta a través de los años, de mala gana se prestará a un cambio. La idea ha sido parte de la persona durante tanto tiempo que ya le resulta cómoda, como un par de zapatos que se ha usado mucho tiempo. Cualquier cambio de una posición que se ha hecho familiar, aunque pueda ser dolorosa, resulta amenazador.
Segundo, es importante comprender que los supuestos básicos son algo más que meras ideas mantenidas en forma lógica. Si con la mente consciente abrigamos proposiciones evaluativas, con nuestra mente inconsciente formamos actitudes. Las actitudes tienen componentes afectivos (emocionales) además de cognoscitivos. Se desarrollan en la atmósfera emocionalmente cargada del deseo fervoroso y consumidor que tienen las personas de satisfacer sus necesidades. «Tengo que llegar a ser valioso. ¿Cómo haré?» Entonces el mundo le enseña a la persona emocionalmente hambrienta qué es lo que necesita. Cuando la persona acepta cierta idea y adopta una estrategia para lograr sentirse valiosa, se aferrará a su idea equivocada con una tenacidad feroz. Socavar su creencia es cortar su cuerda salvavidas. El consejo que intenta enseñar nuevas verdades en forma lógica, pero sin tomar en cuenta la amenaza emocional que implica el cambiar el enfoque del sujeto para satisfacer necesidades personales, chocará de frente con la resistencia. Vuelvo a subrayar la importancia vital de la relación personal al aconsejar. Sólo dentro de una atmósfera de seguridad podrá una persona mirarse a sí misma abiertamente y plantearse el cambio de ideas que por muchos años han determinado su camino hacia la valía personal. El consultorio cristiano debiera ser un lugar seguro, donde el sujeto se sepa aceptado como persona a pesar de sus problemas. Los cristianos harían bien en leer a Carl Rogers sobre la necesidad profunda de aceptar al sujeto como ser humano valioso. En cierta oportunidad Rogers dijo: «Me sumerjo en la relación terapéutica con la hipótesis, o la fe, de que mi aceptación, mi confianza, y mi comprensión del mundo interior de la otra persona la conducirán a un proceso significativo de llegar a ser.… Entro en esa relación como una persona.»
En este tipo de relación, la persona tiene más posibilidades de enfrentarse a sí misma y cambiar.
Pensemos por un momento. ¿Dónde nos sentimos seguros? ¿Con quién podríamos abrirnos totalmente sin temor a la crítica o al rechazo, con la confianza de ser aceptados y de que la otra persona hará un genuino esfuerzo por comprendernos? Ese es el tipo de relación que la operación de aconsejar debe idealmente proveer para facilitar la sustitución de ideas erradas que se han sustentado en forma profunda y emocional.


Dirección básica (el corazón)

Un tercer elemento en la personalidad humana implica la dirección básica que una persona elige para sí. Las Escrituras hablan con frecuencia del corazón del hombre. La palabra griega kardia se usa de tantas formas diferentes que es difícil asignarle un sentido único. Por supuesto, literalmente se refiere al órgano principal de la vida física. La Biblia enseña que «…la vida de la carne en la sangre está» (Lv 17:11) y el corazón cumple la función de mantener al cuerpo provisto de la sangre que produce vida. Vine afirma que «por medio de una fácil transición la palabra llegó a significar toda la actividad moral y mental de la persona, tanto el elemento racional como el emocional. En otras palabras, el corazón se usa figuradamente para designar las fuentes ocultas de la vida personal». (Ver también Prv 4:23.)
Subyacente con relación al pensar erróneo de la mente inconsciente está el hecho de que la personalidad humana como un todo va en dirección equivocada. Separada de la obra soberana de Dios, la persona está definitivamente a merced de sí misma. Todas sus capacidades (racionalidad, juicio moral, emociones, voluntad) se dirigen en conjunto hacia la meta pecaminosa de la autoexaltación: «Quiero servirme a mí mismo; quiero lo que quiero y cuando lo quiero; quiero que las cosas sean como a mí me gustan.» Si el corazón es un término amplio que incluye toda nuestra naturaleza personal y si realmente se refiere a «…las fuentes ocultas de nuestra vida personal», entonces tal vez, como está usado en la Biblia, sea esa parte esencial de la persona que elige su dirección básica para la vida. Dicho de otro modo, sugiero que el corazón representa las intenciones fundamentales de la persona: ¿para qué o para quién elijo vivir?
Alguien ha dicho que cuando se ha revisado cuidadosamente toda la gama de posibles respuestas a una pregunta, esta gama se hace bastante angosta. Desde una perspectiva bíblica, en realidad hay sólo dos posibles direcciones básicas que se pueden elegir: vivir para uno mismo o vivir para Dios. Si con el corazón elijo vivir para mí mismo (cosa que todos hacemos naturalmente), entonces nunca tendré plenamente satisfechas mis necesidades personales. Al quitar a Dios de en medio (qué concepto más inseguro de la libertad: que simples seres humanos puedan quitar a Dios de en medio de sus vidas), perdemos la única fuente de significación y seguridad verdaderas. Quedamos abandonados a nosotros mismos y hacemos lo mejor que podemos para resolver nuestras necesidades personales. Tal vez estudiemos las opciones disponibles en el mundo, y tal vez, con la ayuda de un terapeuta, evitemos algunas de las más obviamente neuróticas (por ejemplo, estaré seguro sólo si todo el mundo me aprueba continuamente). Pero no encontraremos una opción que satisfaga enteramente nuestras necesidades. Si no ponemos a Dios en el cuadro, quedamos abandonados para elegir entre las diferentes alternativas que ofrece el diablo a través del falso sistema secular. La persona que sirve a su yo con el corazón tiene el siguiente aspecto:



Sin embargo, si nuestra intención básica es, por la gracia de Dios, tener a Cristo en primer lugar y servirle a él, entonces podemos rechazar las ideas del mundo sobre cómo llegar a ser valiosos (y de buena nos libramos, porque ninguna de ellas funciona) y comenzar a llenar nuestra mente consciente con las verdades de la Biblia. Recientemente, enseñando este concepto a un grupo, sin pensarlo grité que debemos «llenar nuestra nous con verdades bíblicas». El cristiano cuyo corazón está verdaderamente entregado a Cristo tendría el siguiente aspecto:



En lugar de eliminar el yo, esta persona ha entendido que uno debe perder el yo en Cristo. «No mi voluntad sino la tuya», «con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí», «el que pierde su vida por causa de mí, la hallará», «para que en todo tenga la preeminencia». Ahora hay dos fuentes de entrada a la mente consciente: lo que dice Satanás a través del mundo a nuestra mente inconsciente, y lo que Dios dice a través de la Biblia a nuestra mente consciente. Si la respuesta en palabras del individuo a los hechos sigue proviniendo de sus falsas suposiciones inconscientes, él funcionará con no más efectividad que un incrédulo. Pero si renueva su mente evaluando los hechos desde la perspectiva bíblica, se convertirá en una persona transformada. Cuando se le presente la desaprobación, se hará decir a sí mismo con base en la autoridad de la Biblia: Mi seguridad y significación como persona dependen sólo de mi relación con Cristo. Aunque este rechazo no me hace feliz, mi valor como persona sigue intacto. Por eso este hecho es doloroso pero no devastador. Sé que Dios puede hacer surgir el bien por medio de este hecho difícil y puedo seguir andando y confiar en él, responder bíblicamente y no derrumbarme.
Pablo miraba los sucesos de su vida desde la perspectiva de Dios. Cuando se veía confinado injustamente a la prisión podía tal vez evaluar el hecho como lamentable y ciertamente como muy incómodo, pero siempre como algo a través de lo cual Dios podía obrar (Flp 1:12–18). Su significación no dependía de realizar su propio interés. Más bien dependía únicamente de saber que podía ser usado por Dios. Como la dirección básica de su corazón era correcta («Para mí el vivir es Cristo»), Pablo podía evaluar los hechos en la perspectiva de Dios y experimentar el profundo gozo que está a disposición únicamente de quienes disfrutan de significación y seguridad. Pablo era significante como siervo del Dios viviente y estaba seguro en el conocimiento de que el Dios omnipotente era su Pastor, quien en todo momento tenía el control total de cuanto ocurría y proveía todos los recursos que Pablo necesitara para responder bíblicamente a sus circunstancias difíciles.


La voluntad

Además de la mente consciente, la mente inconsciente, y el corazón, las personas tienen la facultad de elegir su conducta. Cualquier idea sobre el funcionamiento personal que dejare de lado la voluntad sería incompleta. El Nuevo Testamento tiene por lo menos dos palabras fundamentales (boule y thelema) que dan la idea de elección. Generalmente las personas deciden hacer aquello que les parece que tiene sentido. En otras palabras, las percepciones y la evaluaciones de la vida (lo que uno se dice a sí mismo en la mente consciente) determinan el sesgo de conducta que uno se propone seguir. La libertad de elección de una persona está restringida por los límites de su comprensión racional. El espinoso asunto de la libertad ha de discutirse sabiendo del hecho de que las personas eligen hacer aquello que piensan que es razonable. Por ejemplo, el problema de una persona no salvada no es su incapacidad para elegir a Dios. Su voluntad es perfectamente capaz de elegir confiar en Cristo, pero su nublada comprensión no permitirá que su voluntad haga esa elección. No necesita reforzar su voluntad, necesita esclarecer su mente; y esa es la obra del Espíritu Santo.
Los predicadores y los consejeros pueden gastar sus energías exhortando a las personas a cambiar de conducta. Pero la voluntad humana no es una entidad libre. Está ligada al entendimiento de la persona. Las personas actúan según creen. En lugar de hacer un esfuerzo concentrado para influir sobre las decisiones, los predicadores deberían tratar de influir primero sobre las mentes. Cuando una persona entiende quién es Cristo, en qué radica su valor, y de qué se trata en realidad la vida, tiene toda la información necesaria para cualquier cambio permanente en su estilo de vida. Los cristianos que tratan de «vivir correctamente» sin corregir sus ideas equivocadas acerca de cómo encarar las necesidades personales vivirán en agonía continua con su fe, llevando a cabo mecánicamente su deber y su responsabilidad en forma forzada y sin alegría. Cristo enseñó que cuando conocemos la verdad podemos ser verdaderamente libres. Somos libres para elegir la vida de obediencia porque entendemos que en Cristo ya somos personas valiosas. Somos libres para expresar nuestra gratitud en la adoración y el servicio hacia Aquel que ha satisfecho nuestras necesidades.
Debo recalcar que la obediencia no sigue automáticamente a una adecuada comprensión. Dije que nuestras percepciones determinan el campo de opciones de entre las cuales elegiremos. La voluntad es una parte real de la personalidad humana que tiene la función de elegir responsablemente el conducirse según la forma en que la Biblia enseña que debemos evaluar nuestro mundo. Tales elecciones rara vez son fáciles. Actuar como corresponde envuelve a menudo un esfuerzo grande y penoso. Es importante elegir hacer lo que está bien momento a momento. Sin un definido ejercicio de la voluntad, no habrá obediencia continua. A medida que el cristiano sigue eligiendo el camino de la rectitud, aumenta su capacidad de hacer decisiones correctas frente a la adversidad y a las tentaciones. Se hace un cristiano más fuerte, a quien Dios puede confiar responsabilidades mayores.
Nuestro esquema de psicoanatomía debe incluir este elemento importante que es la voluntad:




Las emociones

Un elemento más de la personalidad humana completará nuestra figura: es nuestra capacidad de sentir, o sea, nuestras emociones. El haber dejado las emociones para el final no significa que se les reste importancia. El énfasis en lo tocante al pensamiento puede dar la falsa impresión de que mientras una persona piense correctamente, el consejero puede darse por satisfecho. Pero el pensar correctamente es una base necesaria para sentirse bien. La finalidad del consejo se podría concebir como un esfuerzo por aprender a «pensar correctamente» a fin de poder elegir «conductas correctas» y entonces experimentar «sentimientos correctos».
La Biblia habla mucho de los sentimientos. Vemos que el Señor fue movido a compasión muchas veces cuando veía la necesidad humana. Mostraba profundos sentimientos de solicitud por los demás. La palabra griega que se traduce por compasión en los evangelios (splagchon) en las epístolas aparece como «entrañas» abiertas, o afectos. Juan habla de cerrar las entrañas de la compasión cuando no respondemos en forma solícita a un hermano o hermana en necesidad. Una persona así podría llamarse un cristiano constipado.
Sobre esta cuestión de los sentimientos suele haber confusión entre los cristianos. Algunos dan la impresión de que si andamos con el Señor, y confesamos todo pecado conocido, nos sentiremos bien siempre. Otros piensan que es posible que los cristianos tengan emociones negativas, pero que se deben mantener ocultas y bajo llave, sin jamás expresarlas. Para estas personas, las emociones penosas son una mancha vergonzosa para el testimonio cristiano y por eso no debiéramos dejar que se vean. Pero esas enseñanzas producen caricaturas espirituales. Todos nos sentimos mal a veces. Y no todos los sentimientos «malos» son moralmente malos. Algunos sentimientos negativos, aunque puedan ser atroces, son perfectamente aceptables y constituyen experiencias normales en la vida cristiana, y pueden coexistir con un profundo sentimiento de paz y alegría. Otros sentimientos negativos provienen de formas de pensar y de vivir pecaminosas. Pero incluso estos no debieran ser encubiertos sino que más bien se los debe encarar, examinando sus causas y haciendo algo constructivo para remediar el problema.
Si algunos sentimientos negativos son aceptables y otros emanan del pecado, ¿cómo distinguirlos? El criterio para distinguir entre emociones negativas no relacionadas con el pecado y sí relacionadas con el pecado es este: cualquier sentimiento que resulta mutuamente excluyente de la compasión, ensuelve pecado. El principal sentimiento en una vida espiritual centrada en Cristo es una compasión profunda, preocupada por el bien de los demás. Pablo les recordó a los gálatas que después que habían conocido al Señor eran tan solícitos con él que hubieran estado dispuestos de todo corazón a darle sus propios ojos. Aparentemente Pablo sufría de una enfermedad de los ojos que impulsaba a los gálatas a una compasión de sacrificio. Realmente se preocupaban por los problemas de su hermano. ¡Qué ejemplo para mí! Yo hubiera estado muy dispuesto a pagarle la consulta del oculista, pero ¿donarle mis ojos? Es pedir demasiado. Y sin embargo, ese era el nivel de preocupación que caracterizaba a aquellos primeros cristianos llenos del amor de Cristo. El asunto es este: cualquier emoción que estorba el desarrollo o impide la expresión de ese tipo de compasión envuelve pecado. Los sentimientos negativos que no interfieran en ninguna forma con los sentimientos de compasión son perfectamente aceptables. A propósito, una buena manera de medir el compañerismo de uno con el Señor es el grado de compasión que se tiene por el mundo perdido y por una iglesia que sufre.

sábado, 3 de mayo de 2014

No temas: El que Vivo

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




El versículo 16 continúa el tema de los versículos 14 y 15: Cristo nuestro Libertador. Él vino para libertarnos del imperio de la muerte. Él es nuestro Ayudador, el que nos presta el oportuno socorro.
Lo primero que nos sorprende en este versículo es que de repente los ángeles vuelven a hacer acto de presencia. Fueron un constante punto de contraste con el Señor Jesucristo a lo largo del capítulo 1 y en el 2:5–7, pero habían desaparecido del escenario durante un tiempo. ¿A qué se debe su reaparición ahora?
Sabemos de sobra que el Señor Jesucristo ciertamente no socorrió a los ángeles. ¿Por qué, pues, necesita el autor introducir esta idea aquí?
Sólo podemos contestar a esta pregunta si hemos entendido bien el conjunto del argumento del autor a partir del 2:5. Hemos visto que esta sección nos habla de la humanidad de Jesucristo, pero, más aún, del por qué de su humanidad. Por supuesto, Él en sí mismo no tuvo ninguna necesidad de hacerse hombre. Era absolutamente completo, en todos los sentidos, en su condición de Hijo eterno. Su experiencia terrenal no pudo contribuir nada a su perfección. La razón de la necesidad de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo la hemos de buscar en nosotros, en lo que Él vino a hacer a favor nuestro.
Él vino a salvarnos. Pero ¿cómo ha enfocado el autor el tema de nuestra salvación? Si volvemos a los versículos 5 al 7 de este capítulo, recordaremos que su punto de partida ha sido el propósito glorioso que Dios tiene para el hombre como señor de la creación. Así pues, Cristo ha venido para «salvarnos», no solamente en el sentido de evitar que tengamos que ir al infierno, sino en el sentido de restaurar nuestra gloria humana y hacer viable el cumplimiento de todos los propósitos y promesas de Dios para con la humanidad. ¿Y cuáles son estos propósitos? El autor ha acudido al Salmo 8 para definirlos: coronarle de gloria y de honra, y sujetar todo bajo sus pies.
Ahora bien, este propósito, que empezó a funcionar en el Edén con Adán y Eva, quedó anulado, o al menos desvirtuado, a causa del pecado. Por nuestro pecado, los seres humanos dejamos de alcanzarlo. Dios no puede coronar como señor del universo al hombre estropeado sin que esto represente una catástrofe para el mismo universo.
Por lo tanto, el Hijo eterno toma naturaleza humana a fin de poder restaurar la posibilidad de que el propósito de Dios se cumpla. Él es el postrer Adán, el nuevo hombre, el cabeza de la nueva humanidad. Él, por lo tanto, es el que supremamente es coronado de gloria y honra y tiene todo sujeto bajo sus pies. Él es el hombre al que Dios designa como heredero de todo (1:2).
Pero además de cumplir en su propia persona los propósitos de Dios para con la humanidad, también abre la puerta para que aquellos que creen en Él, llegando así a participar de su nueva humanidad, puedan ser coherederos con Él, «co-señores» de la tierra (Mateo 5:5).
Por lo tanto, el capítulo 2, al ir explicando diversos matices acerca de cómo Cristo nos salva, siempre entiende que la meta hacia la cual la salvación apunta es la glorificación en Cristo de los que participan de la nueva humanidad, la llegada a la gloria de muchos hijos (v. 10).
Es decir, el autor nunca ha perdido de vista la cuestión del lugar que el hombre debe ocupar en el universo según los designios de Dios. Desde el principio de esta sección (v. 5) ha establecido que el universo no está destinado a estar sujeto a los ángeles, sino al hombre. Ésta ha sido la intención de Dios desde el primer momento. Ya se ha cumplido en nuestro Señor Jesucristo, y un día se cumplirá en el conjunto de la humanidad redimida por Él.
La primera gran razón por la cual el Hijo debió humanarse es que, sin la encarnación, Él nunca habría llegado a ser el Heredero de las promesas divinas acerca del universo, porque éstas son para el hombre. La segunda es que, sin tomar forma humana, El nunca podría haber llegado a ser Cabeza de una nueva humanidad redimida. Si los propósitos de Dios para la creación se iban a cumplir, era necesario que el Hijo se hiciera hombre.
A quienes el hijo tiene que salvar es a los hombres, no a los ángeles, por cuanto los hombres, y no los ángeles, son los herederos de las promesas de Dios.
De ahí que el versículo 16 pueda ser contemplado como la contrapartida del versículo 5: Ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham, porque Dios no sujetó a los ángeles el mundo venidero, sino al hombre (vs. 7–8).
Así pues, Jesús no vino para socorrer a los ángeles. Naturalmente, de entre las muchas cosas que las Escrituras no nos revelan, se halla ésta: no sabemos por qué motivo, escondido en los eternos consejos de Dios o quizás en la misma naturaleza del ser angelical, Dios no ha tenido a bien dar a los ángeles el señorío del universo, ni por lo tanto por qué el Hijo tomó forma humana y no angelical. No nos corresponde a nosotros saberlo. Pero lo que sí sabemos es que, aun cuando sería de suponer que los ángeles, por ser superiores a nosotros, tendrían derecho al señorío, por alguna razón Dios no ha querido que sea así, sino que ha enviado a su Hijo para socorrernos a nosotros, restaurar nuestra humanidad perdida y renovar nuestra esperanza en las promesas. Si bien esto nos deja asombrados, debería también despertar en nosotros una eterna gratitud.


EL SOCORRO DE CRISTO

El versículo 16, pues, nos presenta al Señor Jesucristo como aquel que socorre. En el texto griego original, el verbo empleado es un poco especial. Más adelante, en el versículo 18, el autor volverá a la idea del socorro de Cristo, y allí utilizará el verbo más habitual. Pero en el 16, dos veces él emplea otro verbo menos frecuente y cuyo significado es extender la mano, o coger la mano. Se trata, por lo tanto, de un verbo especialmente gráfico. Dice que nuestro Señor Jesucristo no vino para coger de la mano a los ángeles, sino para coger de la mano a la descendencia de Abraham. La salvación de Jesucristo es enfocada aquí en términos de una iniciativa por la cual el Señor Jesucristo extiende su mano para salvarnos.
Me vienen a la mente dos episodios en la vida de Pedro. En primer lugar, vemos a Pedro, con esa fe impetuosa que le caracterizaba, lanzándose al mar y caminando sobre las aguas. Todo va bien mientras mira al Señor Jesucristo. Pero las olas son grandes, el viento sopla y la noche es oscura, y en un momento empieza a mirar al agua y a olvidarse del Señor. Entonces comienza a hundirse, y en su desesperación clama a Jesús: ¡Señor, sálvame!

    «Al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste? (Mateo 14:31).

El Señor Jesucristo ha venido para socorrer. Él extiende la mano, nos ase y nos salva.
La segunda ilustración: Pedro se encuentra en prisión, cuando he aquí que se presentó un ángel del Señor, y una luz resplandeció en la cárcel (Hechos 12:7). ¿Qué son los ángeles? Pues son espíritus ministradores, enviados por el Señor para hacer su voluntad y para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación. Ahora uno de ellos es enviado por el Señor para socorrer a uno de los primeros hombres que heredaron la salvación en Cristo.

    «… y tocando a Pedro en el costado, le despertó, diciendo: Levántate pronto. Y las cadenas se le cayeron de las manos. Le dijo el ángel: Cíñete, y átate las sandalias. Y lo hizo así. Y le dijo: Envuélvete en tu manto, y sígueme. Y saliendo, le seguía; pero no sabía que era verdad lo que hacía el ángel, sino que pensaba que veía una visión. Habiendo pasado la primera y la segunda guardia, llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad, la cual se les abrió por sí misma; y salidos, pasaron una calle, y luego el ángel se apartó de él. Entonces Pedro, volviendo en sí, dijo: Ahora entiendo verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel, y me ha librado de la mano de Herodes, y de todo lo que el pueblo de los judíos esperaba» (Hechos 12:7–11).

Sí, el Señor puede enviar un ángel para socorrernos. Pedro estaba en la cárcel. Hacía falta que las puertas de la cárcel se abriesen y que el ángel condujera a Pedro fuera de la prisión y le librara de la mano de Herodes. Pero nosotros también estamos en una cárcel, como veíamos en los versículos 14 y 15. No es la de Herodes, sino la de un enemigo mucho más fuerte y cruel. Necesitamos que alguien nos abra la puerta, nos coja de la mano y nos saque a la calle. Pero esta liberación el Señor Jesucristo no la puede dejar en manos de un ángel. Tiene que venir Él mismo. Y ha venido.
En el capítulo anterior veíamos cómo Jesús saquea la fortaleza de Satanás, la despoja (conforme a la epístola a los Colosenses), y abre sus puertas. Veíamos que el diablo ha sido destruido en el sentido de rendido impotente. Está con las manos atadas. Si alguien quiere salir de esta fortaleza y ser libre, el enemigo de nuestras almas es impotente para impedirlo. Ahora el autor añade otro matiz. Jesús no sólo nos abre las puertas y ata las manos a Satanás, para luego esperar que nosotros salgamos solitos; sino que Él entra en la fortaleza, nos coge de la mano y nos saca, personal e individualmente.
De hecho, el autor de Hebreos está recogiendo aquí una idea familiar en el Antiguo Testamento. Más adelante, en el 8:9, va a citar de la profecía de Jeremías:

    «He aquí vienen días, dice el Señor, en que estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto; no como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto…»

Los tomé de la mano para sacarlos. Ahora la historia de la salvación se repite. Nuevamente el Señor nos socorre. El Hijo de Dios toma forma humana a fin de poder cogernos de la mano y efectuar nuestra liberación.
Una de las frases más trágicas de la Biblia hace referencia a la misma idea:

    «Pero acerca de Israel dice: Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde y contradictor» (Romanos 10:21).

Dios ofrece sacarlos, pero no quieren. A aquel que se resiste al llamamiento, Cristo le deja en la fortaleza de Satanás. Nos trata como seres responsables. Pero para quien quiere salir, el Señor está allí con su mano extendida.

    «He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar» (Isaías 59:1).

Salimos de nuestro Egipto una sola vez. Hay una sola liberación. Pero después descubrimos que, en todo el trayecto del peregrinaje por el desierto a la Tierra Prometida, la mano del Señor se extiende para socorrernos en medio de los apuros, peligros y tentaciones del camino.
Por esto el salmista dice:

    «Esté tu mano pronta para socorrerme» (Salmo 119:173).

Extiéndeme la mano. Llévame. Protégeme. Ayúdame.
Nuestra liberación inicial da lugar a un peregrinaje largo sembrado de peligros. Pero Aquel que nos abrió las puertas de la cárcel también es poderoso para seguir extendiendo su mano para ayudarnos hasta el fin del trayecto. En este sentido, hacemos bien en enlazar nuestro texto con el 2:18:

    «En cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados».

Y también con el 4:16:

    «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro».
 

Refresquemos nuestra memoria: Él también participó de lo mismo.

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 

Al llegar a la primera parte del versículo 14, nos encontramos con lo que podríamos considerar el resumen de la idea principal del autor en esta sección: Por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo.
Refresquemos nuestra memoria. El autor está hablando de la humanidad de nuestro Señor Jesucristo, del hecho glorioso y misterioso de que el Hijo eterno de Dios tomase forma humana y se rebajara a una posición que, en principio, es un poco inferior a la de los ángeles. Esto representaba cierta dificultad para los primeros lectores hebreos. Estaban en peligro de pensar que los seres angelicales y la Ley traída por ellos eran superiores al Señor Jesucristo y a su evangelio. Por lo tanto, el autor ahora está planteando el carácter provisional de la humillación del Señor Jesucristo, y las razones que la hicieron imprescindible.
Ya hemos visto varias de estas razones. En realidad, lo que el autor está haciendo en este capítulo es un repaso de la doctrina de nuestra salvación desde diferentes ángulos o puntos de vista. Desde cada ángulo nos explica que ésta es otra razón más por la que el Señor Jesucristo tenía que tomar forma humana.
Hemos visto la salvación en términos de sustitución. Es decir, Jesucristo tomó nuestro lugar en la Cruz (v. 9): Por la gracia de Dios, gustó la muerte por todos. Ahora bien, cae por su propio peso que Dios no puede morir mientras tenga forma de Dios. Por lo tanto, si ha de morir como nuestro sustituto, debe tomar forma humana. La primera causa de la encarnación del Hijo es, pues, su muerte expiatoria.
Luego hemos visto al Señor Jesucristo como el Pionero de nuestra salvación (v. 10), el que nos ha forjado el camino a Dios y va delante de nosotros a la Tierra Prometida, llevándonos a la gloria. Y puesto que no se trata de un camino geográfico, sino más bien de un peregrinaje espiritual, conviene que el Hijo comparta nuestra humanidad. De otro modo, no sería modelo y patrón adecuado para nosotros. Por lo tanto, era necesario que tomase forma humana a fin de caminar Él mismo por este camino de aflicción que conduce a la gloria.
En tercer lugar, hemos visto la salvación en términos de santificación (v. 11). El autor nos ha dicho que el que santifica y los que son santificados, de uno son todos. El testimonio del Antiguo Testamento establece una estrecha relación de parentesco entre Cristo y los que son salvos por Él. Por esto también es necesario que Él participe de nuestra humanidad. Conviene que el que santifica sea de una misma naturaleza con los que son santificados.
Así pues, hemos contemplado al Señor Jesucristo como Sustituto, como Pionero, como Santificador, y en cada caso hemos visto que era necesario que el Señor Jesús se humanara. Ahora el autor resume esta idea, diciendo: Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo (v. 14). Llama hijos a los creyentes porque así han sido llamados en la cita de Isaías: Yo y los hijos que Dios me dio, y en la definición del propósito del Padre, la de llevar muchos hijos a la gloria (v. 10). Sin duda alguna, los hijos participamos de carne y sangre. Para ser nuestro adecuado Sustituto, Líder y Santificador, era necesario que Jesús participara de lo mismo.
Ahora, en el resto del capítulo, el autor seguirá con sus explicaciones. Nos enfocará la salvación desde dos nuevos ángulos. En primer lugar (vs. 14–16), contemplará a Jesús como el Libertador, el que nos rescata de la esclavitud. En segundo lugar, lo contemplará como Sumo Sacerdote, el que hace expiación por los pecados. Así nos proporcionará dos matices más en respuesta a la pregunta: ¿por qué era necesario que Jesucristo tomara forma humana?
Por lo tanto, en este hermoso capítulo veremos al menos cinco maneras diferentes de contemplar la salvación que nuestro Señor Jesucristo nos trae y cinco razones por las que era necesario que Él «participara» de nuestra humanidad.
Hemos de recordar la hermosura de esta palabra, participar. En griego, tiene que ver con la idea de comunión. Nosotros tenemos comunión con carne y sangre; es la condición que todos nosotros compartimos, que todos tenemos en común. Por lo tanto, a fin de rescatarnos, el Señor Jesucristo toma esta misma naturaleza. Entra en comunión con nosotros.
En su segunda epístola, el apóstol Pedro nos da la contrapartida de esta acción de Jesucristo, tal y como ya hemos dicho. Nos señala que por el nuevo nacimiento el creyente llega a participar de la naturaleza divina de Jesucristo.

    «Todas las cosas que pertenecen a la vida y la piedad nos han sido dadas por su divino poder,… por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina» (2 Pedro 1:3–4).

La nueva humanidad, con la que volvemos a nacer por medio de la regeneración por el Espíritu Santo, es una humanidad conforme a la de Jesucristo. Por lo tanto, dice Pedro, somos partícipes de la naturaleza divina. En otras palabras, vemos por un lado que Jesús toma forma humana a fin de tener comunión con nuestra humanidad y, por otro lado, que lo hace a fin de que nosotros podamos tener comunión con su naturaleza divina y participar en ella.
Resumiendo, pues, esta primera parte del versículo 14, podemos decir que la razón por la que Jesús tomó forma humana fue que quiso identificarse plenamente con la condición humana de los que venía a salvar. Esta identificación fue necesaria por causa de la clase de salvación que Él traía. Esto es lo que ya hemos visto y lo que seguiremos viendo en el resto del capítulo.


EL IMPERIO DE LA MUERTE

Contemplemos, pues, a Jesús como nuestro Libertador. En la segunda parte del versículo 14, el autor nuevamente nos sitúa ante la salvación, pero con este nuevo enfoque. Ahora ve nuestra condición humana en términos de un imperio tiránico en el cual antes vivíamos como esclavos. Este imperio tiene un príncipe, el diablo. Y nosotros vivíamos en la oscuridad de nuestra esclavitud, sin posibilidad de librarnos por nosotros mismos. Nos hacía falta un libertador.
Cuando el hombre cayó en el pecado, decidió asumir el criterio del diablo y renunciar al de Dios. Seguramente sin darse cuenta del alcance de su desobediencia, se sometió voluntariamente a la autoridad del diablo. Dios había puesto al hombre en el huerto como su mayordomo y virrey. Allí ejercía plena autoridad sobre la naturaleza, autoridad concedida por Dios y que debía ser ejercida solamente bajo la soberanía de Dios. Pero al acatar el criterio y la filosofía del diablo, en abierta desobediencia al mandato divino, se sometió a éste. Lo hizo creyendo que con ello alcanzaría una mayor libertad; pero de hecho se encontró en la más triste esclavitud.
Como consecuencia, aquella autoridad sobre el mundo creado que pertenecía solamente al hombre bajo el dominio de Dios, llegó a ser ejercida por el hombre bajo el dominio del diablo. Así el diablo se convirtió en lo que nunca tendría que haber sido: el príncipe de este mundo. Esta descripción del diablo la encontramos en varias ocasiones en labios del mismo Señor Jesucristo.
El diablo ya previamente había usurpado el aire, es decir, el espacio intermedio entre la esfera divina y la esfera temporal de los hombres. No sabemos cómo fue. No nos es dado entender lo que ocurrió. Pero de alguna manera el diablo ya ejercía una hegemonía sobre una parte de los seres espirituales, por lo cual se convirtió en el príncipe de la potestad del aire. Con la caída de Adán y Eva llegó a ser también príncipe de este mundo. Y no sólo esto. También se constituyó en emperador del imperio de la muerte.
Ahora, es cierto que Dios es el Señor legítimo de nuestras vidas, controla nuestras circunstancias y nuestro destino, nuestros tiempos están en su mano, y Él decide el momento en el que nos corresponde morir. En ese sentido Dios es el Señor de la muerte.
Pero en otro sentido lo es el diablo. Lo es porque él es el autor del pecado. Al traer al hombre bajo el dominio del pecado, se constituye también en árbitro de la muerte del hombre, por cuanto el pecado que el diablo ha sembrado conduce a la muerte. Así pues, el diablo tiene el imperio de la muerte por ser el tentador e instigador de nuestro pecado, el cual nos hace reos de muerte y nos coloca bajo el poder de la muerte.
Pero también es el príncipe de este imperio porque nos zarandea con el temor de la muerte y utiliza este temor para sus propios fines durante nuestra vida. Él no tiene autoridad para hacer morir a nadie. Nuestros tiempos y nuestro enjuiciamiento están firmemente en manos de Dios. Pero si nos encontramos bajo el juicio de Dios, es gracias a la tentación y la traición del diablo (sin que esto elimine nuestra responsabilidad personal). El diablo es un tirano tan mezquino que, después de habernos tendido la trampa por la cual caímos bajo el juicio de la muerte, nos pone en vilo con el terror que esta muerte nos provoca.
En realidad el diablo se burla mucho de nosotros. Empieza tentándonos y luego disfruta al vernos caer. Después de nuestra caída, se vuelve contra nosotros y nos acusa, disfrutando de la angustia que provoca en nuestras conciencias. Disfruta también sembrando en nosotros todo tipo de alteraciones psíquicas, emocionales, sociales, incluso físicas, consecuencia de nuestra mala conciencia. Y luego, para colmo, disfruta colocando delante de nosotros el temor a la muerte, recordándonos cuál es nuestro destino final. Nos inculca este temor. En resumidas cuentas, el diablo no solamente nos cierra las puertas a la vida eterna, sino también nos estropea la vida actual con sus acusaciones y temores.
Así es el príncipe de este mundo. Y nosotros somos sus esclavos (v. 15). Vivimos durante toda la vida sujetos a servidumbre. Desde que la raza humana pecó, vive bajo la sombra de la muerte, asediada por el temor a la muerte. Sólo hace falta echar un vistazo a las diversas filosofías, ideologías y religiones que ha habido en la historia para darnos cuenta de cómo la muerte pesa sobre nosotros, aun de formas bastante inconscientes, y de cómo, detrás de mucho de nuestro comportamiento, hay un gran temor a la muerte.
Quizás alguien diga: Bueno, pero el temor a la muerte también tiene un efecto muy sano, no solamente porque nos induce a protegernos como mecanismo de defensa, sino porque Dios mismo lo utiliza para despertar en nosotros arrepentimiento y la búsqueda de la salvación; por lo cual, ¿no es más bien la táctica del demonio distraernos con diversas preocupaciones y placeres precisamente para que no sintamos el temor a la muerte y busquemos la salvación?
Efectivamente. Pero, aunque parece un contrasentido, creo que de hecho el diablo utiliza las dos tácticas en diferentes momentos. A veces inculca el pánico ante la muerte; y a veces evita mediante toda clase de distracciones que pensemos en ella.
Ciertamente hay un temor sano, un temor que conduce a la salvación. Pero no es de este temor del que ahora nuestro autor está hablando. Más bien contempla aquel temor que conduce a trastornos emocionales, a la desesperación y a toda clase de evasión. Porque en realidad, las distracciones de las que hemos hablado no son sino otra manifestación del temor. Sólo unos pocos reaccionan ante la muerte con sentimientos terroríficos de desespero. La mayoría reacciona creando vías de evasión, viviendo vidas de frivolidad llenas de placeres superficiales, a fin de no tener que contemplar la cruel realidad que les espera.
Para rehuir este temor, el hombre inventa toda clase de filosofías y religiones. Pero sus invenciones finalmente no son eficaces. Normalmente son otras tantas esclavitudes. Otros, en cambio, intentan abordar la muerte «con filosofía». Pero la resignación no es muy consoladora.
Los muchos que, de una manera u otra, intentan evitar la realidad de la muerte mediante la evasión, lo logran sólo durante un tiempo, pero tarde o temprano tienen que volver a mirar de frente este fantasma.
Todos con el tiempo empezamos a acusar achaques en cuanto a nuestra salud que nos recuerdan nuestra mortalidad. Todos vemos cómo mueren seres queridos o conocidos, y la muerte ajena también suele ser un recordatorio de nuestra propia mortalidad. Por lo tanto, aunque el hombre pretenda ser avestruz y esconderse de la realidad de la muerte, le resulta difícil. Y cuando a la fuerza tiene que contemplarla, le produce un gran escalofrío de desesperación.
Bertrand Russell, uno de los pensadores de este siglo que más ha contribuido a sembrar la incredulidad y el escepticismo ateo, escribió las palabras siguientes:

    «Corta e impotente es la vida del hombre. Sobre él y sobre toda su raza se avecina el destino lento, pero seguro, oscuro y sin misericordia. La materia omnipotente, ciega al bien y al mal, despreocupada por sus estragos, forja inexorablemente su camino. Al hombre, condenado hoy a perder a sus seres más queridos, mañana a pasar él mismo por las puertas de las tinieblas, sólo le queda atesorar, antes de que el golpe fatal le alcance, los pensamientos exaltados que ennoblecen su pequeño día, y adorar al santuario construido por sus propias manos».

Según Russell, la materia es omnipotente, porque es lo único que hay. La fe, Dios, los valores espirituales y eternos son una patética ilusión inventada por hombres que no se atreven a afrontar la terrible realidad de la existencia. La materia nos arrastra a todos en su desarrollo inexorable y sin sentido, creándonos para luego eliminarnos. Nuestra existencia no tiene mayor sentido que éste. Ésta es la realidad que debemos asimilar y según la cual debemos vivir. El único punto de luz que puede iluminar nuestra existencia absurda, antes de que seamos aplastados por la marcha de la materia, es aquella gloria efímera que nosotros mismos logramos crear a través del arte, de la ciencia, de la fraternidad y convivencia, todo aquello que nosotros somos capaces de forjar por nosotros mismos. Esto es lo mejor que el mundo ha sabido inventar.
Así es el credo humanista. Huelga decir que, para poder aceptarlo, hay que tener una fe y un pesimismo tan grandes que muy pocos son capaces de confrontarlo. Pero, si la revelación bíblica fuera falsa, sin duda Russell tendría razón. La muerte da al traste con todo sentido en la vida. Esta visión de la marcha inexorable de la materia, con sus ciclos de fecundidad y degeneración, de la vida que se dirige hacia la exterminio, es otra manera más de dar expresión al temor de la muerte. Tras las palabras sofisticadas y «valientes», descubrimos la misma desesperación de la que habla el autor de Hebreos, la de ver mi vida truncada por una sentencia de muerte insoslayable. ¿Qué es nuestra existencia? Nada más que un contrasentido.
Salomón lo dijo mucho antes: si la vida no queda iluminada por las promesas de la revelación divina, vanidad de vanidades, todo es vanidad (Eclesiastés 1:2). Y Pablo refuerza esta idea:

    «Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe… Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres… Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, porque mañana moriremos» (1 Corintios 15:14, 19, 32).

O bien el Evangelio, con su promesa de vida eterna, es cierto; o bien demos la razón al diablo y entreguémonos al temor de la muerte. Mientras no le llega al hombre el mensaje de salvación, la vida es un contrasentido y el hombre hace bien en desesperarse.


CRISTO EL LIBERTADOR

En medio de este panorama de desolación irrumpe el Señor Jesucristo como nuestro Libertador. Él viene para rescatarnos del imperio de la muerte, de la tiranía del diablo. ¿Cómo lo hace?
Olvidémonos momentáneamente del texto y de lo que sabemos de la revelación bíblica. Imaginemos qué estrategia emplearíamos nosotros, si de nosotros dependiera. ¿Cómo efectuaríamos el rescate si nosotros fuésemos Dios?
Pienso en el mito de San Jorge: Allí está la princesa, hecha prisionera del dragón. ¿Cómo vamos a rescatarla? ¡Muy fácil! Nos montamos en un caballo y vamos con nuestra lanza a luchar contra el dragón, matarlo y rescatar a la princesa.
¿No es éste el camino a seguir? Para ello ni siquiera hace falta la encarnación. Basta con enviar a un ángel para hacerlo. De hecho, ¿no es esto lo que propone la Palabra de Dios?

    «Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; y luchaban el dragón y sus ángeles; pero no prevalecieron, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo. Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él» (Apocalipsis 12:7–9).

Si esto puede pasar en el cielo, ¿por qué no se emplea este método para eliminar al diablo de la tierra? ¿No sería lo más sencillo? ¿Para qué involucrar al Hijo de Dios si lo pueden hacer sus siervos?
La pregunta no es descabellada, porque un día será así:

    «Y el diablo que los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 20:10).

Si el Señor Jesucristo un día va a enviar a sus ángeles para luchar contra el dragón y eliminarle, ¿por qué no lo hizo así desde el principio? ¿Por qué, según nuestro texto, era necesario que Cristo muriese a fin de destruir el imperio del temor a la muerte? ¿Por qué era necesario que Él tomara forma humana?
Porque nuestro caso no es exactamente el de la princesa en la historia de San Jorge. No somos meramente las víctimas inocentes del rapto del dragón. Por nuestro pecado, nos hemos sometido voluntariamente a su hegemonía, y así nos encontramos bajo su autoridad legítima. (Legítima, por supuesto, no porque Dios se la haya concedido, sino porque nosotros nos hemos colocado bajo ella). En nuestro caso, el dragón podría decir a San Jorge: «La princesa es mía por derecho; si tú peleas contra mí, tú mismo serás injusto y habrás trastornado las leyes morales del universo que tú mismo estableciste».
Lo que es más, si en estas condiciones Jesús envía a sus ángeles para militar contra el dragón y los suyos, nuestra suerte queda sellada. No seremos liberados, sino que compartiremos la suerte de aquel que es nuestro señor legítimo, el diablo. Nos hemos sometido a él. Si él es eliminado, nosotros lo seremos también.
Si, pues, va a haber liberación para nosotros, tendrá que ser por otro camino. El camino de la fuerza valdrá en el día de juicio, pero no puede servir para nuestra liberación. Ésta tendrá que ser lograda por la vía de la redención. Para poner en libertad a un cautivo se ha de pagar el precio de su rescate. ¿Qué precio corresponde a la vida de un ser humano? No puede ser menos que otra vida humana. ¿Y qué si se trata de muchos hijos que han de ser rescatados y llevados a la gloria? ¿Cuánto valen ellos? Nada menos que la vida del Hijo del Dios eterno.
Digámoslo de otra manera. El poder del diablo sobre nosotros es un poder relativo. El Señor sigue siendo el Señor, pero el derecho del diablo sobre nosotros es real. No es sólo una cuestión abstracta de derechos cósmicos, sino algo que experimentamos diariamente: el dominio del maligno sobre nuestras vidas (Efesios 2:2). Si nuestra liberación va a ser eficaz, si el diablo va a perder su ascendencia sobre nosotros, algo íntimo en esta relación tendrá que ser roto. Tendrá que hallarse solución para aquello que le concede la ascendencia sobre nosotros: el pecado.
¿Cómo se puede hacer? ¿Y si el Hijo pudiera lograr que de alguna manera el hombre quedara exento de la culpa del pecado? Entonces sobrarían las acusaciones del diablo. Entonces quedaría anulada la sentencia de muerte. El pecador sería perdonado y no tendría que morir eternamente. Quedarían eliminados los dos principios –pecado y muerte– por los que el diablo ejerce su derecho legítimo sobre nosotros. El pecador se vería librado del imperio de la muerte.
Hace falta, pues, un camino por el cual nosotros podamos quedar exentos de culpa y libres de la sentencia de muerte. A partir de aquel momento, el diablo nunca podrá aducir que le pertenezcamos ni que tenga derechos legítimos sobre nosotros.
¿Cómo puede nuestro Libertador eximirnos de la culpa de la muerte? Toda la sabiduría del cielo sólo ha encontrado una respuesta: que el Hijo de Dios se haga hombre, tomando sobre sí una naturaleza que puede ser sujeta a la muerte, y muera voluntariamente en nuestro lugar, llevando sobre sí nuestra culpa y nuestro castigo. Así nuestro pecado recibe su merecido y nuestra sentencia de muerte queda cumplida… en la persona de nuestro Sustituto, el Señor Jesucristo. Ya no puede haber más acusaciones de parte del diablo en la corte del cielo. Ya la muerte no es una sentencia eterna, sino el umbral de una nueva vida. El diablo no tiene derecho sobre nosotros. Hemos sido librados de su imperio tiránico.
El Hijo, pues, se hace hombre a fin de someterse a la humillación de sucumbir ante el imperio del diablo, de permitir que el diablo haga su placer en Él. Pero, en realidad, es por su muerte que libra de culpa y de muerte a los que creen en Él. Por lo tanto, les libra del temor de la muerte. Él despoja al imperio de la muerte en el mismo momento de sufrirla Él mismo.
Por esto era necesario que Jesús tomara forma humana y muriese: a fin de poder rescatarnos del imperio de la muerte. Es una cuarta razón que el autor nos da.
La naturaleza paradójica de esto la vemos en el lenguaje del versículo 14: para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte.
Si queremos un buen comentario sobre esto, nada mejor que acudir a lo que Pablo dice en Colosenses 2:13:

    «Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne,…»

Allí está el instrumento que el diablo empleaba para ejercer su dominio sobre nosotros: el pecado y su consecuencia, la sentencia de muerte.

    «…[Dios] os dio vida juntamente con [Cristo], perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz,…»

Aquel acta que el acusador de los hermanos tanto disfrutaba en citar, ya no puede ser citada en contra nuestra. El diablo es conocedor de la ley de Dios y sabe citarla piadosamente con tal de lograr la condenación de un alma. Y por una vez él no es mentiroso, sino tiene toda la razón, al decir a Dios: Según tu ley, éste es pecador y ha de morir. Pero a partir de la muerte del Hijo de Dios, su denuncia es en vano. Porque en la Cruz nuestro pecado recibió su pago y la acusación de la ley fue satisfecha. Ahora en vano el acusador prepara su prosecución. El abogado de la defensa se ríe de sus argumentos. Él mismo ha sufrido el castigo de todo aquello de lo cual la prosecución nos acusa. Por lo tanto, toma el acta de nuestros pecados y la clava en la Cruz. La Cruz anula el acta.

    «… y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz» (Colosenses 2:13–15).

La boca del diablo se cierra:

    «¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condena? Cristo es el que murió» (Romanos 8:33–34).

La muerte de Jesús hace callar toda acusación contra aquellos que por ella han sido justificados.
La consecuencia de esta liberación de Jesucristo es doble. Por un lado el imperio del diablo queda, en palabras de Colosenses, despojado. O como dice aquí en Hebreos, el diablo mismo queda destruido. Ahora, esta última es una palabra que necesitamos matizar, porque es cierto que el diablo todavía no está destruido del todo. Si lo estuviera, Pedro no tendría que avisarnos de que es como un león rugiente que busca devorar a quienes pueda de entre los creyentes.
No nos engañemos, pues; no ha sido destruido del todo. La palabra más bien quiere decir neutralizado o desarmado. Es en este sentido que el diablo ha sido hecho impotente: al justificarnos por su muerte, al haber llevado nuestros pecados, solucionado nuestra culpa y pagado nuestra sentencia en la Cruz, al eliminar las acusaciones contra nosotros y anular el acta que había contra nosotros, Cristo ha abierto la puerta de la fortaleza de este tirano para que todo aquel que lo desee pueda salir de ella y vivir en libertad. El diablo tiene las manos atadas, sin poder impedir que nosotros ahora salgamos si creemos el evangelio. Por supuesto, él hará todo lo que pueda para impedir que escuchemos el evangelio, y sembrará toda clase de dudas en cuanto a su eficacia y verdad. Pero si por la gracia de Dios respondemos al evangelio con fe, no puede impedir nuestra liberación.
Es a esto a lo que se refiere la Biblia cuando dice que el diablo está atado (Mateo 12:29). No quiere decir, ni mucho menos, que no sea activo en nuestro mundo. Sí quiere decir que el diablo se ha quedado impotente para impedir que todo aquel que crea en el Señor Jesucristo reciba por su muerte la justificación, salga por las puertas de la fortaleza del imperio de Satanás y entre en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
En este sentido ha sido destruido el imperio diabólico de la muerte. Finalmente no será destruido hasta aquel día en que el diablo sea echado en el lago de fuego, pero mientras tanto ha quedado abierta una brecha en sus murallas que el diablo es impotente para cerrar. Por así decirlo, Jesús ha entrado en su fortaleza, que antes tenía las puertas bien cerradas, y le ha quitado las llaves de la puerta. Y ahora el Señor Jesucristo es aquel que dice:

    «No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades» (Apocalipsis 1:17–18).

La primera consecuencia, pues, de la obra de Cristo es que la fortaleza del diablo ha sido despojada, y quien quiere puede salir de la servidumbre.
La segunda consecuencia es que la muerte pierde su temor para el creyente. Evidentemente, la muerte de un ser querido sigue siendo motivo de profunda tristeza. Pero, si se trata de un creyente, es la tristeza de una separación temporal, no de una pérdida definitiva.
Con los medios de comunicación de hoy, el mundo se ha vuelto pequeño. Puedes llegar a cualquier parte en un par de días como mucho. Pero antes no era así, y cuando una persona dejaba a su familia para emigrar a otro país, los familiares tenían que despedirse de ella pensando que no la volverían a ver en esta vida. La tristeza que sentían no era la de un fallecimiento, pero era sumamente dolorosa por la probable duración de la separación. Lo mismo sigue siendo cierto para el creyente ante la muerte. Cuando pierde a un ser querido, sabe que durante el resto de su vida terrenal conocerá el vacío de esta separación y que no hay nadie ni nada que pueda llenar esta laguna.
La tristeza sí que está allí. De hecho el autor no dice que la muerte haya sido abolida, ni que la tristeza de la muerte haya desaparecido, sino que Jesucristo ha quitado a la muerte su terror. La muerte ha perdido su aguijón. Porque antes ¿qué era la muerte? Era la puerta a lo desconocido o a la condenación eterna. Pero ahora lo desconocido se ha hecho conocido en el Señor Jesucristo, y en Él la condenación se cambia en vida eterna.
Ya sabemos cómo es el camino más allá de la muerte porque Jesús lo ha mostrado en su propia persona. Antes la muerte era el fin de nuestra humanidad, ahora es el principio de una humanidad plenamente restaurada. Antes era el fin de todos nuestros bienes, ahora es el principio de una gloriosa herencia. Antes era ir a la nada, ahora es ir a la presencia de Dios, es ir a casa, a la casa del Padre. Antes la muerte era la negación de todo propósito en la vida, la demostración de lo absurdo que es vivir; ahora es un estímulo para que vivamos santa y sobriamente, por cuanto nos recuerda que esta vida es breve y debe ser aprovechada al máximo para nuestro crecimiento en la fe.

    «Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?» (1 Corintios 15:54–55).

Gracias a Dios, hay victoria sobre la muerte. Hay quien ha ganado la victoria, no enviando al arcángel Miguel y sus huestes para eliminar al diablo, sino tomando forma humana Él mismo, sometiéndose a la vergüenza y humillación de las consecuencias más terribles del imperio de la muerte en su propia persona, a fin de abrir las puertas de su terrible fortaleza y permitir que todo aquel que lo desee salga de la potestad de las tinieblas y sea trasladado al reino del Hijo.
Por esto era necesario que el Hijo se hiciese hombre y muriese.
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