miércoles, 1 de julio de 2015

Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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Es interesante notar que los elementos “pescado” y “fuego” se mencionan siempre en relación con los seguidores de Cristo. Su reclutamiento inicial ocurrió cuando se dedicaban a la pesca. Al final de la historia, Pedro sufrió una derrota ignominiosa alrededor de una fogata ante una sirvienta. Aquí, alrededor de otra fogata, Cristo tiernamente habla con el discípulo apenado y arrepentido.

Con Pedro, Cristo hizo hincapié en el amor. Claro que era imprescindible responder positivamente a la luz que Cristo arrojaba. Los fariseos no lo hicieron. La doctrina que el Hijo enseñó venía del cielo, desde donde él vino a revelar la obra y carácter de Dios.

La doctrina tiene una gran importancia. Pero, al fin y al cabo, uno tiene que enamorarse de Cristo. Este no es un factor adicional a la doctrina, o a la luz. El amor viene por obra del Espíritu, a través de la doctrina y la luz, y crece en una vida de obediencia a ellas. La prueba del carácter cristiano y grado de fe que uno profesa está en el amor que tiene por Cristo.

Pedro el pescador, ya reconciliado con su Maestro, recibió una nueva comisión. La figura que el Señor emplea ya no es de pescador, sino de pastor de ovejas, a las que le encomendó que apacentara. ¡Gracias a Dios por su misericordia! Sin duda, Pedro diría como Pablo: “Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio” (1 Timoteo 1:12).

Durante los momentos cuando confiaba más en sí mismo (Juan 13:37), Pedro había dicho que estaba dispuesto a poner su vida por Cristo. En ese entonces no sabía cuán débil era. Ahora, al lado del mar de Galilea, con un espíritu mucho más humilde, escuchó al Señor prometerle una muerte semejante a la suya. No obstante las dificultades, la oposición y el odio del mundo, o la muerte en forma de cruz, le dijo: “¡Sígueme!”. Dios pudo hacer uso de Pedro como relata Hechos 1 y 2, porque obedeció de corazón lo que Cristo le dijo.

 El Cristianismo Bíblico
El Cristianismo Bíblico es un estudio temático consistiendo de 23 lecciones analizando las doctrinas y practicas del cristianismo durante el tiempo de los apóstoles, a fin de ayudar el lector aclarar, a través de los textos bíblicos, cómo era el cristianismo en su forma original. Link
Cristianismo Bíblico Bajar
Conociendo la Palabra de la Verdad Bajar
La Única Fuente de Autoridad Bajar
El Antiguo Pacto Bajar
El Nuevo Pacto Bajar
Una Comparación de los Dos Pactos Bajar
El Hombre y Dios: El Pecado y la Gracia Bajar
El Mensaje de Salvación: Parte 1 Bajar
El Mensaje de Salvación: Parte 2 Bajar
El Bautismo Bíblico Bajar
La Seguridad de Salvación Bajar
El Espíritu Santo Bajar
Los Dones Espirituales: Parte 1 Bajar
Los Dones Espirituales: Parte 2 Bajar
La Iglesia: Prometida y Establecida Bajar
La Adoración de la Iglesia: Parte 1 Bajar
La Adoración de la Iglesia: Parte 2 Bajar
La Organización de la Iglesia Bajar
Las Responsabilidades de los Miembros Bajar
Las Disciplina Congregacional en La Iglesia Bajar
Una Reseña Histórica a través de los Siglos Bajar
La Glorificación de la Iglesia Bajar
La Sana Doctrina y los Maestros Falsos Bajar

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¿Entiendes lo que lees? Él dijo: ¿Y cómo podré, si alguno no me enseñare?

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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Cuatro razones para estudiar la hermenéutica

1. Aprender principios para interpretar las Escrituras

   Explicar cuatro razones por las cuales necesitamos estudiar la hermenéutica.

Los principios nos ayudan en muchas actividades de la vida, tal como la de conducir un vehículo. Debido a que los conductores tienen reglas o principios, conducen por el lado correcto de la carretera. No adelantan en las cuestas, porque podrían venir otros vehículos en dirección contraria. Circulan lentamente en las zonas atestadas. Se estacionan al lado de la carretera, ¡y no en medio del tráfico!

Cuando los conductores no se sujetan a los principios que deben observar, ocurren accidentes y queda gente herida. Imagínese los problemas que tendríamos si no hubiera ningún principio para los conductores. Tendríamos un caos en nuestras carreteras.

   ¿Por qué necesitamos ciertos principios para interpretar la Biblia?

Así como necesitamos principios o reglas para conducir, también necesitamos ciertos principios para interpretar las Escrituras. Es decir, para interpretar la Biblia, los creyentes deben poner en práctica dichos principios. De lo contrario, habrá accidentes y quedará gente herida.

En la introducción a este capítulo, mencionamos algunos problemas que ocurren cuando la gente interpreta las Escrituras a su manera. En la actualidad, algunos creyentes siguen interpretando la Biblia como les parece bien ante sus propios ojos. Pasan por alto los principios básicos de la hermenéutica. Por consiguiente, se produce un caos.

    •      Uno dice que podemos comer carne de cerdo; otro, que no podemos.

    •      Uno dice que debemos asistir al culto los domingos; otro, que debemos hacerlo los sábados.

    •      Uno dice que llamemos a los ancianos de la iglesia para que oren por nosotros cuando estamos enfermos; otro, que nunca debemos reconocer que estamos enfermos.

    •      Uno dice que los creyentes deben orar en lenguas hoy; otro, que las lenguas cesaron cuando se terminó de escribir la Biblia.

    •      Uno dice que Jesús es divino; otro, que solamente era humano.
    •      Uno dice que María no pecó jamás; otro, que todos han pecado.

Estos ejemplos muestran lo que sucede cuando cada uno interpreta la Biblia a su manera (Gibbs 1994, 16). ¡El caos! Por tanto, necesitamos principios que nos guíen cuando interpretamos la Biblia.


2. Desarrollar habilidades para responder preguntas difíciles

Felipe le preguntó al etíope: “¿Entiendes lo que lees? Él dijo: ¿Y cómo podré, si alguno no me enseñare?” (Hechos 8:30–31). Los principios enunciados en este curso nos guiarán en la comprensión de lo que leemos en la Biblia. Para cuando termine de estudiar este libro usted debiera ser capaz de contestar preguntas difíciles como éstas:

    •      El Espíritu Santo nos enseña todas las cosas. No tenemos necesidad de que nadie nos enseñe (1 Juan 2:27). ¿Por qué, pues, necesitamos maestros?

    •      Jesús no vino para traer paz a la tierra, sino una espada (Mateo 10:34). ¿Por qué, pues, cantaron los ángeles “y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres” (Lucas 2:14)?

    •      “El que sacrifica buey es como si matase a un hombre” (Isaías 66:3). Entonces, ¿es malo matar un buey?

    •      ¿Está bien usar un poco de vino debido a problemas estomacales (1 Timoteo 5:23)?

    •      ¿Son nuestras todas las bendiciones de Abraham (Gálatas 3:14)?

    •      Pablo dijo: “Porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Romanos 7:18–19). ¿Son esclavos del pecado los creyentes?

    •      Jesús dijo: “No os proveáis de oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos; ni de alforja para el camino, ni de dos túnicas, ni de calzado, ni de bordón” (Mateo 10:9–10). ¿Es un error viajar con dinero y una maleta? ¿Debemos viajar descalzos?


3. Usar bien la Palabra de verdad

   Al citar a una persona, ¿por qué es necesario dar a sus palabras el sentido que les corresponde? Explique.

¿Han tergiversado alguna vez sus palabras? Quizás usted le habló a alguien sobre un asunto personal. Luego esa persona “interpretó” mal lo que usted dijo y se lo dijo a otra, con el resultado de que alguien lo culpó de algo que usted nunca dijo.

   ¿Cómo la gente de los tiempos de Jesús torció lo que Él dijo sobre el templo?

La gente de los tiempos de Jesús usó sus palabras con el propósito de acusarlo. Sin embargo, no interpretaron bien sus palabras, sino que lo acusaron de planear la destrucción del templo de Herodes y de reedificarlo en tres días (Marcos 14:58). No entendieron que Jesús hablaba del templo de su cuerpo. Así pues, vemos que quienes erraron fueron los intérpretes, y no Jesús. La Palabra de Dios es siempre verdadera, pero debemos tener cuidado de interpretarla correctamente. De lo contrario, podemos basar nuestras creencias en la inestabilidad de las interpretaciones humanas en lugar de la roca firme de la Palabra de Dios.

Hace algún tiempo circuló un rumor en el sentido de que Tomás Harris —autor del libro I’m Okay, You’re Okay [Yo estoy bien, tú estás bien]— se había suicidado. Un conocido maestro de la Biblia creyó este rumor y lo usó en uno de sus mensajes. Dijo que el suicidio de Harris demostraba que su libro era falso. Pero el rumor no era cierto, porque Tomás Harris todavía estaba vivo. Por consiguiente, Harris demandó al maestro, que tuvo que pagar una gran suma de dinero por calumnia (Baron 1987, 64). Este caso lamentable ilustra una gran verdad. No basta con que seamos sinceros en lo que creemos; debemos también creer la verdad.
Muchas personas son sinceras, pero están equivocadas. Rara vez ellas tienen dudas; pero también rara vez tienen razón. Muchos citan las Escrituras y creen que hacen la voluntad de Dios. Pero no basta con ser sincero, como lo revela este pasaje:

  No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad. (Mateo 7:21–23)

La gente descrita en ese pasaje parece sincera. Pero en alguna parte se desviaron del camino correcto. La Palabra de Dios es verdadera y sus promesas firmes. Pero debemos usarla como Él se lo propuso. “Así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié” (Isaías 55:11). Dios no prometió bendecir su Palabra para que la usemos en todo lo que nos propongamos.
Satanás es descarado. Aun trató de hacer que Jesús usara la Palabra de Dios con un propósito equivocado. Le recordó que Dios había prometido enviar a sus ángeles para protegernos (Salmo 91). Así que lo instó a que se lanzara desde el pináculo del templo (Mateo 4:6). Desde luego, Jesús lo resistió, citando otro pasaje de las Escrituras. Dios no envió la promesa de Salmo 91:11–12 para permitirle a su pueblo que lo tentara. Como Satanás no interpretó bien la Palabra de Dios, Jesús lo reprendió.

En la actualidad, Satanás continúa torciendo las Escrituras. Induce a los falsos maestros a interpretar la Biblia de tal manera que lleven a la gente a la perdición.

    •      “Pero el Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios” (1 Timoteo 4:1).

    •      “Pero hubo también falsos profetas entre el pueblo, como habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras, y aun negarán al Señor que los rescató, atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina. Y muchos seguirán sus disoluciones, por causa de los cuales el camino de la verdad será blasfemado” (2 Pedro 2:1–2).

    •      “[Pablo ha escrito] casi en todas sus epístolas, hablando en ellas de estas cosas; entre las cuales hay algunas difíciles de entender, las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para su propia perdición” (2 Pedro 3:16).

Nosotros no queremos torcer las Escrituras ni seguir a aquellos que las interpretan erróneamente. Al contrario, queremos usar bien la Palabra de verdad (2 Timoteo 2:15). Debemos interpretar la Biblia de modo que cumpla con los propósitos de Dios. Por esta razón es que estudiamos la hermenéutica, para usar la Palabra de Dios conforme a sus propósitos. Entonces podremos estar seguros de que confiamos en las promesas, sin dudar de ellas.


4. Relacionar los tiempos bíblicos con los nuestros

Considere estas grandes brechas existentes entre las Escrituras y nosotros.

    1.      La brecha del tiempo. Hay un espacio de casi dos mil años entre cualquier libro del Nuevo Testamento y nosotros. Por consiguiente, interpretamos un libro que fue escrito hace casi dos milenios. Así pues, necesitamos ciertos principios que nos sirvan de guía.

    2.      La brecha cultural. Los pueblos de la Biblia tenían valores, tradiciones, costumbres y prácticas diferentes de los nuestros. Los escritores del Antiguo Testamento escribieron en hebreo de derecha a izquierda. A veces celebraban los cultos en los templos y en las sinagogas, se lavaban los pies, se saludaban unos a otros con un beso, o sacrificaban animales. Comían comidas diferentes de las nuestras y gobernaban sus vidas conforme a reglas diferentes. Tenemos, pues, necesidad de ciertos principios para interpretar lo que Dios les dijo.

    3.      La brecha del idioma. Ya que los pueblos de la Biblia hablaban hebreo, arameo y griego, este libro fue escrito en estos idiomas. Siempre hay necesidad de seguir ciertos principios cuando traducimos de un idioma a otro.

    4.      La brecha histórica. Cada libro de la Biblia fue escrito en un momento específico de la historia. A veces Dios les habló a los esclavos, a los amos, a los guerreros, o a los presos. Envió su Palabra a judíos y a gentiles. Los principios nos guiarán para entender el entorno histórico de los primeros lectores de estos libros.

La Hermenéutica es un estudio de 9 lecciones diseñado para servir como una ayuda en la comprensión correcta del texto bíblico.
  Link
1. Introducción a la interpretación de la Biblia Bajar
2. Figuras literarias y sus definiciones Bajar
3. Ayudas para entender bien la palabra divina Bajar
4. Métodos de interpretación Bajar
5. El método inductivo de interpretación Bajar
6. La exégesis: Situación histórica y biográfica Bajar
7. Pautas para interpretar la narrativa del Nuevo Testamento Bajar
8. Pautas para interpretar las epístolas del Nuevo Testamento Bajar
9. Pautas para interpretar el Antiguo Testamento Bajar

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Porque en lugar de mi pan, viene mi suspiro, Y mis gemidos se derraman como aguas, Porque lo que temía me ha sobrevenido, Y lo que recelaba me ha llegado.

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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EL CLAMOR DE MILES DE MILLONES DE ALMAS

   Se dice que Martín Lutero tenía un amigo íntimo, cuyo nombre era Miconio. Este, al ver a Lutero sentado durante días interminables trabajando al servicio del Maestro, Miconio sintió compasión de él y le dijo: "Te puedo ayudar más desde donde yo estoy; permaneceré aquí orando, mientras tú perseveras incansablemente en la lucha." Miconio oró durante días seguidos por Martín. Pero al paso que perseveraba en la oración, comenzó a sentir el peso de la propia culpa.

   Cierta noche soñó con el Salvador, quien le mostró las manos y los pies. Le mostró también la fuente en la cual lo había purificado de todo pecado. "Sígueme", le dijo el Salvador, llevándolo a un alto monte, desde donde señaló hacia el naciente. Miconio vio una planicie que se extendía hasta el lejano horizonte. La vasta planicie estaba cubierta de ovejas, de muchos millares de ovejas blancas. Solamente había un hombre, Martín Lutero, que se esforzaba por apacentar a todas. Entonces el Salvador le dijo a Miconio que mirase hacia el poniente. El miró y vio vastos campos de trigo blancos para la siega. El único segador que se esforzaba por segarlos, estaba casi exhausto; de todas maneras, persistía en su tarea. En ese momento, Miconio reconoció el solitario segador: ¡era su buen amigo, Martín Lutero! Al despertar del sueño, Miconio tomó esta resolución: "No puedo quedarme aquí orando mientras Martín se fatiga en la obra del Señor. Las ovejas deben ser apacentadas, y los campos tienen que ser segados. Héme aquí, Señor, ¡envíame a mí!" Fue así como Miconio salió para compartir la labor de su fiel amigo.

   Jesús nos llama para trabajar y orar. Es de rodillas que la iglesia de Cristo avanza. Fue Lionel Fletcher quien escribió:
   "Todos los grandes conquistadores de almas, a través de los siglos, han sido hombres y mujeres incansables en la oración. Conozco a casi todos los oradores que han tenido éxito en la generación actual, así como a los de la generación anterior, y sé que todos ellos han sido hombres de intensa oración. 

   "Cierto evangelista me impresionó profundamente cuando yo era todavía un joven periodista de un diario. Ese evangelista se había hospedado en casa de un pastor presbiteriano. Toqué a la puerta y pregunté si podía hablar con el evangelista. El pastor, con voz trémula y con el rostro iluminado por una luz extraña, respondió: 'Nunca se hospedó un hombre como él en nuestra casa. No sé cuando él duerme. Si voy a su cuarto durante la noche para saber si precisa de alguna cosa, lo encuentro orando. Lo vi entrar en el templo muy temprano hoy por la mañana, y no volvió para desayunar ni para almorzar.' "

   "Fui a la iglesia. . . Entré furtivamente para no perturbarlo. Lo hallé sin el saco y sin el cuello clerical. Estaba postrado de bruces delante del púlpito. Oí que con voz agonizante y conmovedora imploraba a Dios en favor de aquella ciudad de mineros, para que dirigiese las almas al Salvador. Había orado durante toda la noche; había orado y ayunado el día entero."
   "Me aproximé furtivamente al lugar donde él oraba postrado en el suelo. Me arrodillé y puse la mano sobre su hombro. El sudor le corría por el rostro. El no me había visto nunca, pero me miró por un momento y entonces me rogó: "Ore conmigo, hermano. No puedo vivir si esta ciudad no se acerca a Dios." Había orado en ese lugar durante veinte días sin que se hubiese producido ninguna conversión. Me arrodillé a su lado y oramos juntos. Nunca había oído a nadie que insistiese como él. Volví de allí realmente asombrado, humillado y tembloroso."

   "Aquella noche asistí al culto en el gran templo donde él oró. Nadie sabía que él no había comido durante el día entero, que no había dormido durante la noche anterior. Pero, cuando se levantó para predicar, oí a diversos oyentes que dijeron: 'La luz de su rostro no es terrenal.' Y no lo era en efecto. El era un conceptuado instructor bíblico, pero no tenía el don de predicar. Sin embargo, esa noche, mientras predicaba, el auditorio entero fue tomado por el poder de Dios. Ele esa la primera gran cosecha de almas que presencié."

   Hay muchos testigos oculares del hecho de que Dios continúa respondiendo las oraciones como en el tiempo de Lutero, de Edwards y de Judson. Transcribimos aquí el siguiente comentario publicado en cierto periódico:
   "La hermana Dabney es una creyente humilde que se dedica a orar... Su marido, pastor de una gran iglesia, fue llamado para iniciar la obra en un suburbio habitado por gente pobre. Al primer culto no vino ningún oyente; solamente él y ella asistieron. Se quedaron desilusionados. Era un campo dificilísimo; el pueblo no era solamente pobre, sino depravado también. La hermana Dabney vio que no había esperanza, a no ser que se clamase a Dios, y resolvió dedicarse persistentemente a la oración. Hizo un voto a Dios, que, si El atraía a los pecadores a los cultos y los salvaba, ella se entregaría a la oración y ayunaría tres días y tres noches en el templo, todas las semanas, durante un período de tres años.

   "Fue así que, después que la esposa de ese pastor angustiado comenzó a orar, sola, en el salón de cultos, Dios comenzó a obrar enviando pecadores en tan gran número, que el salón quedaba repleto de oyentes. Su marido le pidió entonces que orase al Señor y le pidiese un salón más grande. Dios conmovió el corazón de un comerciante para que desocupara el edificio que quedaba frente al salón, cediéndolo para los cultos. Ella continuó orando y ayunando tres veces por semana, y sucedió que aquel salón más grande también resultó ser insuficiente para contener al público. Su marido le pidió nuevamente que orase y pidiese un edificio en que todos los que deseaban asistir a los cultos pudiesen entrar. Ella oró y Dios les dio un gran templo situado en la calle principal de ese barrio. En ese nuevo templo la asistencia aumentó también a tal punto, que muchos de los oyentes se veían obligados a asistir a las predicaciones de pie, en la calle. Muchos de ellos fueron liberados del pecado y bautizados."

   Cuando los creyentes sienten dolores mientras están orando, es que hay almas que están renaciendo. "Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán."

   "El gemir de miles de millones de almas en la tierra me llega a los oídos y me conmueve el corazón; me esfuerzo, pidiendo el auxilio de Dios, para evaluar, al menos en parte, la densa obscuridad, la extrema miseria y la indescriptible desesperación de esos miles de millones de almas que no tienen a Cristo. Medita hermano, sobre el amor del Maestro, amor profundo como el mar; contempla el horrible espectáculo de la desesperación de los hombres perdidos, hasta que no puedas ya censurar, hasta que no puedas descansar, hasta que no puedas dormir."

   Al sentir las necesidades de los hombres que perecen sin Cristo, fue que Carlos Inwood escribió lo que acabamos de leer en el párrafo anterior, y es por esa razón que se consume el alma de los héroes de la Iglesia de Cristo a través de los siglos.

   En la campaña de Piamonte, Napoleón se dirigió a sus soldados con las siguientes palabras: "Habéis ganado sangrientas batallas sin cañones, habéis atravesado ríos caudalosos sin puentes, habéis marchado increíbles distancias descalzos, habéis acampado innúmeras veces sin tener nada para comer. ¡Todo esto gracias a vuestra audaz perseverancia! ¡Pero, guerreros, es como si no hubiésemos hecho nada, puesto que nos queda aún mucho por alcanzar!"

   Guerreros de la causa santa: nosotros podemos decir lo mismo; es como si no hubiésemos hecho nada. La audaz perseverancia nos es indispensable todavía; hay más almas para salvar actualmente que las que había en los tiempos de Müller, de Livingstone, de Paton, de Spurgeon y de Moody.

   "¡Ay de mí, si no anunciare el evangelio!" (1Co_9:16.)
   No podemos taparnos los oídos espirituales para no oír el llanto y los suspiros de miles de millones de almas en la tierra, que no conocen el camino que conduce al hogar celestial.

 
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martes, 30 de junio de 2015

A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan.

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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LA SEMILLA DEL CAMBIO

LUCAS 8:1–15


  Aconteció después, que Jesús iba por todas las ciudades y aldeas predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios, y los doce con él, y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Chuza intendente de Herodes, y Susana, y otras muchas que le servían de sus bienes.

  Juntándose una gran multitud, y los que de cada ciudad venían a él, les dijo por parábola: El sembrador salió a sembrar su semilla; y mientras sembraba, una parte cayó junto al camino, y fue hollada, y las aves del cielo la comieron. Otra parte cayó sobre la piedra; y nacida, se secó, porque no tenía humedad. Otra parte cayó sobre espinos, y los espinos que nacieron juntamente con ella, la ahogaron. Y otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno:
  Hablando estas cosas, decía a gran voz: el que tiene oídos para oír, oiga.

  Y sus discípulos le preguntaron diciendo: ¿Qué significa esta parábola? Y él dijo: A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan.

  Ésta es, pues, la parábola: La semilla es la palabra de Dios. Y los de junto al camino son los que oyen, y luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra, para que no crean y se salven. Los de sobre la piedra son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan. La que cayó entre espinos, éstos son los que oyen, pero yéndose, son ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto.

  Mas la que cayó en buena tierra, éstos son los que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia. (Lucas 8:1–15)

Venían de todas partes, como los aficionados que acceden a un campo de fútbol. Unos llegaban solos, otros en grupo. Había maridos acompañados de sus esposas, madres que venían con sus hijos, jóvenes que traían a sus parejas. Algunos parecían traer a todo el pueblo con ellos. Los había que venían porque estaban enfermos o tenían algún trastorno y pensaban que él podía sanarlos. Otros porque eran pobres o estaban oprimidos y pensaban que él podía liberarlos. Otros venían porque estaban aburridos y sentían curiosidad, y pensaban que él podía entretenerlos. Otros venían … bueno, para algunos habría sido difícil explicar exactamente por qué venían; quizás porque imitaban a todos los demás. Pero, cualquiera que fuese su compañía y su motivación, había una palabra en labios de Jesús que les intrigaba y entusiasmaba: «reino».

«El reino de Dios se ha acercado». Eso es lo que decían que predicaba. Para la población rural de Galilea, aquellas palabras eran la chispa que encendía la mecha.

Toda sociedad sueña con un mundo mejor: una sociedad sin clases, el sueño americano, diversas utopías; y los judíos del primer siglo no eran una excepción. En los últimos años del período del Antiguo Testamento—como muestran los profetas inspirados, que lucharon contra su experiencia nacional de tiranía y opresión—se había ido introduciendo más y más en sus mentes el sueño de un reino venidero. Estaba claro que sería una intervención extraordinaria por parte de Dios para transformar este presente mundo de maldad en la clase de mundo donde el pueblo de Dios podría sentirse verdaderamente en casa. Se obtendría una victoria definitiva sobre los poderes del mal, una victoria que ningún ser humano normal era capaz de alcanzar.

Por tanto, esperaban la llegada de un liberador sobrenatural. Alguien que fuera ungido como los poderosos héroes del pasado: un nuevo David, pero incluso mayor. Esperaban, en una palabra, al Mesías: «No os preocupéis—decían los profetas—, las cosas nos van bastante mal a los judíos de este presente siglo malo. Pero pronto irrumpirá el Mesías en la historia. Y entonces, en ese momento, el reino de Dios llegará».

¿Podéis imaginaros la impresión que se llevarían, el temblor lleno de esperanza que seguramente recorrería a la población de Galilea cuando Jesús, un joven carpintero de Nazaret, comenzó a recorrer las ciudades y los pueblos diciendo que aquello ya había ocurrido? «El reino de Dios se ha acercado. Arrepentios y creed en el evangelio»—les decía.
Evidentemente, al principio habría muchos escépticos. 

Estaban muy familiarizados con lunáticos que daban rienda suelta a sus fantasías megalomaníacas y que pretendían ser el Mesías. Pero aquel hombre no sólo tenía pretensiones mesiánicas. Arrojaba demonios, sanaba a los enfermos y enseñaba; ¡y cómo enseñaba! Tenía un carisma que no se había visto en Israel desde los días de los más grandes profetas, medio siglo antes. Incluso corría el rumor de que podía tratarse de Elias o de Jeremías resucitados de los muertos. Hasta ese punto llegaba el asombro y el impacto que les había producido.

Si hubiera querido aprovechar su oportunidad, habría puesto en marcha toda una campaña de avivamiento religioso y revolución política que las autoridades de Jerusalén—y quizás las de Roma—habrían sido incapaces de frenar. La palabra «reino» les traía a la memoria los más gloriosos sueños de todo el pueblo galileo, encendía su celo más fanático e inspiraba su compromiso más apasionado. Todo lo que tenía que hacer al enfrentarse a aquella multitud era realizar uno o dos milagros y soltarles un apropiado discurso que los pusiera en marcha: toda Galilea habría corrido precipitadamente y con gran entusiasmo tras su mesiazgo.

Pero lo más extraordinario es que no lo hizo. En vez de eso les contó un cuento. ¿Podéis imaginaros a semejante multitud dispuesta a llegar hasta él yendo de pueblo en pueblo, con gran expectación, pendientes de cada palabra, anhelando ser conmovidos por medio de su impresionante oratoria y ser impactados por su poder sobrenatural? ¡Y él va y les cuenta un cuento! Una historia extraña y enigmática, una «parábola»—como él la llama.

Incluso a sus amigos más cercanos les desconcertó totalmente su comportamiento: «¿Pero se puede saber qué haces, Jesús?» Y aquí tenemos su explicación:

  A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan (Lucas 8:10).

Se trata de unas palabras controvertidas y poco aceptadas. Contradicen el punto de vista popular de las parábolas y de las historias moralizantes, de aquellas imágenes pintorescas que sirven para ayudar a que la gente sencilla y poco sofisticada entienda las cosas. Al contrario, Jesús dice que él habla en parábolas no para que a la gente le sea más fácil comprender, sino para que le sea más difícil: «Para que viendo no vean, y oyendo no entiendan».

En cualquier caso, lo que está muy claro es que a Jesús no le impresionaban aquellas multitudes que fluían de todos los rincones de Galilea para verle, y entre las cuales podríamos haber estado nosotros si hubiéramos vivido en aquel entonces. No estaba en absoluto convencido de que captaran verdaderamente su onda. 

Había crecido entre ellos. Conocía perfectamente la clase de ideas que albergaban sobre el reino de Dios, y eran completamente diferentes de las suyas. Lo último que quería hacer era fomentar sus errores por medio de una búsqueda de popularidad. De hecho les lanza indirectas acerca de lo que piensa de ellos, citando al profeta Isaías cuando se le dijo que predicara a un pueblo cuyos corazones serían endurecidos sin remedio contra sus palabras. En los días de Isaías parecía que Israel había llegado a estar tan enamorado de los ídolos paganos, que no podía ni ver ni oír que Dios había dictaminado legalmente abandonarlo a su propia ceguera y sordera espiritual.

Ese decreto divino que aparece en Isaías 6:9 es lo que Jesús estaba citando aquí cuando habló, en el versículo 10, de los que oyendo no entienden. Las multitudes galileas, según Jesús, se encontraban en un estado espiritual similar al de los judíos del Jerusalén de Isaías. Eran incapaces de comprender la nueva revelación del reino de Dios que les traía, porque sus mentes estaban cerradas y llenas de prejuicios en contra. 

Algunos comentaristas van incluso más lejos, hasta llegar a la conclusión de que, en el versículo 10, Jesús estaba adoptando deliberadamente una estrategia de encubrimiento, intentando esconder sus verdaderas opiniones. Sugieren que estaba tan desilusionado con el pueblo judío y tan convencido de que, como el Jerusalén de Isaías, le acabarían rechazando, que camufló deliberadamente su mensaje, para confirmarles así su estado de condenación debido a su incredulidad.

Se trata de una teoría discutible; pero creo que, de alguna manera, es exagerar el asunto. Al fin y al cabo, si Jesús quería ocultar su mensaje de las multitudes, ¿por qué predicaba? ¿Y qué hacemos con su insistente exhortación: «quien tenga oídos para oír, oiga”? Verdaderamente suena como si buscara una respuesta inteligente a sus palabras.

Creo que está más cerca de la verdad la interpretación de que Jesús estaba diciendo en el versículo 10 que utilizaba las parábolas como una especie de filtro. Entre los miles de personas que venían a verle movidos por razones equivocadas, él sabía que había algunos que estaban verdaderamente abiertos a la verdad. Una reducida minoría, quizás, en medio de una inmensa multitud de sordos espirituales; pero, a pesar de ser pocos, tenían oídos para oír. Sus parábolas eran un filtro que identificaba a los verdaderos discípulos. Aquellos que se acercaban a Jesús buscando sólo un líder político, un revolucionario nacionalista o un hechicero hacedor de milagros se iban frustrados. Se encontraban, para su desilusión, con alguien que se dedicaba a contar historias. Pero aquellos que habían sido atraídos hasta él por algún tipo de magnetismo más profundo, se quedaban. En sus corazones estaba trabajando el Espíritu de Dios. 

Habían sido llamados en su interior a seguirle. Aunque al principio les dejó perplejos, como a todos los demás, a la vez estaban intrigados, deseando comprender lo que verdaderamente quería decir. Sentían que, enterrada en algún rincón de la aterradora penumbra de sus parábolas, se encontraba la pista que les llevaría hacia aquel reino de Dios que tanto anhelaban sus corazones. «A vosotros—les dice—os es dado conocer los misterios del reino de Dios». De hecho, ésta es una característica fundamental de todo el ministerio de Jesús. No es necesario luchar a brazo partido con su mensaje desde la distancia segura de una curiosidad imparcial. 

La iluminación espiritual es privilegio de aquellos que se comprometen de una manera personal con él y que comparten la intimidad de una relación personal con él. A diferencia de muchos oradores, Jesús nunca perdió la cabeza debido a la adulación de las multitudes. Él no enloqueció por la ilusión de alcanzar el éxito que acarrean las grandes cifras. La mentalidad de «mega-iglesia», con su «evangelio adaptado a las necesidades del mercado» y orientado hacia el consumismo, no le interesaba en absoluto. Era capaz de ver más allá. Se contentó con rodearse de los doce hombres y el puñado de mujeres que Lucas nos menciona. Con tal de que fueran verdaderos aprendices, verdaderos discípulos, él estaba dispuesto a darse totalmente a aquel reducido grupo.

Es significativo el hecho de que la interpretación de las parábolas que Jesús continúa exponiendo aclare aun más este proceso de criba. Detrás del énfasis pastoral del sembrador y la semilla está la verdad solemne y seria de que sólo algunos escuchan sus palabras y llegan a ser bendecidos por él. Por desgracia, muchos son evangelizados y, sin embargo, no llegan a ser salvos. Aunque la respuesta inicial pueda parecer prometedora, el camino del discipulado puede resultar demasiado exigente.

Antes de examinar esta interpretación en detalle, merece la pena apuntar que el simple hecho de que Jesús interprete su parábola de esta forma desmiente dos populares teorías contemporáneas acerca de las parábolas. Algunos comentaristas recientes del Nuevo Testamento han defendido que las parábolas no deben ser interpretadas, sino tan sólo revestidas de ropajes contemporáneos. Una parábola, según ellos, es un recurso retórico pensado para causar un impacto inmediato sobre una audiencia actual; por tanto, interpretar una parábola es algo así como explicar un chiste. Si lo hacemos, ya no tiene gracia ni produce efecto.

Hay un profundo elemento de verdad en ese punto de vista. Las parábolas son deliberadamente misteriosas y difíciles de captar. Hay en ellas algo paradójico y sorprendente que pretende subvertir las presuposiciones del que escucha. Introduciéndonos en su historia, Jesús nos desarma de nuestras defensas psicológicas, de manera que las verdades inadmisibles para nosotros puedan encontrar un lugar en nuestros corazones como un misil que busca su objetivo. 

Y, como consecuencia, es sin duda difícil predicar las parábolas de una manera que reproduzca aquel impacto dramático original. No obstante, es evidente que Jesús no creía que fuera imposible explicar las parábolas, ni que perdieran su valor si se intentaba hacerlo, ya que él mismo interpreta esta parábola.

Una segunda tesis defendida comúnmente por los eruditos actuales—y que también se contradice con el ejemplo que Jesús da aquí—es que las parábolas son ilustraciones de un sermón encaminadas a aclarar un punto concreto y que nunca deberían tratarse como alegorías. De nuevo existe un importante elemento de verdad en esto. Los estudiosos medievales dejaban a veces volar su imaginación en busca de significados alegóricos escondidos tras las parábolas.

Por ejemplo, si estudiamos la conclusión de esta parábola en los evangelios de Mateo y de Marcos, encontramos que termina de manera ligeramente diferente. La semilla sobre la buena tierra produce diferentes cantidades de fruto: unos a ciento por uno—como también dice Lucas—, pero otros a sesenta y a treinta por uno. Lucas ha abreviado la historia ligeramente en cuanto a este aspecto. Los expertos medievales se aferraban con fuerza al final más largo y sugerían toda clase de ideas especulativas acerca de su significado. 

Una teoría popular era que el ciento por uno representaba a los mártires que habían dado sus vidas por Cristo; el sesenta por uno representaba a los monjes que habían hecho un voto de celibato; ¿y el treinta por uno? ¡Bien—argumentaban—, es obvio que el treinta por uno representa a aquellos cuya diminuta contribución al reino de Dios consistía sencillamente en ser una esposa obediente!

Evidentemente, esa forma de leer el lenguaje figurado de Jesús no es legítima. No hay razón en absoluto para creer que, en la parábola del sembrador, él pretendía hacer referencia alguna a los mártires, a los monjes o a las esposas obedientes. De hecho, la mayoría de los detalles de sus parábolas no están escondidos ni tienen un significado secundario en absoluto, sino que están allí sencillamente para añadirle color a la historia.

No obstante, tampoco se debe insistir en que las parábolas sólo tienen una lección sencilla que enseñarnos. Porque la propia interpretación que Jesús hace de esta parábola presenta características claramente alegóricas. El sembrador, la semilla, el terreno pedregoso y los espinos, tienen que ver todos ellos con cosas diferentes. Por tanto, es un claro error trazar una línea divisoria entre parábola y alegoría, o situar un límite arbitrario en cuanto a la cantidad de enseñanza contenida en una parábola.

En realidad quiero sugerir que hay al menos tres lecciones imprescindibles que Jesús está intentando comunicarnos en esta parábola.

1. La forma en que avanza el reino de Dios

  Ésta es, pues, la parábola: La semilla es la palabra de Dios. (Lucas 8:11)

Comenzamos con el llamativo anuncio que Jesús hace del reino de Dios. Los poderes del mal huyen ante su rostro. Expulsa a los demonios. Los cojos son sanados. Las señales de su misión mesiánica para transformar el mundo son claramente manifiestas. Pero, ¿de qué forma va a cambiar el mundo? Ésa es la pregunta inevitable: ¿Cómo va a traer el reino? ¿Qué estrategia empleará para precipitar esta transformación decisiva para la historia mundial? ¿Levantará un ejército de ángeles y marchará sobre Jerusalén o sobre Roma? ¿Hará descender fuego sobrenatural del cielo para consumir a los malvados? ¿Qué método utilizará para introducir el reino de Dios? De hecho, todo esto era muy debatido entre los judíos de aquellos días. Y, cuando habla de los «secretos del reino de Dios», está haciendo referencia a la respuesta a esta pregunta. Pretende traer información privilegiada sobre este punto tan importante desde la fuente de inteligencia más elevada posible de todo el universo, desde el mismo cielo. Y la clave de esa estrategia secreta, para aquellos que sean capaces de penetrar en la parábola en la que se esconde, reside en la semilla.

Reuniendo la evidencia de todas sus parábolas y de toda su enseñanza, queda claro que Jesús anticipó que el reino de Dios vendría de una forma hasta entonces desconocida para el pueblo judío. Llegaría en tres fases, y no por medio de un sólo instante apocalíptico. En primer lugar habría un tiempo de plantación cuando llegara el Mesías, de incógnito y disfrazado, a sembrar la semilla del reino en los corazones de unos cuantos discípulos escogidos. Después habría un período de crecimiento para que esa semilla, multiplicada a través de su testimonio, fertilizara muchas otras vidas, hasta que verdaderamente las esporas del reino hubieran sido esparcidas por todo el mundo. Y, por último, habría un tiempo de cosecha en el que el Mesías volvería—esta vez en medio de una aclamación pública universal—para recoger el fruto producido por la semilla que había sembrado, y así manifestar plenamente el reino del que habían hablado los profetas.

Por tanto, la respuesta a esa pregunta de tan vital importancia—¿De qué manera va a llegar el reino de Dios?—reside en la metáfora de la semilla. ¿Y qué es esa semilla, ese instrumento tan importante por medio del cual el nuevo mundo del reino se esparce por todas partes? Aquí, en esta primera parábola, Jesús deja a sus discípulos sin duda alguna al respecto. «La semilla es la palabra»—les dice—. La predicación del evangelio será el agente inseminador del cambio. Será la palabra la que hará germinar la revolución cósmica de Dios. Es la que introduce el reino. «La semilla es la palabra de Dios».

Es difícil captar toda la importancia de esa sencilla frase tan breve. Por desgracia, la iglesia, a lo largo de los siglos, no siempre la ha creído. Una y otra vez han surgido otras cosas que han usurpado el primer lugar que la palabra debería haber ocupado en la agenda cristiana. Hubo un tiempo, por ejemplo, en que la iglesia veneraba el pan y el vino más que la Biblia; el altar estaba en el centro en lugar del púlpito, y no sólo en su arquitectura sino también en su teología.

Hay quienes, incluso hoy, nos harían volver a aquella superstición sacramentalista si pudieran. Pero, en nuestra generación, la amenaza a la primacía de la palabra llega generalmente desde otras direcciones: la acción social, por ejemplo. En los últimos años ha habido muchos cristianos que se han involucrado cada vez más en política. Durante mucho tiempo, los cristianos habían considerado el terreno político como un área en la que no había que entrar, como si Jesús fuera Señor de todo excepto allí. No es así. Los cristianos tienen la responsabilidad de ser la sal de la tierra tanto en los despachos políticos y en los debates parlamentarios, como a través de campañas evangelísticas o de misiones internacionales.

No obstante, existe el peligro de excederse en el intento de compensar nuestra pasada negligencia en cuestiones sociales. La gente puede perder el contacto con las prioridades de Jesús. El péndulo puede irse al extremo opuesto. La nueva sociedad de Dios no se introduce por medio de una resolución parlamentaria, y menos aún por medió de un arma. Se introduce a través de la Palabra.

Jesús estaba bastante familiarizado con los políticos revolucionarios de sus días. Muchos de los celotes que luchaban por la libertad venían de su área de procedencia, Galilea. Pero sus tácticas no le valían. Se trataba de una semilla equivocada, y él lo sabía. La semilla es la palabra. Una palabra que, cuando la oyes en labios de Jesús o de sus discípulos, no tiene que ver directamente con estructuras sociales o económicas; una palabra que no ofrece estrategias utópicas para hacer zozobrar de manera inmediata el mal institucional; una palabra, en cambio, que tiene que ver con el arrepentimiento personal, el perdón personal, la fe personal y el discipulado personal. Es una palabra que, como vemos en esta parábola, no se dirige a las masas politizadas, sino a los corazones de los individuos responsables. Fijémonos en la tercera persona del singular que utiliza Jesús en su invitación: «el que tiene oídos para oír, oiga» (Lucas 8:8).

En la superficie, sin duda, esto parece una estrategia más bien poco prometedora. ¿Cómo podemos considerar que la profunda transformación a la que hacían referencia los profetas cuando hablaban del reino de Dios se debería sólo a la «palabra»? Pero Jesús estaba convencido de ello. Por eso rehuyó el camino político y escogió ser un predicador y un maestro. Esa palabra, como veremos en nuestra próxima parábola, exige acción social de la clase más práctica y sacrificial. Jesús ni mucho menos se despreocupaba de las estructuras políticas y de la injusticia económica. Pero insiste en que es la palabra la que debe llegar primero. Por medio de su propio ministerio público mostró su convicción de que «la semilla es la palabra de Dios».

2. El fracaso y la desilusión son inevitables

  Otra parte cayó sobra la piedra (Lucas 8:6).

Miremos con cuidado cómo cuenta Jesús la historia. Fijémonos en que lo que hace es describir una siembra homogénea y cuatro tipos diferentes de terreno. Si la parábola hubiera sido narrada por un experto en publicidad de la actualidad, bien podría haber sido al revés. Habría hablado de un terreno homogéneo y cuatro tipos diferentes de sembradores. El primero sembraría la semilla de una forma determinada, pero no funcionaría; el segundo utilizaría una táctica diferente, pero tampoco sería buena; el tercero intentaría otro método, pero no tendría éxito; y, por fin, llegaría el sembrador que, con una previa investigación del mercado y un perfeccionamiento adecuado de su técnica de venta, conseguiría la cosecha deseada. ¡Bien hecho, sembrador!

¡No!—dice Jesús—. No es así como funcionan las cosas. El éxito o fracaso de la siembra de la palabra no parece depender en absoluto de la técnica del sembrador. Al contrario, la semilla es sembrada de una manera que, al parecer, carece de arte alguno y es una especie de despilfarro que no requiere destreza. Es esparcida. Porque no es función del sembrador el transformar un terreno en otro. Jesús dice que más bien es función de la semilla el discriminar entre la fertilidad intrínseca o la infertilidad del terreno. Lo que determina la cosecha es la calidad del terreno, no la experiencia del sembrador.

Está claro que eso no nos gusta. Nos roba nuestra mejor excusa para rechazar el evangelio, aquella de que el predicador no era bueno. Es el terreno el que marca la diferencia. La fertilidad espiritual no reside en la capacidad del maestro. Y Jesús insiste en que así son las cosas. La fertilidad no reside en la capacidad del evangelista. Y por eso describe tres grados de fracaso.

a. Los de junto al camino

  … Son los que oyen, y luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra … (Lucas 8:12).

Jesús es franco aquí en cuanto al gran desperdicio de esfuerzo que a menudo parece ser el compartir las buenas nuevas del reino de Dios. Mientras habla, mira alrededor a la inmensa multitud que fluye hacia él para escucharle. Con seguridad, muchos serían tentados a etiquetar a estos adherentes temporales como «convertidos». Al fin y al cabo, el solo hecho de que vinieran a Jesús desde sus hogares seguramente indicaba alguna clase de respuesta espiritual, ¿no? Pero Jesús no está tan convencido. «No—dice—, en esta multitud lo que yo veo es una gran mezcla. Es obvio que algunas de estas personas que han venido a escucharme están endurecidas contra mi palabra». Ese endurecimiento puede proceder del orgullo intelectual—«no esperará que me crea eso, ¿verdad?»—, o de la obstinación moral—«de ninguna manera pienso dejar de hacer eso porque él lo diga»—, o de la auto-justificación—«¿yo un pecador? ¡Cómo se atreve!” También puede tratarse simplemente de la indiferencia o el aburrimiento que llevan al endurecimiento: «Esto no es para mí. A mí me va el yoga, ¿sabe?»

Aunque escuchan su palabra, les resbala como el agua a los patos. Su corazones están recubiertos de teflon espiritual, por lo que nada se les pega. Quizás piensen que ellos son los inteligentes, los modernos, los que no se dejan llevar por esa tontería del «reino de Dios». Pero tengamos en cuenta a aquel a quien Jesús identifica como el silencioso y secreto personaje que está detrás de esta actitud cínica y desafiante. «Luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra, para que no crean y se salven»—les dice.

Jesús está convencido de que en la persona existe una fuerza maligna que está trabajando para desacreditar la palabra, así como para distraer su mente y evitar que le preste atención a aquélla. Todo evangelista se enfrenta a la oposición demoníaca. ¿Podría ser que también estuviera trabajando en los lectores de este libro?


b. Los de sobre la piedra

  … Son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen raíces … (Lucas 8:13).

Otras personas de la multitud representan sólo una decisión superficial, un entusiasmo inicial que no es duradero. Su respuesta a la palabra se reduce a pura emoción, a la clase de excitación animal que se experimenta cuando se es parte de una gran multitud, o a la clase de sensación cálida que produce el visionar una película emotiva. «Reciben la palabra con gozo»—dice Jesús—, pero después las circunstancias cambian, baja el nivel de adrenalina, se mitiga la embriaguez del momento. Quizás comiencen a sentirse engañados: «Me dijeron que el cristianismo te hacía feliz; pues bien, ¡yo no lo soy! Me dijeron que el cristianismo me proporcionaría amigos; bien, ¡pues yo no tengo ninguno! Debe ser que pasé por una fase adolescente. Fue tan sólo un espejismo. No pienso seguir siendo cristiano».

«No tienen raíces». Creen durante un tiempo; pero, a la hora de la prueba, apostatan—dice Jesús. ¿Quién no ha conocido a alguien así? Hay prodigios espirituales que se convierten de la noche a la mañana. Por un tiempo son unos cristianos maravillosos. Pasan por todas las clases de preparación para el bautismo o la confirmación. Se involucran en todo. Pero, seis meses después, no se les vuelve a ver el pelo.

c. Los que caen entre espinos

  … Son los que oyen, pero yéndose, son ahogados …, y no llevan fruto … (Lucas 8:14).

Hay otros que dan marcha atrás tras haber sido considerados discípulos. De nuevo pasan por una respuesta inicial llena de entusiasmo. Pero, a diferencia del caso de la decisión superficial, estas personas no parecen renegar de su compromiso con Jesús inmediatamente. Mantienen algún tipo de identidad cristiana. No se apartan en ese sentido. Pero, con el paso del tiempo, Cristo va teniendo cada vez menos significado en sus vidas. La presión de los intereses rivales van desgastando sus energías. La influencia del materialismo y de la mundanalidad va minando todos aquellos deseos iniciales de espiritualidad.

Durante la juventud, puede que las responsables de esta diversidad de intereses sean las metas que tienen para su vida, los deportes o la atracción sexual. En la mediana edad se trata de la presión económica, las responsabilidades familiares o las ambiciones profesionales. En la tercera edad, la preocupación por la salud o por los nietos. En todas las etapas de la vida pueden surgir docenas de distracciones. «Yéndose … son ahogados por las preocupaciones de la vida, las riquezas y los placeres»—dice Jesús. Y el resultado es que «no llevan fruto». Se mantienen en un estado de subdesarrollo espiritual y no maduran. Se autodenominan cristianos, pero lo que han adquirido es un hábito de ir a la iglesia, no una fe vital y personal.

No nos engañemos, llevar las buenas nuevas del reino de Dios es algo muy descorazonador. Hay muchas personas que escuchan pero no se convierten. Otras deciden precipitadamente seguir a Cristo, pero desaparecen. Otras se sientan en un banco semana tras semana como los pasajeros de un tren, pero nunca pasan de un compromiso puramente nominal.

Pero, en medio de esta escena tan desalentadora, hay algo que, finalmente, anima al evangelista.


3. Una evidencia duradera

  Otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno (Lucas 8:8).

La semilla de la palabra es la única forma de multiplicar el reino. Y así será. A pesar de las frustraciones y esfuerzos perdidos, Jesús nos asegura que el granjero tendrá una cosecha espléndida al final del día. Porque hay algunos «que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia» (Lucas 8:15).

Los comentaristas no se ponen de acuerdo en cuanto a cuántos de estos tipos de terreno podrían implicar una esperanza de salvación. Todos están de acuerdo en que los de la semilla sembrada junto al camino no. El mismo texto excluye esa posibilidad. «Para que no crean y se salven»—dice Jesús de aquellos que tienen los corazones endurecidos.

Pero hay muchos que opinan que los otros tres terrenos, aunque difieran en el grado de espiritualidad que representan, no obstante todos ellos muestran una respuesta salvadora al evangelio. «Al fin y al cabo—dicen—, la semilla que es sembrada sobre la piedra y entre espinos germina, ¿no? Reciben la palabra. Deciden seguir a Cristo. Al menos comienzan el camino del discipulado. Estos individuos tienen una seguridad de vida eterna. Aunque su compromiso no se sostenga y no haya crecimiento espiritual—lo que les hace perder el derecho a obtener una recompensa en el cielo—, no por ello pierden el cielo mismo».

Yo no estoy nada convencido de este punto de vista tan optimista. Me pregunto qué pasa con las palabras de Jesús registradas en el Sermón del Monte acerca de aquellos discípulos nominales que hacen una profesión verbal. «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor … Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí» (Mateo 7:21–23). ¿O qué pasa con la solemne ilustración de la vid que se nos da en el evangelio de Juan? El pámpano que no lleva fruto es cortado y arrojado al fuego (ver Juan 15:6). ¿Y la solemne advertencia que se le hace a los apóstatas en la epístola a los hebreos? «La tierra que produce espinas y abrojos es reprobada … y su fin es el ser quemada»—dice el escritor—. ¿Y la terrible admonición de Cristo resucitado dirigida a aquellos supuestos creyentes de la iglesia de Laodicea que tenían el corazón dividido? «Por cuanto eres tibio … te vomitaré de mi boca» (Apocalipsis 3:16).

La aplicación de esta parábola es que, para Jesús, la única respuesta adecuada a la palabra es la que resulta en una productividad espiritual duradera. Es la única posibilidad. F. Mac Arthur lo expresa muy bien en su «The Gospel According to Jesus» [El Evangelio según Jesús}:

  «La meta de la agricultura es el fruto. Para la cosecha, el terreno lleno de malas hierbas es tan malo como un camino pedregoso o como el terreno que admite poca profundidad de raíz. Todos ellos son igualmente malos, porque ninguno de ellos produce fruto. La meta de la agricultura es el fruto, y éste es también la demostración definitiva de la salvación».

Jesús nos avisa en este relato de que las meras profesiones de fe llevan a una estadística equivocada. Lo que verdaderamente anima el corazón de Cristo son los cambios de larga duración que se producen en el estilo de vida, no las manifestaciones de entusiasmo de corta duración.

Algunos cristianos bienintencionados tratan la fe como un seguro contra incendios. Dicen: «¡Decídete por Cristo ya; porque, una vez que hayas pagado ese sencillo precio una vez en la vida, ya tienes vida eterna y nunca más debes dudar de eso! Por medio de ese paso de fe tienes garantizada la admisión en el cielo de manera absoluta e irrevocable».

Pero semejante presentación puede distorsionar peligrosamente el cristianismo del Nuevo Testamento. Conduce a los que profesan ser cristianos a pensar que pueden vivir el resto de sus vidas como les plazca. Ya han hecho su «decisión por Cristo»; por tanto, están asegurados. Pueden sucumbir a todo tipo de fallo moral o degradación espiritual, e insistir en que son «salvos». ¿Acaso no les dijo el evangelista que tenían vida eterna y que nunca debían dudar de eso? Habían adquirido su seguro contra incendios. Habían pagado su precio para toda la vida. Por lo tanto estaban asegurados para toda la eternidad.

Pues el Nuevo Testamento no está de acuerdo con eso. Insiste en que la seguridad de salvación eterna sólo vale si viene avalada por la evidencia clara de un crecimiento espiritual y de una productividad. Eso no quiere decir que seamos salvos por nuestras buenas obras. Pero significa que la única evidencia fiable de nuestra salvación es la santidad.

Según Jesús, los que están seguros son aquellos que dan fruto por medio de su perseverancia. El sello del hombre o de la mujer que se han convertido de verdad es la paciencia. Jesús no ofrece seguridad alguna para los pámpanos conformistas que no dan fruto.

Se cuenta una historia acerca de cómo el predicador victoriano Carlos Spurgeon, mientras caminaba hacia su iglesia en Londres, se cruzó con un borracho que estaba abrazado a una farola. «Soy uno de sus convertidos, Mr. Spurgeon»—le dijo.
«Puede que seas unos de mis convertidos—respondió Spurgeon—; pero, desde luego, no uno de los convertidos de Dios. Si lo fueras, no estarías en estas condiciones».

La semilla de la palabra, cuando se recibe de forma que lleva a la salvación, no produce sólo un impacto temporal. Produce un cambio duradero. La fe verdadera no es un capricho efímero fruto de la excitación emocional que produce una reunión evangelística. No es sólo un asentimiento de cabeza en dirección al altar cada vez que se repite el Credo el domingo por la tarde. La fe verdadera es un compromiso de corazón, de manera deliberada y decidida, a obedecer fielmente a Cristo y su palabra, que persevera en medio de las pruebas y de la oposición y que dura toda la vida. No estoy diciendo que los cristianos no puedan sufrir un revés; claro que pueden. Pero perseveran. Y sólo aquellos que perseveran hasta el final son salvos.

Por otra parte, existe algo así como la experiencia de conversión abortiva, como ocurrió entre los discípulos en el caso de Judas. Es por eso que el Nuevo Testamento nos exhorta:

  «Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo; … Porque somos hechos participantes de Cristo, con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio (Hebreos 3:12, 14).

El reino de Dios comienza en nuestras vidas cuando Dios comienza a regir en ellas. ¿Y cómo puede Dios gobernar en nuestras vidas? Según Jesús, depende de la atención obediente que prestemos a su palabra.

 
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